Gilles Lipovetsky
«Ninguna civilización ha podido ignorar la ligereza»
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Los museos de cera, los centros comerciales, las camisetas de «Alguien que me quiere mucho estuvo en Benidorm y me trajo esta camiseta», el mismo Benidorm, el gazpacho de Belén Esteban, las figuritas que las abuelas tienen decorando el salón, Donald Trump, las películas de Almodóvar, los Funko Pops y las hamburguesas XXL. Todos estos elementos, aunque parecen muy dispares entre sí, poseen una cualidad común, una característica tan presente como indefinible: todos ellos son manifestaciones del ‘kitsch’. Trazar la historia de este término, a medio camino entre la estética, la cultura de masas y la contracultura, es la misión del libro ‘La nueva era del kitsch: ensayo sobre la civilización del exceso’ (Anagrama), el último ensayo del filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky y el crítico de cine Jean Serroy.
Comenzaré con una pregunta muy simple: ¿qué es el kitsch?
No es una cuestión simple, porque el concepto de kitsch es polisémico. Hay dos ejes que permiten comprender lo que es. En primer lugar, podemos entenderlo como un estilo particular que en francés llamamos «le tap-à- l’œil», todo lo que está hecho para llamar la atención [«excéntrico», «extravagante», en castellano]: lo sobrecargado, lo de mal gusto, el exceso, la mezcla de estilos, el disparate. Es una suerte de neobarroco que toma formas muy diferentes, en el que también entra la dimensión del sentimentalismo y del melodrama. En segundo lugar, entendemos el kitsch como lo barato, la copia, la reproducción industrial de modelos de prestigio. Entonces, por un lado, es una categoría estética y, por otro, una categoría industrial, tecno-industrial o tecno-económica-industrial. En cualquier caso, hay muchas dimensiones del término, por eso es un libro tan grande.
«El kitsch no es un espejo embellecedor que traiciona, puede servir para contar desde otra perspectiva»
Al principio, el término kitsch se refería casi siempre a objetos físicos como figuras o bibelots, objetos producidos en masa, pero después se convirtió en un elemento fundamental de los mass media, por ejemplo, las fotonovelas o el cine. Hoy, en el consumo cultural y estético aparece la idea de la experiencia: ver o escuchar no es suficiente, hay que vivir la experiencia. ¿Qué podría ser una experiencia kitsch?
Entrar en un lugar muy recargado, como una tienda con muchas luces y colores, puede ser una experiencia kitsch porque hay exceso y mezcla de cosas. Pero no toda experiencia [así] es kitsch. Por ejemplo, estamos cerca de las Navidades, con la decoración navideña que tiene muchas luces, colores, muchas cosas, decoraciones cargadas. ¿Es esto una experiencia kitsch? Yo creo que no, porque en Navidad hay un componente tradicional, y tiene algo de encantador. Es recargado pero no tenemos la experiencia del demasiado.
Vivimos en una sociedad del exceso a todos los niveles: exceso de información, de estímulos sensoriales, de objetos materiales. Cada vez va a más, crece y crece y parece imposible ver el final. ¿Cree que es posible el fin del exceso?
Para entenderlo bien, hace falta mirarlo desde la distancia, que es lo que hace el libro. El kitsch nace en torno a 1860 como algo pequeño: figuritas, copias de muebles… Al principio no tiene una difusión de masas, se limita a la pequeña burguesía. Pero lo que comenzó como una experiencia a pequeña escala acabó siendo una experiencia de masas. Ahora el kitsch, lo falso, está en todos los sitios, desde los árboles o el césped falso que encuentras en cualquier supermercado hasta el nail art, porque ahora el kitsch, que antes estaba solo en los objetos, está también en el cuerpo. Antes el emblema del kitsch era el salón burgués, el sweet home. Ahora lo tenemos por hectáreas: centros comerciales, todos los espacios de Disney, casi todos los contenidos de Netflix, la alimentación… Hemos pasado, y esa es la tesis de un libro, de una estética a un mundo kitsch.
Un mundo en el que el kitsch es ya la norma…
Este fenómeno ha llegado a sectores a los que antes no llegaba. Pongamos un ejemplo: el lujo. El lujo tradicionalmente es lo contrario al kitsch, es el buen gusto, lo caro, lo que tiene valor. Pero ahora tenemos un kitsch deluxe, como el que ejemplifica el bolso con forma de paquete de patatas fritas de Balenciaga. ¿Que cuál es el fin del kitsch? No lo hay. En las grandes ciudades está por todos los sitios: camisetas en Barcelona que ponen «I love BCN», en París igual, en Londres igual… Hasta Trump lleva una gorra kitsch y se viste así. Todos los espacios que antes eran lo contrario al kitsch han sido colonizados por él, y esto va a continuar porque el kitsch nos hace bien, es divertido.
«Donald Trump es el personaje kitsch perfecto»
Frente a este exceso omnipresente, algunos piden sobriedad, incluso otorgándole un componente de superioridad moral a ese «minimalismo». ¿Asociamos lo kitsch a la depravación moral?
