«Para algunos ciudadanos la democracia no tendrá sentido si no pueden decir lo que piensan»
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COLABORA2021
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«Pretender que el sexo, la sexualidad y el color de la piel no significan nada sería ridículo. Pero pretender que lo son todo sería nefasto». Con esta afirmación termina el periodista Douglas Murray (Reino Unido, 1979) su ensayo ‘La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura‘, en el que explora cómo el fanatismo y los dogmas también hoy se disfrazan de buenas causas. La entrevista se realiza en el mes de noviembre a través de una videollamada Madrid-Nueva York, donde Murray se había desplazado para seguir esa campaña presidencial por la Casa Blanca que algunos analistas han interpretado como un plebiscito frente a la oleada de populismo global sufrida en los últimos años.
¿Está la sociedad más polarizada que nunca?
España o Reino Unido han tenido periodos mucho peores, pero ahora nos encontramos ante un momento único: en Europa y EEUU estamos familiarizados con los tipos más tradicionales de polarización, pero los nuevos han llegado de manera sigilosa. Siempre hemos tenido esa lucha derecha-izquierda, pero nunca entre hombres y mujeres. Durante mucho tiempo no era aceptable –como lo es ahora, aunque en nombre del antirracismo– dividir por el color de piel. Lo mismo pasa con lo relacionado con el colectivo LGTBI. Además, se da una cuestión particularmente interesante en Estados Unidos: la polarización política hace que la gente no reconozca lo que vota. Eso, para cualquier democracia, es insano. Por muy horrible que se piense que es un candidato, si casi la mitad de la población le apoya, no debería ser tan complicado admitir que le vas a votar. Tiene mucho que ver con las redes sociales. Pareciera que la gente, especialmente los más jóvenes, creyesen que su propósito en la vida no va más allá de posicionarse en contra de un monstruo horrible que está en el lado opuesto ideológico.
¿Qué papel juegan las redes sociales en ello?
Hemos sobrevalorado el impacto de las nuevas tecnologías en el corto plazo y lo hemos menospreciado en el largo. En los inicios de la era de internet teníamos muchas expectativas puestas en la revolución que iba a producirse en poco tiempo. Hace apenas un par de décadas que vivimos en un mundo digitalizado, pero las redes han tenido una repercusión enorme en nuestro discurso. Producen una ilusión similar a estar hablando a la cara con alguien, pero la interacción entre usuarios no tiene nada que ver y permite que nos comportemos de maneras que ni se nos pasarían por la cabeza en persona. Es muy complicado decirle a alguien que es execrable y que todo en lo que cree es repulsivo, pero internet lo ha convertido en parte del comportamiento de gente que antes era más prudente y razonable. Las redes hacen que la gente sea capaz de deshumanizar a los que piensan distinto para ganar una batalla política. Nos encontramos en una posición terriblemente peligrosa: no solo discrepamos, sino que tenemos diferentes versiones sobre los mismos hechos, y ahí es donde se está produciendo la verdadera polarización.
«Todos tenemos el mismo problema: no sabemos en quién podemos confiar»
Cada vez es más complicado discernir lo que es ruido de información verídica.
Los periodistas sabemos lo que es la sobreinformación: tenemos una cantidad de tiempo limitado al día y, en 2020, cada hora nos ofrece tanta información como necesitábamos antes para llenar un periódico durante una semana. Nos encontramos en una situación en la que –y esto es lo verdaderamente peligroso– ese aparato que solía hacer que todo tuviese sentido está roto, incluidos aquellos lugares residuales en los que solíamos depositar nuestra confianza. En el último año hemos descubierto que la Organización Mundial de la Salud o The New York Times no son fuentes del todo fiables. Todos –periodistas, lectores y sociedad en general– tenemos el mismo problema: no sabemos en quién podemos confiar. Estamos viviendo una crisis de confianza y cuando pase 2020 será aún peor. Esto no solo concierne al periodismo: tiene mucho que ver con los organismos internacionales, los Gobiernos y la información que nos llega de ellos. Para superar esta crisis tenemos que estar de acuerdo en qué fuentes de información son legítimas. Y eso es complicado.
Cada vez más voces advierten sobre los peligros de las nuevas formas censura. ¿Quiénes son esos nuevos censores y cómo la imponen?
