Desigualdad

Los retos de un nuevo orden económico y laboral

¿Sería posible un mundo donde el trabajo tuviera una significación diferente y fuese valorado no en sentido económico sino existencial, como una actividad que nos enriquece y que genera un efecto transformador sobre el mundo y sobre los demás? 

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26
noviembre
2020

«Cuando el trabajo es un placer, la vida es una alegría; cuando el trabajo es un deber, la vida es una esclavitud». Maximilien Robespierre.

Desde la industrialización el trabajo no se valora más que por el beneficio que aporta y este, a su vez, está ligado indefectiblemente a los costes de producción. La globalización no ha hecho más que agudizar los efectos de este paradigma, al presentar la deslocalización cómo la solución más sencilla para reducir los costes de producción. Los costes sociales y humanos que comporta este modelo no importan. El desempleo, la falta y la pérdida de trabajo está cundiendo en amplias zonas del mundo y produciendo como efecto directo –como nos recuerda el Papa Francisco en su última encíclica Fratelli tutti y ya anunciara, hace casi cuarenta años Juan Pablo II en Laborem excerns (1981)– «la expansión, como una mancha de aceite, de los confines de la pobreza».

Precisamente la extensión progresiva de la mancha de aceite que supone la pérdida de empleo conlleva para la sociedad ocupada no solo un estado permanente de incertidumbre y miedo a perder el trabajo, sino otro de ansiedad permanente y un acentuado frenesí impulsado por la exigencia continua de alcanzar determinados resultados y objetivos, con la esperanza de un ascenso o cuanto menos del mantenimiento del puesto de trabajo.

La presión en el trabajo ha traído nuevos problemas de salud que actualmente sufren el 38% de los europeos y que supone un 3,4% del PIB europeo en costes directos e indirectos. Globalmente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que 700 millones de personas sufren enfermedades mentales. Además del sufrimiento personal, el Informe de Riesgos de 2020 del Foro Económico Mundial estima que las cuatro principales enfermedades no transmisibles –corazón, cáncer, diabetes y respiratorias– junto con las mentales han costado en la última década a la economía global aproximadamente 47 billones de dólares en tratamientos y pérdida de productividad. La enfermedad es pues una consecuencia directa de un sistema de sobreexplotación que guarda ciertas similitudes con los sistemas esclavistas en cuanto afecta a la libertad del hombre, a su capacidad de autodeterminarse.

La adicción al trabajo, como reacción psicológica, ante la inseguridad en la que vivimos, afecta a las relaciones personales, familiares y sociales y a la salud mental de la persona que la sufre llegando a provocar ansiedad, depresión e incapacidad de vinculación afectiva. En La sociedad del cansancio, el filósofo de origen coreano Byung-Chul Han afirma: «El sujeto se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse. Esta autorreferencialidad genera una libertad paradójica, que, a causa de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia. Las enfermedades psíquicas de la sociedad de rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica»

«La presión en el trabajo ha traído nuevos problemas de salud que actualmente sufren el 38% de los europeos»

Particular situación es la vivida por nuestros jóvenes, quizás la primera generación a lo largo de la historia que va a vivir –salvo excepciones– peor de lo que vivieron sus progenitores. La estabilidad en el empleo que conocieron nuestros padres proporcionaba una base para la seguridad y limitaba la incertidumbre a la hora de afrontar un proyecto de vida pero, como afirmaba Turow ya en 1996, «las verdades eternas del capitalismo –crecimiento, pleno empleo, estabilidad financiera, aumento real de los salarios, permitir que el mercado fije sus alternativas– están desapareciendo- al mismo tiempo que desaparecen los enemigos del capitalismo».

También el informe Petras –que realizó por encargo del CSIC James Petras, sociólogo y colaborador de Noam Chomsky, en 1995–, ya constataba hace venticinco años, que las nuevas generaciones de trabajadores, con empleos eventuales e infrapagados, ven como un imposible forjar un proyecto de vida personal o familiar; que la práctica generalizada de contratar y despedir, de hilar un contrato temporal con otro, crea un sentimiento de transitoriedad que mina los lazos personales y sociales, así como el sentimiento de autoestima; que, en la mayoría de los casos, los jóvenes alargan su vida de modo anormal en casa de sus progenitores, cargando a estos con obligaciones y deberes que ya no les deberían de corresponder.

Junto a la precariedad laboral –acentuada durante estas últimas décadas– y la deslocalización, que caracteriza a la economía real, basada en la producción, la distribución y la comercialización de bienes y servicios, está el fenómeno –diferenciado, pero ligado al anterior– de la economía financiera, basada no pocas veces en la especulación, con los peligros que ello encierra. Precisamente, cuando el beneficio del capital crece a base especulación, sin tener reflejo en la economía real, el sistema acaba por pervertirse y colapsar. Lo pone de relieve Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI (2013), cuando afirma que «la causa de la desigualdad no es otra que la forma en que se ha desarrollado el capitalismo, haciendo que la tasa de beneficio del capital sea sistemáticamente mayor que la tasa de crecimiento de la economía, que es la que beneficiaría a la mayoría de la gente»

El propio Samuelson afirmó que «los sistemas de mercado no regulados acaban destruyéndose a sí mismos» y son «la fuente primaria de nuestros problemas de hoy». Por eso, resulta urgente reformar el sistema para priorizar la economía real desde la ética y la honradez, y acabar con el too big to fail (demasiado grande para dejarlo caer), que fue el principio aplicado en la última crisis financiera.

