Pensamiento

«Vivimos en una tensión permanente entre querer estabilidad y querer aventuras»

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02
julio
2024

El ensayista y consultor Antonio G. Maldonado (Málaga, 1983) considera que las ganas de saber más son lo más primordial que tenemos. El escritor conversa con Ethic a propósito de su nuevo libro, ‘Los sentidos del tiempo: apuntes desde el asombro’ (La Caja Books, 2024), un ensayo muy particular en el que dilucida sobre la sed de conocimiento, la idea del tiempo histórico y el perpetuo asombro de la vida.


En el libro llama mucho la atención el uso del humor y las anécdotas personales para hablar de algo tan presuntamente objetivo y neutral como el conocimiento y, más concretamente, el conocimiento científico. ¿Crees en las fronteras entre ciencia y personalidad?

Ese es uno de los grandes debates de la historia del conocimiento, de la epistemología. Hubo, de hecho, un debate intelectual a propósito de ese tema entre Einstein, que decía que el conocimiento era objetivo, y otros científicos, que decían que nuestra experiencia es la única manera de acceder al conocimiento y que la subjetividad tiene un papel. Yo tomo un punto de partida especulativo desde mi propia experiencia, que es el único vehículo que tengo para conocer, para estar aquí, para asombrarme, para entristecerme… Como escritor, como persona que reflexiona sobre lo que sucede y sobre lo que me preocupa, me parece que la experiencia no puede ahogar toda la reflexión, pero sí tiene que estar presente. No significa que la experiencia sea algo exclusivo, sino que lo individual se convierte en lo universal; la experiencia es propia pero entiendo que puede ser compartida. Me muevo en esas fronteras entre la ciencia como paradigma exacto y la experiencia personal como todo lo contrario, como el reino de los vivos. Eso es algo que, desde fuera, todos contemplamos con fascinación.

«La experiencia no puede ahogar toda la reflexión, pero sí tiene que estar presente»

¿La subjetividad en el conocimiento es entonces algo malo, bueno o inevitable?

Yo creo que es inevitable, porque solo tenemos ese vehículo para acceder al conocimiento. Distinto es que cuando el conocimiento alcanza un nivel de objetividad evidente uno imponga su subjetividad ante ello. Eso es algo que vemos a diario en política con la supremacía de las emociones ante la razón: ahí entraríamos en un muro patológico de subjetividad. Yo hablo de otra cosa, de la reivindicación de la experiencia y de nuestro papel en el mundo. Nuestra experiencia importa, pero eso está llamado a vivir en una tensión con la objetividad. Si todo está ya dicho y calculado parece que nuestro papel es muy estrecho o inexistente… Por ello yo reivindico la experiencia como una manera no tanto de imponer mi subjetividad ante un universo objetivo cuyas verdades no me gustan sino como una manera de vivir esas verdades.

Internet nos ha traído la democratización absoluta del conocimiento y a la vez la lucha diaria contra una supraentidad que, presuntamente, sabe más que nosotros: la máquina. ¿Ha roto internet la idea del conocimiento como algo meramente humano y a lo que se puede llegar mediante el trabajo y la investigación?

Hay pensadores y científicos que ya están demostrando que ese conocimiento a golpe de clic está reduciendo nuestra propia capacidad de reflexión y esfuerzo cognitivo. Yo, sin embargo, soy optimista: todo lo que nos ha traído internet desde el punto de vista del conocimiento es positivo, porque, entre otras cosas, ha recortado plazos y costes de acceso a la investigación. Si bien reconozco los aspectos nocivos que puede tener a la hora de plantear de qué forma producimos y accedemos al conocimiento, en general creo que es positivo. Yo no podría escribir nada de lo que escribo sin internet.

¿Buscamos ahora las respuestas en esa supraentidad que está por encima del bien, del mal y del error humano? ¿Existe siquiera esa supraidentidad realmente?

Es internet y en mayor medida es lo que puede hacer la inteligencia artificial. Pero esto es algo que viene de muy antiguo: desde el oráculo de Delfos ya se buscaba el conocimiento infalible. Es una aspiración que está con nosotros, casi un impulso antropológico, ese buscar algo que nos evite el error y el dolor, que en realidad es lo más humano que hay. Lo veo como una tensión irresoluble. Sí me preocupa, desde un punto de vista social, que el avance científico-técnico tan extraordinario que estamos viviendo pueda leerse como que ya está todo dicho y encontrado, como que ya podemos cruzar los brazos. Ese es un error que se ha cometido a lo largo de la Historia: Lord Kelvin dijo que la física había terminado su recorrido y que no quedaban grandes cosas por saber pocos años antes de gran revolución de esta ciencia. Esa pulsión por decir que ya está todo dicho e investigado y que solo es cuestión de afinar es algo que se ha hecho a lo largo de la Historia, y la propia Historia lo ha ido desmintiendo. Quizá estamos viviendo un momento parecido: parece que las máquinas nos van a decir todo, y no es así. Lo que reivindico en el libro es que, en este mundo en que parece que sabemos todo, el misterio sigue siendo el mismo que el primer día.

