Aleluyas de extrarradio
Yerran quienes reducen el auge evangélico madrileño a moda ultramarina, soslayando que es, entre otras cosas, una respuesta funcional para aquellos que necesitan pertenencia, lenguaje moral y ayuda concreta.
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El asunto ya no cabe en el cajón de las anécdotas. Un reportaje reciente de Lucía Franco en El País ha puesto números a una cuestión que llevaba tiempo contándose en sordina. En Madrid se han abierto medio millar de templos evangélicos en cinco años, más o menos el número total de parroquias católicas. Ya quisieran no pocas franquicias este ritmo de inauguraciones, que deja una media de uno cada cuatro días. El extrarradio madrileño se convierte así en un cafarnaúm de naves herrumbrosas y bajos con nombre de promesa divina. Carabanchel va en cabeza con sus 86; Alcalá de Henares suma 43; Móstoles, 38; Fuenlabrada, 36; Parla, 35… ¡Nada mal para una época que presume de laica!
Sobra decir que no se entiende la partitura si no se atiende al coro. Uno de cada siete habitantes de la Comunidad de Madrid son latinoamericanos. El viejo bastión católico de ultramar trae ahora un evangelismo de acento mestizo y carácter popular. Entra uno a un culto de barrio y ve al machaca con su mejor jersey y a la interna sin cofia, al padre de familia que ha cambiado la botella por la Biblia y a la abuela que canta porque al fin alguien la escucha. No hacen falta mármoles ni oropeles cuando se tiene un teclado Yamaha, una batería electrónica y unas cuantas voces que entonan salmos hasta enronquecer. No es menor lo que ofrecen los evangélicos a quien se alcoholiza o embrutece: orden de campamento, socorro de vecino y calor humano.
Claro que también hay zonas en sombra. El crecimiento a la carrera deja un rastro de licencias chapuceras, líderes con más carisma que formación y mercachiflería a manos llenas. El busilis está en la flexibilidad: donde una parroquia necesita una estructura lenta, acendrada en los siglos, una congregación evangélica levanta una célula en un salón con diez sillas y un grupo de WhatsApp.
La tesis de que las sociedades se secularizan como quien pierde el pelo con los años ha quedado para el recuerdo
La tesis de que las sociedades se secularizan como quien pierde el pelo con los años ha quedado para el recuerdo. Peter L. Berger, que firmó la partida de defunción de lo sagrado en 1967 con The Sacred Canopy, hubo de corregirse con elegancia tres décadas después. Como señaló en The Desecularization of the World (2008), el mapa es más caprichoso de lo que dictan los manuales. El futuro es del islam político, el hinduismo nacionalista y, por supuesto, el cristianismo evangélico. Conque, ¿desecularización? Nada que no supieran Homero y Ovidio: lo divino, cuando aparenta tomar las de Villadiego, en realidad se disfraza de otra cosa.
La secularización fue el deshielo de un glaciar milenario que dejó una llanura regalada, que diría el influencer inmobiliario Juan Travesedo, para levantar urbanizaciones del progreso. Pero sucedió lo de siempre: cambió el tiempo, el hielo bajó otra vez por el valle y de pronto asomaron campanarios donde ya corrían patinetes. Así las cosas, Habermas, en su paper Notes on Post-Secular Society, ha defendido que la modernidad ha de arrimar la silla y dejar sitio en la mesa: la razón ilustrada no es la dueña única de la cocina. Hans Joas ha insistido en el poder de lo sagrado para vincular a las personas en tiempos de anomia y Charles Taylor ha descrito con paciencia la tensión entre desencantamiento e imaginación moral. No es que el mundo vuelva a encantarse como si apretáramos un botón; más bien advertimos de que sin un cierto espesor ritual la vida languidece y queda exangüe. De ahí que tantos se lancen a lo trascendente con la premura de quien busca un enchufe en Barajas.
Conque se canta a voz en grito en los bajos donde antes hubo talleres o mercerías. Que además de política de cuidados, por así decirlo, haya abusos y picaresca parece inevitable. ¿Deben exigirse transparencia y cumplimiento de normas? Faltaría más. Pero confundir el conjunto con sus sombras es como juzgar un libro por las tapas. Por eso yerran quienes reducen el auge evangélico madrileño a moda ultramarina, soslayando que es, entre otras cosas, una respuesta funcional para aquellos que necesitan pertenencia, lenguaje moral y ayuda concreta.
Los campesinos del Mezzogiorno y la Lucania solían repetir que Cristo se detuvo en Éboli, pues la alfabetización y el progreso nunca rebasaron sus lindes. Esto inspiró a Carlo Levi el título de su mejor novela. En Madrid sucede al revés: Cristo llega mejor al extrarradio. En esa nueva Éboli fluye lo sagrado en cánticos que escapan al silencio institucional. No se quejen de que la ciudad se convierte en un archipiélago de credos quienes siguen pasando por alto lo comunitario. Cada culto que enciende sus focos en un bajo de Carabanchel o en una nave de Móstoles, al socaire de un pastor con micro y en pantalones vaqueros, recuerda que hay demasiada gente buscando a tientas un lugar donde no sentirse sola.
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