Para mí no, para mí el kitsch es una categoría estética o económica que responde a una necesidad de diversión y facilidad. Para mí la depravación moral es otra cosa y c que no debemos criticar el kitsch, sino su exceso. Todo el kitsch no es necesariamente malo, los más críticos con él lo han reconocido. En España, Almodóvar es un cineasta considerado como magnífico y a la vez totalmente kitsch, y ni es malo ni mucho menos se le ve como depravado moral. Pasa lo mismo con Fellini, con Jean Paul Gautier, con Wagner, en Mahler… Kundera dice que el kitsch es una mentira porque esconde, perdón por la expresión, la mierda; en el kitsch todo es bello. Es una estética que sirve para esconder el horror y, por eso, hay una cierta crítica moral con relación a él, pero no es mi análisis. Creo que lo que dice Kundera es real en algunos casos, pero el kitsch también puede ser crítico, como sucede precisamente con Almodóvar. El kitsch no es un espejo embellecedor que traiciona, puede servir para contar desde otra perspectiva; se puede jugar con él sin esconder el drama. Muchos artistas usan el kitsch para denunciar el lujo, el consumo, las marcas, la publicación… Criticarlo por criticarlo no tiene sentido, porque no es algo homogéneo.
¿El exceso también llega a la política? Ha mencionado usted a Trump…
Donald Trump es el personaje kitsch perfecto. Habla de sí mismo, todo lo hace exagerado y falso; ha hecho una política de falso. Sus hoteles con su nombre gigante, sus extravagancias… es el contrario de la reina de Inglaterra, que también era kitsch con su respeto las tradiciones inglesas, pero no de forma chocante, porque era la continuidad de una tradición. En Donald Trump hay un narcisismo hiperbólico.
El poeta Juan Ramón Jiménez habló de la «inmensa minoría» para separarse de las grandes masas. Lo popular y lo pertinente a las masas ¿acaba siempre devaluado frente a lo que se percibe como único, pequeño y culto?
Hoy en día, la cultura popular es la cultura consumista. Es kitsch porque está hecha para el placer, porque vendemos mejor lo que es fácil. Podríamos decir que este kitsch es el contrario de la vanguardia, es lo comercial, porque no está hecho para elevar la conciencia, para hacernos más inteligentes o crear estilos nuevos, sino para ganar dinero en base a copias de mala calidad sin ambición estética ni intelectual. Esta cultura popular y consumista denunciada por los intelectuales con un cierto número de buenas razones; no se puede hacer elogio de las cosas de pacotilla. Ahora bien, ¿esto es suficiente para denunciar la cultura popular, que haya muchas cosas malas? Yo creo que no. Olvidamos todo lo que ese kitsch ha traído de positivo. Ha permitido que nos descolguemos de tradiciones, que se genere autonomía en los gustos de las personas. La cultura popular ha tenido un enorme impacto en la llegada del neoindividualismo, esta cultura nos ha arrancado de las tradiciones comunitarias y religiosas y nos ha traído nuevos modos de vida, aunque la cultura kitsch no participa de un mundo totalitario, sino que convive con otras prácticas de sobriedad, de salud, de desarrollo personal.
En el libro, a menudo hablan del entretenimiento como una característica casi antropológica de la humanidad. ¿La frivolidad es necesaria para vivir?
Yo creo que sí. Fijémonos en el período en el que estamos viviendo, que no es un período ni mucho menos divertido: la crisis climática; la revolución Trump que acelera todavía más la devastación del planeta; Putin y el retorno de la guerra en Europa; millones de personas que quieren venir de África a Europa… Estamos en un período trágico y creo que la frivolidad, la ligereza, son necesarias. Ninguna civilización ha podido ignorar la ligereza, la necesitamos para respirar. En otras épocas, la Iglesia lo sabía; el Carnaval, por ejemplo, era un modo de poder respirar. Ahora bien, es necesaria con la condición de que no impida la reflexión crítica. La ligereza no debe ser sinónimo de ausencia de lucidez.
«La ligereza no debe ser sinónimo de ausencia de lucidez»
Precisamente de eso trata el siguiente tema que quiero plantear: esa cara B de la frivolidad, que puede acabar estando demasiado presente e impedirnos ir más allá de las cosas, obligarnos a quedarnos en la superficie.
Esa es exactamente la posición del libro. La frivolidad y el kitsch no están mal, son necesarios, pero sin duda, hoy, en la sociedad del hiperkitsch, hay demasiado kitsch. El problema es que la denuncia a este respecto por parte de los intelectuales no me parece justa, porque si hay demasiado kitsch es por nuestra culpa. En los colegios y en las familias no se trabaja para no sobrepasar el exceso; hay que atacar la estructura que hace que la gente consuma en masa cosas de poco valor, y esa estructura está en el sistema educativo, porque lo hacen por estar poco formados para apreciar. Hay que criticar al sistema educativo, que es el que no nos enseña a entender y valorar el kitsch en su justa medida.
La slow life, que emerge en reacción a la sociedad de masas y a la hiperproducción, ¿es incompatible con la supervivencia del kitsch?
El kitsch es una estética: lo que hay que criticar son los productos hechos en masa que amenazan el planeta, no la estética de esos productos. Tenemos buenos ejemplos de diseño sostenible con esta estética; si hacemos un mueble de madera tratada de forma sostenible, ¿por qué no aplicarle un diseño kitsch? Necesitamos el kitsch, necesitamos soñar con estas imágenes. El combate por un planeta limpio y sostenible y un desarrollo duradero es el combate verdadero; pero creo que no es incompatible con el kitsch.
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