Internacional

Año Nuevo en Siria: ¿qué ideologías salen y cuáles entran?

El fin del socialismo árabe y el triunfo de Ahmed al-Sharáa en Siria es el último capítulo de una larga historia de golpes de Estado, militarismo e islamismo fundamentalista que ha venido desarrollándose en las últimas décadas.

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27
enero
2025

La imagen de un miliciano de rudo aspecto, sentado y fumando sobre el armazón renegrido de un tanque, escenifica el cambio que se acaba de vivir en Siria. La ideología que cae es la conocida desde mediados del siglo XX como el «socialismo árabe», que tenía menos que ver con la benigna socialdemocracia europea que con los Estados herméticos del Telón de Acero, aunque no por ello fuera una copia del comunismo soviético.

Económicamente, dentro del socialismo árabe coexistían el capital privado con los servicios sociales por parte del Estado, a lo que se añadían las generosas cantidades de ayuda soviética que hubieran podido negociarse. Lo que distinguía al socialismo árabe como régimen era una serie de factores considerablemente menos benévolos que la definición de libro de texto que acabamos de presentar.

En primer lugar, todo giraba en torno a un partido único, dado que militar en las filas de la oposición conllevaba grandes riesgos para la salud, cortesía de una omnipresente policía secreta, como sucedió con el dictador iraquí Saddam Hussein. Los interrogatorios dentro de estos regímenes podían ser desdichadamente creativos, ya fuera en la prisión de la Ciudadela, regida por la Unidad 75 de la Inteligencia egipcia, o en el temido Palacio del Fin en Bagdad. En la Siria de los Assad, los lugares a evitar eran incuestionablemente la cárcel de la Sednaya y la prisión de Tadmur, donde no se podía mirar a los guardias a los ojos y que sería dinamitada por el ISIS en plena guerra civil.

A esta dama de hierro policial se le añadía un asfixiante culto a la personalidad del líder. El egipcio Abdel Gamal Nasser fue un verdadero maestro en este aspecto, aunque los golpes de Estado para cuestionar quién era el líder eran más que habituales. En 1949, Siria llegó a batir el dudoso récord de tres en un año. Cuando finalmente el régimen se estabilizaba (Siria con Hafez al-Assad en 1970, Irak con Ahmed Hassan Al-Bakr y Saddam Hussein en 1968), el nuevo hombre fuerte se encargaba de atornillar firmemente el trono purgando brutalmente sus propias filas. El más extremo en este aspecto fue siempre Saddam. «Con los métodos de nuestro partido», se jactaba el líder iraquí, «quienes no están de acuerdo con nosotros no tienen oportunidad de saltar sobre un par de tanques y derribar al Gobierno».

En 1949, Siria llegó a batir el dudoso récord de tres en un año

Pero no se apoyaban exclusivamente en la violencia. Fueron pioneros, también, en la implantación de grandes programas sociales en Educación, Sanidad y Vivienda que, al modo de la Unión Soviética, elevaron el nivel de vida de los ciudadanos siempre y cuando estos se mantuvieran obedientes. Con el paso de las décadas, no obstante, la corrupción erosionó estos avances y estallaron protestas, como la Protesta de los Alimentos del 77 en Egipto, el Octubre Negro del 88 en Argel o las Primaveras Árabes del 2011. Los gobiernos respondieron invariablemente con una granizada de balas que solo acentuó el problema.

El gobierno sirio de los Assad, por su parte, hacía engordar su economía por debajo de la mesa recurriendo al contrabando: la shabiha, mezcla de mafia de barrio y milicia pasaba, ya desde el siglo pasado, comida y cigarrillos hacia Líbano y traían armas, drogas y coches de lujo de vuelta. Sin embargo, en 2024, esta situación acabó volviéndose en su contra: con los comandantes saqueando el combustible y la comida del ejército, por no hablar del narcotráfico, los ejércitos acabaron desmoralizándose y negándose a sostener en su última batalla a un régimen en el que nada parecía funcionar como debía.