La cultura de la cancelación es un término nuevo para un fenómeno bastante antiguo que recientemente se ha intensificado: siempre ha habido personas denominadas guardianes de la cultura que deciden cuáles son las preguntas y respuestas legítimas de nuestras sociedades, pero hasta ahora no hemos sido verdaderamente conscientes de ello. Muchas de las cosas que se supone no deberían importarnos incluyen algunas de las mayores preocupaciones de la gente. Por ejemplo, a lo largo de nuestras vidas hemos podido ver cómo se nos decía que la inmigración era un tema feo, desagradable, que había que ignorar… La confrontación llega cuando una mayoría muy significativa de la población se muestra cada vez más preocupada con el problema y estos guardianes de la cultura –en este caso, políticos y parte de los medios– deciden que no hay que preocuparse. Aun así, sigue siendo parte de la conversación, aunque dentro de los círculos más underground. Es decir, aquellos que no temen por su puesto de trabajo o que no son vulnerables a la presión de esta mafia, o de sus jefes, o de la jerarquía social pueden hablar de ello, sea inmigración o cualquier otro tema. Pero la vida de la mayoría de la gente depende de sus superiores. La cultura de la cancelación existe desde el momento en el que alguien –famoso o no– saca a colación una cuestión que no se considera dentro de los límites razonables del debate. Y sabemos que esta nueva censura se establece en términos políticos de la izquierda porque hay cosas realmente censurables que sí forman parte del debate. Ya no es solo peligroso para los individuos, sino para el bienestar y la salud de la sociedad en su conjunto: cada vez que hay un tema sobre el que se supone no tenemos que hablar, significa que deberíamos prestarle atención.
¿Qué consecuencias puede tener esta cultura de la cancelación en las democracias?
La gente no dice lo que piensa más allá de las urnas. Al final, estás minimizando conversaciones que necesitamos tener y silenciando a gente que necesita hablar. Se consigue que la opinión de una minoría considerable sea inaceptable y, como resultado, envías esa discusión a un nivel por debajo del debate político. Además, te juegas que el público se desvincule completamente de la política: habrá ciudadanos que acaben pensando que la democracia no tiene sentido porque no pueden decir lo que piensan. Estados Unidos es un claro ejemplo: tantos años diciendo «no puedes hablar de eso» es lo que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca en 2016. Incluso la gente a la que empodera la cultura de la cancelación debería darse cuenta de que la supresión de la opinión siempre vuelve y te muerde, y la llegada de Trump al poder es la prueba.
En tu libro criticas la aproximación que hoy se hace al concepto de justicia social.
Es un término brillante, porque suena tan bien que está configurado para que solo un maníaco se oponga a él. ¿De qué vas a estar a favor? ¿De la injusticia? Es un viejo truco soviético, pero en su origen es positivo: no creemos en la discriminación ni por género, ni por orientación sexual, ni por el color de piel. Estoy al 100% de acuerdo. El problema está en que los activistas por la justicia social hoy en día tienen una agenda totalitaria tanto en el contenido como en las formas. En lo que coincido con ellos es en que nadie debería tener menos oportunidades laborales si son competentes en su profesión por ser mujer, gay o negro. Pero lo que han decidido hacer es buscar la justicia social a través de la equidad, aunque solo en las profesiones de perfil más alto. Hasta que todo el mundo entre con las mismas condiciones en el juego, nadie será libre. Por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, donde el 13% de la población es negra, estos activistas solo serán felices cuando el 13% o más del Tribunal Supremo, del Senado, de los medios de comunicación o de Hollywood sean negros. Sin embargo, no se paran a pensar por qué falta representación negra entre los trabajadores del metal del Medio Oeste. No les interesan esos tipos de trabajos, y lo mismo ocurre con las mujeres o el colectivo LGTBI. Es una buena causa la que persiguen, pero los activistas que buscan la justicia social han cometido un terrible error: podemos considerar a las personas iguales como seres humanos sin pretender que absolutamente todo el mundo se comporte igual, tenga el mismo punto de partida, las mismas capacidades o acaben en el mismo lugar. Es lo que ocurre cuando se carece de un ethos –esos valores de la ética cristiana sobre la valía de cada individuo a los ojos de dios–: si te alejas de esa ética, pero quieres mantener las cosas buenas que ha producido, te acabas encontrando en la posición en la que se encuentran los activistas por la justicia social.
