Opinión

Las ¿nuevas? formas de censura

Asociamos los impulsos censores al conservadurismo pero, en la actualidad, las tijeras también apuntan en la dirección contraria: centenares de autores de todos los espectros ideológicos se han unido para denunciar una cultura de la cancelación que, en ocasiones, se basa simplemente en la intransigencia con una opinión determinada. ¿Vuelve la censura?

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Carla Lucena
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16
abril
2021

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Carla Lucena

En los últimos tiempos hemos hablado de nuevas formas de censura, o de una nueva intolerancia: se origina en los campus estadounidenses y británicos, pero se extiende también al medio periodístico y cultural. Entre los casos recientes están la retirada de Lo que el viento se llevó de la plataforma HBO, el rechazo de Hachette a publicar las memorias de Woody Allen en inglés, el despido del director de opinión del New York Times por publicar una tribuna controvertida, la renuncia de Bari Weiss en el mismo periódico o del conservador moderado Andrew Sullivan de New York Magazine o el despido por citar estudios científicos de David Shor. Esta corriente propone la revisión de obras artísticas y de figuras del espacio público, se expande de manera más bien irregular a través de las redes sociales, y considera que la intransigencia es indicativa de virtud. En ocasiones la transgresión es un delito o algo que, de ser cierto, estaría castigado por la ley, pero muchas veces no es más que una opinión. Quien la expresa no debe publicar en un periódico o dar clase en una universidad, porque esa opinión es peligrosa y dañina. Es un fenómeno un poco amorfo, aunque implica la construcción de una atmósfera de homogeneidad que excluye al disidente.

Seguimos teniendo el impulso censor clásico de la derecha y restricciones legales. En España, el espacio de la libertad de expresión es más limitado que en Estados Unidos: ha habido casos como el linchamiento de María Frisa –al que contribuyó una prensa negligente– y el boicot a Pablo de Lora, por no hablar del ostracismo de los críticos al nacionalismo en Cataluña y el País Vasco, pero la gran amenaza a la libertad de expresión es la ley mordaza y la legislación antiterrorista. Esta corriente censora defiende la causa del progreso social. El filósofo británico John Gray habla de hiperliberalismo: no se entiende el liberalismo como un proyecto de coexistencia de visiones distintas –una especie de armazón–, sino como la imposición de unos valores correctos.

Las restricciones a la libertad de expresión se hacen, a menudo, bajo el pretexto de proteger a los débiles

En muchas cosas, la nueva censura se parece a la vieja censura. Hay diferencias obvias: la primera es el control estatal, y precisamente esa es la razón por la que muchos dudan de la adecuación del término. En realidad, no siempre han sido o son los Estados quienes la ejercen, pero esta censura posmoderna tiene algo premoderno, porque prescinde del filtro y de los canales.

Las restricciones a la libertad de expresión se hacen en nombre del bien: muchos de quienes impulsaban prohibiciones religiosas o pretendían evitar que algunos libros llegaran a los jóvenes y especialmente a las mujeres tenían buenos propósitos. Una constante es proteger a los débiles.

Otro viejo conocido es el enfrentamiento generacional: los jóvenes son más partidarios de esta visión absolutista, y el activismo no solo sirve para imponer una nueva sensibilidad sino para ocupar puestos en las redacciones y las editoriales. Es posible que, como dicen algunos de sus críticos, el efecto sea más visible ahora, porque enfrenta a liberales e izquierdistas. Quizá esa exclusión era menos llamativa cuando quienes se quedaban fuera eran conservadores o reaccionarios.

José Luis Pardo: «Resulta más sencillo combatir las representaciones del racismo que los problemas sociales en sí»

Asociamos los impulsos censores al conservadurismo, pero la historia de la izquierda también incluye numerosas restricciones a la libertad de expresión. En una frase: ¡quién pensaría que la izquierda obligaría a crear medios con espíritu de samidzat!

La discusión sobre la relación entre el arte y la moral tampoco es nueva, y no parece que vaya a agotarse nunca. Ian Buruma escribió en Letras Libres: «Si bien estilos e idiomas pueden ser descontaminados de manera satisfactoria, no sucede lo mismo con las obras de arte contaminadas. No podemos erradicar al Bleistein de Eliot o al KKK de Griffith con nuestros simples deseos. Seguirán contaminando a las obras maestras que los contienen. Es una bendición que a estas alturas las obras de ese tipo sean bastante escasas. Pero deberíamos seguir prestándoles atención, no solo para reconocer las cualidades artísticas que hasta cierto punto las redimen, sino también para perfeccionar nuestra conciencia de que el genio artístico puede ser absolutamente compatible con algunas de las peores ideas». La lista es infinita y las gradaciones también: tendrías que ir caso por caso, pero estos movimientos explosivos tienden a rechazar esas sutilezas.

Naturalmente, como ha señalado en El País José Luis Pardo, resulta más sencillo combatir las representaciones del racismo y de los problemas sociales que los problemas sociales en sí. Tampoco eso es una novedad.

Una ruleta rusa en la jungla digital

Uno de los cambios decisivos es internet, y con él las redes sociales. Entre las transformaciones principales está la posibilidad de expresarse; la facilidad también genera una expectativa de posicionamiento. Se produce una erosión de instancias mediadoras. Tampoco están claras las reglas. Como ha escrito Manuel Arias Maldonado, es un Estado de naturaleza, es prehobbesiano. Otra de las características –señalada por Ross Douthat– es una especie de presente continuo. Todo el mundo está en el mismo lugar y todo el mundo se ve. Pueden anularte por algo que dices ahora o por algo que dijiste hace tiempo. Puede pasarte si eres conocido o si no eres nadie. También hay un elemento de arbitrariedad: el mismo comportamiento puede pasar inadvertido o provocar un escándalo. Además, lo que es aceptable y lo que no cambia rápidamente, con el mismo ímpetu que inconsistencia.