«Los jóvenes serán la priemra generación en vivir peor que sus progenitores»

Como reflexiona el Papa Francisco en su última encíclica, «quizás la crisis financiera de 2007-2008 no se aprovechó para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia, quizás ahora de nuevo, con motivo de la pandemia, hayamos vuelto a comprobar lo frágil del sistema económico y el debilitamiento de los Estados nacionales, incapaces de dar soluciones válidas a la crisis que se avecina». Si no se quiere ver la realidad y no se actúa desde los estados y a nivel internacional, el delirio que impulsa la lógica del capitalismo así entendido –y que no ha hecho más que exacerbarse en este milenio–, puede acabar con el propio sistema económico al destruir la capacidad de consumo del tejido social en que se sustenta.

Pero no es solo la evolución del capitalismo ayudado por la globalización es lo que ha puesto en jaque al mercado laboral. Los avances tecnológicos –la robotización, la impresión 3D, la digitalización o la inteligencia artificial– ya integrados en muchos procesos productivos o en las transacciones internacionales y en continuo y exponencial avance, están ocasionando otra fuente de tensión para el mercado del trabajo, y conllevarán en los próximos años la amortización de millones de empleos.

Según el último informe para el futuro del empleo elaborado por el World Economic Forum, «en términos puramente cuantitativos, el cambio en la división del trabajo entre los seres humanos, máquinas y algoritmos puede desplazar 75 millones de puestos de trabajo». El informe prevé que para el año 2022, las máquinas realizarán el 62% de las tareas de búsqueda y transmisión de información y procesamiento de datos de una organización. Con respecto a su punto de partida actual, la participación de las máquinas en la ejecución de tareas de trabajo será particularmente notoria en las tareas de razonamiento y toma de decisiones, administrativas y de búsqueda de información. Incluso las tareas laborales generalmente realizadas por humanos en la actualidad –comunicación, interacción, coordinación, gestión y asesoramiento– comenzarán a ser asumidas por las máquinas, aunque en menor medida.

Se hace urgente repensar el sentido del trabajo, no ya como medio de producción, sino como medio de realización del ser humano esencialmente ligado a la identificación personal. El trabajo, como escribe Ryan Avent en La riqueza de los humanos: el trabajo en el siglo XXI” (2017) «no es solo un medio de obtener los recursos necesarios para llevar el pan a la mesa. Es también una fuente de identidad personal. Contribuye a estructurar nuestros días y nuestras vidas. Cuando el trabajo funciona cimienta la sociedad, da a las personas algo que hacer y las dota de sentido de pertenencia».

¿Sería posible un mundo donde el trabajo tuviera una significación diferente y fuese valorado no en sentido económico sino existencial como una actividad que nos enriquece y que genera un efecto transformador sobre el mundo y sobre los demás?  No parece sencillo siquiera imaginarlo. Sin embargo, la idea de repartir el trabajo existente a fin de tener más tiempo libre y complementar el salario con una renta mínima universal es una idea estudiada por algunos economistas que podría ayudar a paliar algunos de los efectos perniciosos de la situación a la que hemos llegado.

«Los robots y los algoritmos no podrán competir ni con la creatividad humana, ni con la empatía que puede transmitir un ser humano»

Como apunta Daniel Raventós en El primer monográfico sobre la Renta Básica (2013), «la primera ley social es, pues, la que asegura a todos los miembros de la sociedad los medios de existir…….Desde este punto de vista que puede calificarse de humanista (en oposición a lo económico o utilitarista, esto es, que considere al ser humano como ser vivo y consciente y no sólo como una pieza del engranaje económico), la noción de una renta universal básica tiene como uno de sus fundamentos la idea de que si una persona pudiera desprenderse por un momento de la preocupación de ganarse el sustento, tendría entonces un mayor margen de acción o de libertad para desarrollar su potencial como ser humano y realizar un trabajo fuente de enriquecimiento personal y servicio a la sociedad. Dicho en otros términos, se pasaría de únicamente buscar la mera supervivencia a emprender el camino de la vida auténtica, la vida en conciencia plena, la vida realizada».

Precisamente, los robots y los algoritmos no podrán competir ni con la creatividad humana, ni con la empatía que puede transmitir un ser humano. No podrán llorar, ni reír, ni abrazar, ni compartir. El informe para el futuro del empleo elaborado por el World Economic Forum al que antes nos referíamos prevé que, con motivo de las exigencias que impone el cambio tecnológico, pueden surgir nuevas funciones laborales, y no solo en el campo de las nuevas tecnologías, sino en aquellos caracterizados por rasgos distintivamente «humanos», en el campo de la salud, del ocio y el entretenimiento, de la cultura, del medio ambiente, de la comunicación y del servicio al cliente, del desarrollo organizacional, de la creatividad, o de la educación.

Por lo tanto la oportunidad está, como también apunta Piketty, en adaptarse a las nuevas demandas laborales, invirtiendo en formación, en capacitación y difusión del conocimiento, factores claves para reducir las desigualdades, a lo que también nos urge la encíclica Fratelli tutti: «repensar la solidaridad; pero no entendida ésta como simple asistencia a los más pobres, sino como repensamiento global de todo el sistema, como búsqueda de caminos para reformarlo y corregirlo de modo coherente con los derechos fundamentales del hombre». Eso tiene su encuadre en el objetivo 8 de la Agenda 2030, centrado en la creación de oportunidades de trabajo decente y en un crecimiento más sólido e inclusivo que permita reducir las desigualdades.

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