«La cultura de la cancelación existe desde que alguien plantea una cuestión que no se considera dentro de los límites razonables del debate»
Defiendes que no todo en la vida puede ser política, que debemos despolitizarnos.
La política es muy importante –como lo es intentar que las políticas sean las adecuadas para tener unas condiciones óptimas en las que desarrollarnos–, pero no puede convertirse en el objetivo de tu vida. Si toda tu felicidad está relacionada con una victoria política, serás infeliz al menos la mitad del tiempo. Si crees de verdad que el activismo político te da un propósito, tendrás problemas con tus amigos, tu familia y todos tus seres queridos. Todo por intentar alcanzar un objetivo que, a la larga, es muy poco gratificante. Lo ideal sería compaginar tus ideas con tener amigos con los que no estás de acuerdo. Pero hoy en día hay gente –y este es uno de los motivos por los que digo que la justicia social se parece a una secta, especialmente en EEUU– que no habla con sus abuelos porque no tienen la opinión aceptada en 2020 sobre raza, sexualidad o género. ¡Qué cosa más horrible! Pero me preocupa que, por encima de todo, la gente piense que, como nos han hecho creer las redes sociales, la política es un trabajo a tiempo completo. Nos estamos perdiendo tantas cosas por estar hiperconectados… y creo que muchos de los que han crecido en la era de internet han caído en este error. Las generaciones más jóvenes han heredado un mundo que sus mayores han construido sin pensar en las consecuencias que iba a traer. No tienen la culpa de encontrarse en esta posición, pero deberían despolitizar sus vidas, porque lo que necesitan son relaciones y amistades significativas con personas que les desean lo mejor e intentar entender el significado de la política desde otra perspectiva.
¿Cómo está afectando esta polarización social al Reino Unido del brexit?
Los efectos han sido devastadores. El Gobierno que propuso la votación no pensaba que la población de Reino Unido se iba a rebelar contra la élite política, por lo que fue un verdadero shock que tardamos tiempo en digerir. La gente que perdió el referéndum pasó por un periodo de duelo, con todas sus fases: negación, negociación, etc. Para ellos fue una estocada mortal y, por eso, intentaron subvertir el voto. Ese fue un momento muy peligroso para mi país: lo importante ya no era quedarse o no en la UE, sino que la democracia estaba al límite. Y hasta las elecciones del pasado diciembre –cuando el Gobierno del brexit ganó las elecciones– la clase política y el electorado estaban en desacuerdo. Nadie está exento de responsabilidades, pero personalmente culpo a los que perdieron el referéndum porque no lo aceptaron e intentaron subvertir el voto. No soy miembro del partido conservador, pero gracias al cielo que hubo una mayoría clara en las últimas elecciones: significó que que la gente entrara en razón y entendiese lo que los británicos habían decidido. Ya no nos están intentando engañar para que nos quedemos en la Unión Europea. Si lo hubiesen conseguido, Gran Bretaña ya no seguiría siendo una democracia. Ahora todo va mucho mejor, porque la realidad es que nos vamos. Y ojalá seamos capaces de trabajar juntos, en un estadio internacional, con esos valores que compartimos: solo así podremos ser buenos vecinos en vez de inquilinos molestos.
Llevas un mes en EEUU cubriendo las elecciones presidenciales.
Da igual, lo más importante es toda esa gente que va a votar a Trump y no se lo va a decir a nadie. A pesar de que ganó las elecciones en 2016, sus oponentes nunca llegaron a admitirlo. Los medios han insultado durante cuatro años a esos votantes. Les han dicho una y otra vez que los demócratas van a ganar a pesar de tener al candidato menos indicado para el puesto. Un número interesante de personas aprovechará esta oportunidad para decir «nos habéis intentado manipular, pero no os dejaremos». Lo seguro es que si Trump es reelegido va a haber disturbios. La derecha no tiene una milicia como la de la extrema izquierda, lista para salir a quemar edificios federales y saquear tiendas noche tras noche. No creo que vayan a salir a quemar los cimientos de Estados Unidos si Donald Trump pierde.
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