Sociedad

La búsqueda de la belleza

Intentar definir qué es lo bello supone enfrentarse a un reto complejo, uno con el que la filosofía lleva lidiando milenios. Para Platón, era lo bueno y verdadero. Para los cristianos de la Edad Media, una ‘claritas’ que habla de Dios. Para los renacentistas, armonía. En el mundo actual, todas estas preguntas tienen todavía mucho sentido, porque la búsqueda de la belleza podría ser una defensa ante los problemas de nuestro tiempo.

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Ilustración

Óscar Gutiérrez
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31
mayo
2023

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Óscar Gutiérrez

Se sucumbe ante ella, consuela y turba, es sagrada y profana. La belleza concierne a objetos e ideas abstractas, a la naturaleza, a las obras de arte, a animales y personas, a cualidades y a palabras, pero incluso a enfermedades y muertes. ¿Cómo es posible que una misma propiedad se presente en categorías tan dispares? No pertenece al ámbito de la necesidad ni al de la supervivencia. ¿A qué llamamos «belleza»? Acaso, como explicó san Agustín a propósito del tiempo, si no nos lo preguntan lo sabemos, pero si hay que explicarla la desconocemos.

Que haya tantos objetos, paisajes, rostros o gestos bellos no rebaja su dimensión de misterio, ni la satura. ¿Existe como idea o es una experiencia que no puede reducirse a los límites de conocimiento alguno? «La belleza es eso difícilmente definible que hace que cualquier cosa resplandezca llena de sentido, pues todo lo bello implica cierta plenitud», comenta José María Herrera, filósofo y crítico de arte. Umberto Eco fue más rotundo: «La belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país». «La belleza, ese monstruo, no es eterna», aseguraba Apollinaire.

Aunque precarias, la belleza reúne algunas características: procura placer, admite grados, requiere de la atención de quien contempla y propone un juicio estrictamente personal –ajeno al ánimo de quien lo formula– cuyo criterio es el de la sinceridad. Gusta el orden, el equilibrio y la perfección –el Panteón de Agripa o las Fugas de Bach–, pero también lo que transgrede y perturba –Ordet de Dreyer o la Ofelia de Millais–. Que la belleza se refiera fundamentalmente al arte resulta hoy casi una obviedad, pero, hasta hace apenas 200 años, lo bello se tenía por una cualidad casi exclusiva de la naturaleza, por su amplitud y grandiosidad, lo que convertía al mundo en un espacio que merecía ser habitado.

Herrera: «La belleza es eso difícilmente definible que hace que cualquier cosa resplandezca llena de sentido»

Los griegos reflexionaron a fondo sobre ella, especialmente Platón, para quien la belleza debía ir unida a lo verdadero y lo bueno. En el mundo grecolatino, la belleza era una cuestión de proporción y simetría, de relaciones numéricas y geométricas. Por ello, requería de una cierta medida y de una gracia que surgía de entre la relación armónica de sus partes. La armonía sigue presidiendo en algunas artes, como la tipografía. «La belleza de las fuentes tipográficas debe reunir cuatro virtudes según Giambattista Bodoni: claridad, regularidad, buen gusto y gracia», explica Enric Satuè, Premio Nacional de Diseño y para quien la belleza consiste «en un factor estético absolutamente imprescindible para gozar a fondo del espectáculo de la vida en todas sus variantes».

Así, los griegos la consideraban como un reflejo que procede de un principio originario, creador de todas las cosas. Es importante no solo porque agrada a los sentidos, sino también porque lo bello transmite unas ideas y unos valores que se consideran fundamentales. Algo hermoso para los sentidos era, en griego antiguo, kalós, la misma palabra que se usaba para algo útil. «Apreciamos las cosas bellas no solo por su utilidad, sino sobre todo por lo que son en sí mismas o por lo que parecen ser», matiza el filósofo Roger Scruton. Contemplar lo bello va más allá de la búsqueda de información o de la expresión de una idea. Es un deseo sin fin.

La misteriosa sacerdotisa Diotima le participa a Sócrates de que el amor existe para permitir gozar de la belleza. Este amor a la belleza es un llamamiento a la liberación del apego sensorial y a emprender la ascensión del alma hacia el mundo de las ideas. Para el neoplatonista Plotino, la belleza surge de un encuentro entre quien contempla y lo contemplado y requiere de simplicidad, porque remite a lo uno.

La tríada de verdad, bello y bueno es recogida por el cristianismo durante la Edad Media, periodo en el que emerge la idea de que es un correlato entre un sentimiento íntimo y un estado del mundo expresado en proporciones armónicas. Se trata de la belleza como claritas –Heidegger lo retomará siglos después como luminosidad–, como resplandor que habla de Dios, motor primero y belleza originaria. «No puedo decir que Dios sea bello, supongo que sí; sé que la experiencia espiritual cambia la mirada y que lo que antes era oscuro y opaco pasa a ser luminoso y revelador», explica el sacerdote y escritor Pablo D’Ors. «No puedo describir a Dios, pero puedo ver huellas suyas en este mundo y, por tanto, veo la belleza de Dios en su obra, en el espíritu que late en la materia», apunta. De ese modo, pasa a ser un misterio que proviene del Sumo Hacedor: un nescio quid, que rescató Petrarca de san Agustín, un no sé qué.

