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Salud

Santiago Moreno

«Con los pacientes de SIDA aprendí que hay información que hay que saber dar»

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21
agosto
2025

Si pudiera viajar atrás en el tiempo y plantarse de nuevo en 1984, volvería a elegir la especialidad de enfermedades infecciosas. El doctor Santiago Moreno, jefe de este servicio en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid, lo tiene claro, a sabiendas de que esa elección le supuso debutar en esos años de espanto en que el sida era una sentencia de muerte segura y no había nada capaz de frenar con verdadera eficacia la replicación de un virus, el VIH, de cuya prueba diagnóstica se cumplen ahora cuatro décadas. Y no lo dudaría tampoco pese a que hace justo cinco años se expuso más que la media a la COVID-19 y la infección le colocó al borde de la muerte. Pudo entonces confirmar como paciente grave lo que siempre pensó como médico sano: que el profesional debe decir siempre la verdad, pero tratando de ser positivo y fijándose en aspectos que van más allá de la propia patología.


Entre tantos microorganismos estudiados y tratados, se puede decir que dos virus han marcado su trayectoria. El VIH que causa el sida cuando empezaba y el coronavirus que puso el mundo patas arriba y en su caso casi se lo lleva por delante.

Son virus responsables de dos pandemias muy distintas. Cuando hice la residencia en el Ramón y Cajal no había VIH, sino solo sida, porque aún faltaban un par de años para que se identificara al virus responsable. El contacto con aquellos pacientes tan marcados por el estigma pronto me hizo ver algo que luego he confirmado en mi propia experiencia como paciente. Ese algo es que el enfermo, da igual el grado de enfermedad, precisa que el profesional se ocupe no solo de tratarle, curarle, sino también de otros aspectos más humanos, incluyendo la atención a la familia. Durante la pandemia de COVID-19, había una herramienta que, con determinados datos, estimaba el porcentaje de riesgo de muerte. Superada la enfermedad, hice el cálculo y la cifra me dejó helado: 97,5%. Menos mal que no lo supe cuando estaba ingresado. Si alguien me hubiera dicho o me hubiera propuesto ver a un cura, habría muerto en ese momento. No es paternalismo. Es que hay información que hay que saber dar. Lo aprendí desde que empecé a tratar a los pacientes con SIDA.

«El enfermo requiere también aspectos más humanos, incluyendo la atención a la familia»

¿Recuerda su primer enfermo de SIDA?

Perfectamente. Aún no estaba en infecciosas. Yo era un residente que rotaba por diferentes especialidades, y conocí a un chico que era peluquero, de Córdoba, y que mantenía una relación con otro chico que era brasileño. Hablo de un tiempo en que una pareja de chicos que no se ocultaba era algo excepcional. Aquel muchacho llegó muy malito al hospital. Tenían ambos unas adenopatías (ganglios linfáticos inflamados). Hablé con un amigo cirujano, compañero mío de residencia, y se le hizo una biopsia de la adenopatía y ahí se veía que era la arquitectura típica de las adenopatías asociadas al sida.

¿Cómo ha ido evolucionando aquella relación tan intensa con el paciente con VIH?

Lo vivido con el sida en los ochenta y bien avanzados los noventa fue de una tremenda dureza y al mismo tiempo la experiencia profesional más gratificante que uno pueda imaginar. Cuando uno quiere dedicarse a esto de ver pacientes imagina, como un ideal, al médico antiguo que iba a un domicilio, se sentaba en la mesa con la familia, hablaba con ellos… Los médicos que nos dedicábamos al VIH o sida éramos, al principio, justamente eso. El sida estaba cargado de todo el estigma social que se puede echar sobre una enfermedad. No podían comentarlo en ninguna parte y eso nos convertía a los facultativos, muchas veces, en el único interlocutor de su enfermedad. Eso ha cambiado porque las necesidades ya no son las mismas. Ahora viven bien y saben que va a ser así lo que les quede de vida. Dicho esto, se sigue estableciendo un tipo de complicidad especial, basada en una relación de mucha confianza. Es así porque nunca se sienten juzgados. Y da igual que les hayas diagnosticado muchas infecciones de transmisión sexual o que te hayan contado que utilizan drogas para el sexo. Actualmente se atiende a chicos que vienen a la consulta a buscar la profilaxis pre-exposición.

«[Durante la crisis del SIDA] los facultativos éramos, muchas veces, el único interlocutor de su enfermedad»

Ahora cuesta creer que aquella generación de médicos que trató los primeros casos de sida en España tuviera también energía para probar tantas nuevas terapias en tan poco tiempo.