El socialismo árabe tuvo también una cara menos conocida: un proyecto imperialista implacable. El Irak de Saddam Hussein buscó engullir territorios a costa de Irán cuando este se vio debilitado por la revolución islámica en 1979, y luego inició una aventura igualmente desastrosa para adueñarse por completo de Kuwait. El Egipto de Nasser predicó el «panarabismo» (la unión de todos los pueblos árabes) y los partidos nasseristas buscaron dar golpes de Estado a lo largo y ancho del mundo árabe para unir sus respectivas naciones a una gran federación que, retórica aparte, estaba firmemente sujeta a los intereses de El Cairo. Nasser logró hacerse con Siria en 1958 mediante un golpe, pero no pasaron ni cuatro años antes de que otro golpe la hiciera salirse del proyecto. Un año después, en 1962, Nasser logró derribar el gobierno de Yemen del Norte y lo fagocitó, pero esta maniobra derivó en una década de sangrienta guerra civil conocida como «el Vietnam egipcio», en la que los saudíes apoyaron a sus enemigos y donde Egipto acabó lanzando ataques con gas venenoso, como Saddam lo haría décadas después contra iraníes, kurdos y chiíes.

Las distintas ramas del socialismo árabe no se llevaron necesariamente bien entre ellas. Una facción que buscó el hermanamiento por su cuenta fue el Partido Baaz. Nacido en la década de los años cuarenta, se declaraba anticolonial y panarabista, anhelando formar también una gran federación internacional. Era social en lo económico, aunque anticomunista, y laico, aunque no antirreligioso. Inicialmente no propugnaba una dictadura, pero sus defensores acabaron siendo algunos de los golpistas más acérrimos de Oriente Medio: el Baaz acabó triunfando en el Irak de Saddam y la Siria de los Assad.

Y es que, si el Baaz buscaba el hermanamiento, solo logró su contrario. Los baazistas se dedicaron en cuerpo y alma al furor fratricida. Riñeron entre las facciones de distintos países y también dentro de sus propias facciones nacionales: los baazistas sirios se dieron golpes unos a otros, exiliando o asesinando a los fundadores del partido, y las distintas ramas del Baaz iraquí dejaron las calles de Bagdad llenas de muertos.

¿Y ahora qué?

Todos y cada uno de los cientos de grupos insurgentes que tomaron las armas durante la última década se inscriben en una de tres ideologías, considerablemente distintas entre sí. La primera es el nacionalismo laico. La segunda, el islamismo. La tercera, el yihadismo. Pocos conocen la diferencia entre estas dos últimas, entre otras cosas, porque los propios políticos y medios de comunicación no suelen saber distinguirlas tampoco.

Para hacerlo hay que viajar al siglo XX, cuando apareció en el mundo islámico un nuevo credo: el fundamentalismo. Este no era, como tantos creen, una idea atávica y medieval, sino que rechazaba el Islam medieval. Los fundamentalistas consideraban que el Islam clásico había sido demasiado pactista, dado que toleraba a las demás religiones impuestos mediante. El Islam medieval necesitaba hacerlo así, porque contaba con pocas tropas para sus conquistas y no podía permitirse llevarse mal con la población autóctona. Salvo estallidos ocasionales de brutalidad purista, como el de los almorávides o los almohades, pero el imperio musulmán había tenido que entenderse de entenderse con propios y extraños para poder expandirse y resistir.

Pero con la decadencia del mundo islámico a partir del XVIII, el fundamentalismo ganaría fuerza hasta eclosionar, paradójicamente, durante el siglo XX. Buscaba recuperar el favor divino a través de la pureza doctrinaria, y lo hizo de dos maneras. La primera fue el islamismo, que planeaba ganar elecciones y cambiar la Constitución. La segunda fue el yihadismo, por la vía de las armas.

El islamismo y el yihadismo son dos vertientes del fundamentalismo

Esta última fue la vertiente que iba a ocasionar más problemas. El yihadismo no solo rechazaba el Islam clásico, sino que tronaba también contra los propios islamistas: en la mente de un yihadista, competir electoralmente con otros partidos era un insulto a Dios, dado que solo existía un único representante de la voluntad divina. El yihadismo germinó lentamente durante los años 70, y se activaron a partir de los 80 cuando, entre otras cosas, descubrieron la técnica del atentado suicida gracias a la instrucción recibida por el Irán de los Ayatolás.

