¿Por qué nos gusta tanto la cuántica?
La física en nuestros tiempos ha ido a lindar con la filosofía y la poesía, de manera que ya estamos de nuevo al principio de los tiempos, donde los griegos.
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Anda uno maleado de la actualidad y mustio de sus cosas, pero la belleza existe y es nuestro deber procurarle un hueco a la que salta. Solo somos eso: transistores de belleza. Ahora que mi vida es estrecha y escasamente posteable –no viajo apenas, no voy al gimnasio, no frecuento los restaurantes de moda, tampoco los otros– me dedico a cazar la belleza como a los pokémon. Puesto que paso tiempo fuera de las ciudades, la veo en la floración de la buganvilla y el arrullo de la tórtola, la veo también en la vida de los otros, sin envidia constato que existe y que un día será mía. La encuentro a menudo en los libros o a través de ellos.
Leo que Van Gogh dijo –todo lo dijo bien este hombre–: «Así como tomamos el tren para trasladarnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para viajar a una estrella». Lo leo en el último ensayo de Antonio G. Maldonado, Los sentidos del tiempo (La Caja Books), un libro que es a la vez melancólico y vitalista, tiene matices y retrogusto, como los vinos, y te deja un poco con ganas de sonreír por ser hombre y ser tan pequeño y a la vez tan grande. Porque la grandeza del hombre reside en entender su pequeñez.
Maldonado ha escrito un ensayo sin propósito y sin tesis, por eso le ha costado tanto acabarlo, porque su único cometido es asombrarse con nosotros. Me gusta su devaneo walseriano porque habla mucho de física cuántica. ¡Queremos tanto a la física cuántica como a la relativista, incluso a la newtoniana!
«La grandeza del hombre reside en entender su pequeñez»
Yo empecé a interesarme por estos asuntos hace unos años, lo hice por, para y desde el asombro. Me bebí las charlas del Instituto de Física Teórica, leí algunas cosas y reflexioné a mi manera pedestre. He encontrado un placer inesperado en palabras y conceptos que suenan a relato de Borges, a wéstern crepuscular y a poesía creacionista: horizonte de sucesos, entrelazamiento (la «acción fantasmal a distancia» que escandalizó a Einstein), no localidad, principio de incertidumbre…
Me parece que la física nos ha dado una segunda oportunidad a los que hemos sido irremediablemente de letras: la posibilidad de maravillarnos sin saber nada de álgebra. Con la edad, los letrosos –así nos llamaban mis amigos de ciencias en BUP– hemos llegado a la física por sus metáforas, que siempre preceden a todo cálculo: Einstein corriendo a la velocidad del rayo o imaginando la paradoja de los gemelos, Shrödinger con su famoso gato o ese hotel infinito de Hilbert.
Nuestro interés no es muy distinto al de nuestros abuelos cuando miraban esa noche estrellada que pintó Van Gogh
He visto en los últimos tiempos a mucha gente sucumbir a esta fascinación. Ahí está el fenómeno Oppenheimer o el éxito de Benjamín Labatut. A rebufo han venido cosas más controvertidas: los coaches cuánticos y los vendehúmos de siempre. Nos gusta la cuántica por varios motivos: uno es que nos demuestra que no todo está dicho, es más, que estamos aún balbuceando y que hay algo excitante fuera de nuestras rutinas y de un mundo cada día más desalentador; otro motivo es que la física en nuestros tiempos ha ido a lindar con la filosofía y la poesía, de manera que ya estamos de nuevo al principio de los tiempos, donde los griegos.
Creo que en esta época de alta contaminación lumínica, nuestro interés no es muy distinto al de nuestros abuelos cuando miraban esa noche estrellada que pintó Van Gogh: sigue siendo la misma fascinación atávica. Yo no puedo resolver una ecuación de segundo grado, así de cazurro soy, pero puedo maravillarme con la posibilidad de que exista una respuesta a mi destino en una combinación de partículas subatómicas o con la idea de que mi futuro ya haya sucedido y me esté esperando en un pliegue del universo. Me consuela, me llena de estúpido orgullo, pertenecer a un diseño maravilloso, más vasto que mi imaginación, y que una de esas maravillas sea yo, cuyo único papel es existir para poder asombrarme.
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