La mayoría éramos muy jóvenes y estábamos muy motivados, con mucho idealismo, cierta inconsciencia y una ausencia total de prejuicios que compañeros mayores sí pudieran tener… Nos preocupábamos por entender qué estaba pasando en nuestro medio y en qué medida podíamos mejorarlo. Si veíamos que la tuberculosis o la hepatitis C eran un gran problema asociado al VIH, surgían legiones de profesionales jóvenes dispuestos a investigar estas complicaciones o a probar nuevas moléculas en ensayos clínicos. El sida hizo avanzar muchas cosas: el manejo de otras enfermedades, el nacimiento del asociacionismo entre los pacientes…

¿Viviremos para ver el final del VIH?

No sé. Nunca se verá el fin del VIH como la eliminación de la viruela. Para eso haría falta una vacuna que tuviera el nivel de efectividad de la vacuna de la viruela. Estamos lejos de tener algo así. Todos los intentos han fracasado y no hay en el horizonte algo muy prometedor, pero nunca se sabe. Puede ser que ahora con la plataforma de ARN mensajero encontremos algo. Lo que sí vamos a ver es al VIH con una caída gigantesca en el número casos nuevos. Si ahora se diagnostican cada año en España unos 3,000, no pasará mucho tiempo hasta que se reduzca a unos 200. No es erradicación pero supone un control extraordinario gracias, por un lado, a que podemos dar el tratamiento antirretroviral a todos los pacientes diagnosticados evitando así que transmitan la infección y, por otro, a la profilaxis pre-exposición, ámbito en el que se están produciendo grandes avances.

Parece casi más difícil alcanzar el nivel cero de estigma.

No se va a eliminar igual que no se ha eliminado el estigma de la lepra, ni siquiera el de la tuberculosis o el de la meningitis meningocócica. Si un niño en el colegio hace una meningitis meningocócica, los padres se pueden manifestar en la plaza del pueblo y mirar mal al niño que puede infectar al suyo. Toda enfermedad infecciosa que supone un riesgo de contagio, de transmisión al sano, está estigmatizada de una manera que no se encuentra en otras enfermedades.

Con la excepción de las enfermedades mentales, ¿no?

Efectivamente, pero hay un matiz. Dices, por ejemplo, que padeces esquizofrenia y el otro piensa que qué mala suerte. Si dices «soy VIH positivo», piensan lo mismo, pero en algunas mentes persiste un añadido: qué habrá hecho este o esta para tener una infección como esa. No es el estigma de hace dos o tres décadas, pero es un aprendizaje aún pendiente.

«En la pandemia se tendría que haber actuado con mucha más precocidad y de manera más radical»

Hablando de aprendizajes pendientes, ¿cuáles debemos sacar de lo vivido con la otra gran pandemia del último medio siglo, la del COVID-19?

Debo aclarar que no soy especialmente crítico con la actuación técnica y sanitaria que se tuvo aquí en su momento desde las autoridades ni antes ni durante el confinamiento, al margen, claro, de los que aprovecharon aquella situación para hacer negocios. Sin duda, se podría haber hecho mejor. Por ejemplo, en una pandemia es capital actuar rápido porque eso puede salvar muchas vidas y limitar su duración. Lo sabíamos por los datos que dejó la pandemia de gripe de 2009. Se tendría que haber actuado con mucha más precocidad y de manera más radical. Eso ha calado y, de hecho, con la viruela del mono, un problema mucho más limitado, se tardó solo día y medio en declararlo una emergencia de salud pública de importancia internacional.

¿Alguna lección para España en concreto?

Una clarísima: no se puede manejar una pandemia por comunidades autónomas. Debe ser a través de un organismo central que indica cómo proceder. Pero insisto en que no soy muy partidario de fustigarnos a toro pasado. ¿Hemos aprendido en caso de que aparezca una nueva pandemia de transmisión respiratoria? Tú y yo vamos a ver nuevas pandemias de este tipo, y es muy probable que la próxima sea de gripe en plan duro.

¿Siempre es mejor pecar por exceso a la hora de ser precavidos?

No digo yo que la primera medida a adoptar sea el confinamiento universal, pero sí medidas restrictivas y estrictas desde el principio de la amenaza. Con una nueva gripe que empieza a extenderse desde un país remoto no cabe esperar a que llegue a Francia o Marruecos para empezar a recomendar la mascarilla, controlar los aeropuertos o aconsejar el teletrabajo. Y hacerlo de forma tajante. Con la contundencia que le faltaron a la OMS o al Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades.

Como afectado grave de la COVID-19 se temió lo peor.

Fue una experiencia única porque fui muy consciente de que lo peor podía pasar. Dentro de lo ido que estaba en ese momento, sí me di cuenta, por ejemplo, de que me bajaban a la UCI y que todo se podía acabar ahí. Pensé que quizá me intubaran y temía que si lo hacían ya no me despertara. Felizmente amanecí al día siguiente.

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