En Siria, la historia de estas tres ideologías rebeldes (nacionalistas, islamistas y yihadistas) fue notablemente caótica de seguir. Los nacionalistas e islamistas se agruparon en 2011 en torno al Ejército Libre de Siria, un gigantesco grupo paraguas que recibía apoyo y armamento de Occidente (a través de Qatar y Arabia Saudí) en dosis ciertamente tacañas, a cuenta de los miedos de Washington a que las armas acabaran cayendo en manos radicalizadas. Sin embargo, esta prudencia no hizo otra cosa que fortalecer a los radicales, dado que estos recibían sus armas del resto de países del Golfo y pronto estuvieron en condiciones de asaltar directamente los arsenales de los moderados y hacerse con las suyas, como ocurrió en diciembre del 2013.

El que hoy es líder de la Siria insurgente, sin embargo, vino de un grupo radical que operaba en el país vecino. Se trataba del Estado Islámico de Irak, el ISI, una banda de yihadistas que no eran locales sino internacionales, centrada en exterminar a los musulmanes de la rama chií que dominaban Irak. El ISI estaba franquiciado con Al Qaeda, aunque sus carnicerías contra musulmanes le valían duras reprimendas por parte de Bin Laden. Cuando en el 2011 se desató la guerra civil en Siria, el grupo envió allí a uno de sus paladines, el sirio Mohammed al-Julani.

Al-Julani, sin embargo, no tenía intención de seguir aplicando el oscuro guión del ISI. Era discípulo de Abu Ahmed al-Suri, un ideólogo que publicitaba una Yihad basada en alianzas con otros grupos y la prestación de servicios sociales. Esto no iba a tardar en percibirse: aunque los milicianos de Al-Julani podían encarcelar y asesinar sin problema, su estilo de mando en Siria era más bien pactista. En Raqqa, las mujeres podían tener que ir cubiertas a clase, pero podían ir a clase y formar asambleas democráticas de corte feminista. Esta combinación de magnanimidad y manutención, unida al hecho de que sus tropas eran bravas y recibían no pocas armas del Golfo Pérsico, le dio a la banda de Al-Julani una clara ventaja frente a las tropas de Al-Assad y los rebeldes moderados del ELS.

Pero tanto éxito resultó peligroso. Sus antiguos jefes en el ISI iraquí envidiaron sus conquistas y le exigieron, en abril de 2013, que se las cediera a la banda madre. Al-Julani se negó. Entonces el ISI dio un golpe de Estado dentro de los territorios sirios de Al-Julani, logrando engullir más de la mitad de estos. El ISI añadió la «S» que le faltaba a su nombre. Comenzaba el reinado del ISIS.

La habilidad de Al-Julani para entenderse con quien pensara distinto le ayudó durante las hostilidades

Fue un reinado intenso pero breve: el ISIS se hizo tantos enemigos que acabó cayendo en una cruzada de todos contra uno y uno contra todos. Aquel «califato» despiadado se hundió entre el 2017 y el 2019. Al-Julani, por el contrario, sobrevivió con su banda, que quedó gobernando un pequeño territorio en el norte del país, en Idlib. Aunque no propugnaba la democracia precisamente, y algunos opositores o minorías pudieran ser encarcelados o desposeídos, no era tan diferente a las taifas controladas por los rebeldes nacionalistas o los kurdos, y la habilidad de Al-Julani para entenderse con quien pensara distinto iba a ayudarle cuando se reiniciaran las hostilidades.

Esto ocurrió a finales del 2024, probablemente cuando su banda logró el beneplácito encubierto de Turquía, que supervisaba la zona tras un pacto con Rusia para congelar el conflicto. Fue un avance relámpago contra las fuerzas del régimen, que, desmotivadas, dieron orden de retirada. En su avance, Al-Julani se aseguró el apoyo no solo del resto de grupos rebeldes sino de laicos, mujeres y minorías que en otro tiempo le habrían temido. Fue así como los alauitas no se interpusieron en su camino y los drusos le ayudaron a tomar la capital. La promesa adicional de no perseguir a los miembros de bajo rango de la policía y el ejército le ayudó a evitar resistencias de última hora.

Al final del día, la apuesta de Al-Julani por el pacto había resultado más útil que las campañas de terror desatadas por el ISIS. Ahora, abandonaba su apodo de guerra y se hacía llamar por su nombre real, Ahmed al-Sharáa, de cara a una futura cita electoral. De cumplir con ella y con la inminente disolución de todas las milicias en un ejército nacional de nuevo cuño, la guerra de Siria habrá acabado de una forma sorprendentemente ordenada, una que pocos habrían podido predecir, con un yihadista logrando la victoria al rechazar su credo inicial y apostar por el islamismo.

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