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Esto se produce en una cultura obsesionada por la reputación y donde, además, la reputación es muy frágil. Ocurre con las personas y con las empresas, que a menudo reaccionan por miedo a la presión de lo que en realidad no saben si son clientes. La izquierda cultural, atenta a las modas y la exhibición de la virtud, más bien alejada de las preocupaciones materiales, florece en el capitalismo tardío. La pulsión mimética es intensa y extensa: como dice Ivan Krastev, vivimos en la era de las comparaciones globales; copiamos rápidamente los debates e imitamos la indignación.

Como señalaba Alberto Penadés, el viejo argumento de John Stuart Mill sobre la verdad y la libertad ya no es válido para mucha gente de izquierda. Según exponía el editor de Vox Ezra Klein, en una conversación con el politólogo Yascha Mounk acerca de la carta de Harper’s donde 153 intelectuales criticaban la «cultura de la cancelación» y denunciaban un clima de intolerancia, los debates sobre la libertad de expresión son en realidad debates sobre el poder.

Ian Buruma: «El genio artístico puede ser absolutamente compatible con algunas de las peores ideas»

Como ocurre con buena parte de las justificaciones de la nueva censura –«en realidad, nadie cree que la libertad de expresión deba ser ilimitada», por ejemplo–, lo que es verdad es obvio y lo que no es obvio no es verdad. La concepción de Klein resulta, como diría él mismo, problemática. En primer lugar, que alguien sea poderoso no debería justificar que se viole su derecho a la libertad de expresión, o que se justifique su despido. El asunto tiene problemas factuales también. No todas las víctimas son poderosas. De hecho, las personas con más poder o fama pueden ser designadas antes como objeto de cancelación, pero son las que pueden librarse más fácilmente. En palabras de Shaun Cammack, no van a cancelar a Steven Pinker, pero a ti a lo mejor sí. Uno de los efectos es atemorizar: no tendrás ganas de expresar una opinión impopular, porque en el mejor de los casos te enfrentas a algo desagradable, como el rechazo o la censura de tus compañeros.

Las otras razones de la censura

Otra idea de Klein es algo más complicada. Los argumentos de unas personas –por ejemplo, del senador Cotton, que decía que se podría desplegar el ejército en los casos en que las protestas se hubieran descontrolado– ponen en peligro la libertad de expresión de otros. Así, se impediría la protesta. Buena parte de la crítica contundente podría entrar en ese territorio.

La censura nunca es exactamente censura. Se trata de una empresa privada, dicen, que toma una decisión autónomamente, con una confianza conmovedora en la autonomía corporativa. Tampoco cuando echan a alguien de su trabajo estamos ante un caso de expulsión por cuestiones ideológicas. Siempre hay otra razón, una mala praxis. Así, James Bennet habría sido negligente al publicar el artículo de Cotton, y la verificación del artículo de Jian Ghomeshi –acusado de acoso sexual– en la New York Review of Books habría sido defectuosa. Sin embargo, hay muchos artículos con problemas y solo en estos casos tienen consecuencias. Esto tampoco es nuevo: siempre se encuentra una justificación, pero no sería razón si no concurrieran otros factores. La argumentación es doble: por una parte no existe la cultura de la cancelación y, por otra, sus víctimas se lo tienen merecido. Como ha señalado Emily Yoffe, se emplea la culpa por asociación: así, una periodista trans denunció que el hecho de que un compañero hubiera firmado la carta junto a J. K. Rowling –que ha criticado aspectos del activismo transgénero– hacía que su ambiente de trabajo se volviera «inseguro» para ella.

La versión razonable del argumento tiende a decir, por ejemplo, que quien ataca esta visión pretende que las obras de arte sean sagradas, que no estén sujetas a ninguna crítica, o que las opiniones de algunas personas sean intocables. Pero es difícil encontrar a alguien que defienda que las películas o los libros deben estar exentos de crítica. ¿Cómo afirmarían eso los firmantes del manifiesto de Harper’s, que sabían que se exponían a un serio cuestionamiento? ¿Lo defendería Lilla, que ha escrito Pensadores temerarios, donde criticaba la pulsión totalitaria de muchos filósofos del siglo pasado? ¿O Chomsky, que siempre se ha manifestado a favor del debate?

Sin embargo, justamente eso es lo que a veces defienden los partidarios de la cultura de la cancelación. La idea de fondo –articulada, por ejemplo, en el texto de Zack Beauchamp The ‘free speech’ debate isn’t really about free speech– es que si hay alguien que pertenece a un grupo marginado o que ha tenido problemas para expresarse, no se debe cuestionar nada de lo que diga. La discusión es imposible. Para esa persona es dolorosa, pone en peligro su integridad; quien lo critica nunca puede estar a nivel de igualdad. Es una visión que elimina el debate, una idea sentimental que niega la posibilidad de la discusión y la persuasión racional, que es una de las cosas que nos hace humanos. Llama la atención que esos grupos desfavorecidos no puedan alcanzar la mayoría de edad: no son adultos que puedan escuchar un argumento contrario, y quien cometa la descortesía de ofrecérselo merece ser expulsado de la conversación.

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