«En este mundo en que parece que sabemos todo, el misterio sigue siendo el mismo que el primer día»

¿La supuesta objetividad de internet ha creado una falsa idea de que el conocimiento es absoluto?

Sí, creo que es uno de los efectos menos visibles de la IA, pero uno de los que más me interesa. En el libro cuento alguna anécdota personal al respecto, algún ejemplo, como cuando el coche detecta que estás cansado y a lo mejor no estás cansado, pero tienes tendencia a creer al coche antes que a ti mismo por lo finos que son sus instrumentos… O el chiste en que el muerto se levanta durante el velatorio y dice «¡No estoy muerto!», a lo que el cura le responde «sí, hombre, va a saber usted más que el médico». Eso es lo que veo que está pasando. Me preocupa que todo eso ahogue nuestra potencial participación o que desanime nuestra voluntad. Llega un momento en que creemos que todo está resuelto y por tanto que el papel de nuestra experiencia es menor, pero no es así, esa sensación es falsa.

Ya que nunca vamos a llegar al conocimiento total, ¿es inútil esforzarse por aspirar a ello?

Es una aspiración legítima que nos hace avanzar, una especie de juego, como si fuéramos niños en una yincana en la que una aventura te lleva a otra. Ese impulso por saber no debemos perderlo nunca. Precisamente ahora que pensamos que todo está resuelto, yo insisto en decir que el juego no se ha acabado, que la aventura sigue. Esa aspiración, aun sabiendo que no vamos a conseguirla, merece la pena, y es uno de los incentivos vitales más maravillosos tanto a nivel subjetivo y como colectivo. Ese querer saber y mejorar, como un lector de novela negra que busca desentrañar el misterio…

¿Escribir o crear es buscar siempre el conocimiento, ese más allá?

Yo creo que sí. Es una apelación a ese más allá, a esas verdades ilusivas que se nos escapan. En el fondo, muchas de las acciones creativas y de reflexión tienen que ver con eso, con esa inquietud de fondo que está ahí y nos impulsa.

«Muchas de las acciones creativas y de reflexión tienen que ver con esa inquietud de fondo que está ahí y nos impulsa»

«Aquello que desbarata lo previsto me traía esperanza», afirmas al principio del libro. ¿No piensas que desde la pandemia nos hemos asustado de lo imprevisto, precisamente porque un gran imprevisto nos quitó la esperanza?

Vivimos en una tensión permanente entre querer estabilidad y querer aventuras, nuestro espíritu romántico y nuestro espíritu ilustrado. Lo imprevisto tiene que ver con el deseo de aventuras y de traspasar límites, y la pandemia fue un momento en el que añoramos lo contrario, la estabilidad y la rutina. Además, de ella nos salvó lo más racional, la investigación científica. Cuando hablo de lo imprevisto no hablo desde un punto de vista cotidiano, social o material, sino desde un punto de vista epistemológico, como reto intelectual y espiritual, en el que el horizonte de posibilidad se ensancha. La pandemia hizo lo contrario: no expandió nuestro horizonte, sino que lo redujo. Hablo más bien de imprevistos en el ánimo y no en lo cotidiano. Yo valoro mucho mi rutina, pero desde un punto de vista mental creo que nuestra sociedad está falta de cierto ánimo de progreso en el sentido de avanzar, porque el camino es un proceso colectivo. Creo que eso tiene mucho que ver con la falta asombro.

También dices que «lo horro­roso del sinsentido tiene un lado luminoso que reverbera en mí y me empuja a seguir asombrán­dome». ¿Escribimos o creamos para conocer o asumir un mundo que nos resulta aterrador? ¿Buscamos tener esperanza a través de la creación para que no nos consuma el miedo a lo desconocido?

Absolutamente. El miedo a lo desconocido es el gran motor de todo: de angustia, pero también de lo contrario. Cuando vemos que la ciencia falla, más que negar el valor de la razón, lo que hace es amplificar su horizonte de posibilidad. No nos quita alternativa, sino que nos las da. El sinsentido y el desconocido a veces me dan esperanza: veo la noche estrellada y en ese no saber qué hay dejo de encontrar angustia. Lo que encuentro en su lugar es primero el asombro y luego la esperanza, porque abre el horizonte mucho más que una visión cerrada. Por supuesto, soy cientifista, pero me gusta pensar que el horizonte de conocimiento y posibilidad está abierto y que en él todos tenemos un papel que jugar desde nuestra experiencia.

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