En el Renacimiento, se recupera el antiguo ideal de que la belleza es cuestión de proporción y armonía. Por primera vez se plantea la cuestión de su estrecha relación con la práctica del arte, binomio defendido por Dante, Boccaccio y el propio Petrarca, y se consagra a la vista como medio privilegio para acceder a ella. La vista y el oído serán finalmente las sendas de evaluación de lo bello. Para el oído, la belleza de la música. «El arte de la música tiene una particularidad: entra a través de la vibración, la de la piel, la del oído interno, e inicialmente la del aire; se transmite a través de este medio invisible, y no queda en ningún lado: es puro presente en la escucha», indica el musicólogo José María Sánchez Verdú, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. «Después, su remanente es aroma, aura y resonancia en la memoria de nuestra percepción», suma.

Lo bello como experiencia

En el siglo XVIII, las bellas artes convierten a la belleza en disciplina gracias al crítico Charles Batteux. La obra de arte interesa porque representa cosas, cuenta historias, expresa ideas y emociones y transmite un significado. Después, nace la estética de la mano del filósofo Alexander Baumgarten, que distingue entre belleza autónoma –la que se obtiene de la contemplación de un objeto bello– y artística –la que es determinada por la crítica y la historia del arte–. Algo así como una belleza oficiosa y otra oficial.

Castro: «Lo bello de un poema no es lo mismo que lo bello en un ser humano o de un paisaje y, sin embargo, tienen algo en común»

La idea de que lo bello es una experiencia subjetiva comienza a tomar cuerpo, dejando de ser considerada como una cualidad para desterrarla al terreno de la experiencia. Pero si es algo que responde a un juicio subjetivo, ¿cómo explicar que haya bellezas incontestables, como la Venus de Milo, La Anunciación de Fray Angélico, la Heroica de Beethoven o la voz de Ella Fitzgerald? Kant trata de responder en su Crítica del juicio: el juicio de lo bello no es determinante sino reflexionante. Al no encontrar fuera de sí un principio que le permita la necesaria universalidad, la facultad de juzgar que implica toda consideración de lo bello vuelve sobre sí misma. Cuando se dice que algo es hermoso, se referencia el sentimiento que produce, al tiempo que se afirma que esa condición es de necesaria convalidación por los demás. No hay, por tanto, una explicación objetiva. Para Kant, la belleza se funda en un estado subjetivo que requiere del cotejo de opiniones. Para Sixto Castro, profesor de Estética de la Universidad de Valladolid, «la categoría de belleza ha perdido buena parte de este potencial para generar una humanidad común». «Lo bello de un poema no es lo mismo que lo bello en un ser humano o lo bello de un paisaje», señala Castro. «Y, sin embargo, tienen algo en común. Cuando hablamos de belleza, usamos un lenguaje análogo, no unívoco. Esta es una de las grandes dificultades del concepto y del modo de hablar de ella», remata el experto.

Ya Hegel intuye que la idea de la belleza se empieza a ver amenazada por esa otra belleza que sobrecoge, una atormentada, inquieta e inarmónica, la que para él «es otra cosa». «Vivir en el arte, como hacían los griegos, ya no es posible», concluye. Sin embargo, Nietzsche propone recuperar la belleza como sustituto de ese dios al que dio muerte a través de lo que denomina la «estetización de la vida».

Lo bello es feo

En esta evolución apareció otra manera de ser bello que, pese a lo paradójico del asunto, nada tenía que ver con la belleza. Era lo sublime, aquello que recuerda la fragilidad y la finitud humanas y que tiene el poder de evocar y destruir, según Burke. Así, hay una belleza que causa amor y una que provoca miedo. Buena parte del Barroco es ya estética de la desproporción y de la desmesura, en la que lo sublime permite trascender el límite de lo que la sensibilidad puede experimentar. Produce anonadamiento, estupor, asombro y respeto, frente a lo bello, que procura serenidad. «Puede haber belleza en la destrucción, claro, estamos culturalmente acostumbrados a reconocerla en lo monumental, lo no común, lo que violenta nuestra percepción: la erupción de un volcán o un incendio, fenómenos de gran intensidad que nos llegan ya mediatizados, se adecuan a nuestra idea», asegura el investigador y filósofo Pablo Caldera. Todo lo feo es susceptible de convertirse en bello. Todo, salvo el asco, según Kant.

Dessal: «La belleza es un velo que cada uno necesita para mantener una distancia respecto de lo más íntimo y desconocido que habita en nuestro inconsciente»

La modernidad trajo nuevos intereses. Con Victor Hugo, Balzac, Zola o Baudelaire, las deformidades del cuerpo y del alma, la miseria, el delito o los bajos fondos acaparan el interés de los artistas. Van Gogh ya había pintado sus zapatos, dignificando los enseres gastados. En el XIX, el arte –empresa por la cual el individuo se anuncia al mundo y se reivindica ante los dioses– reemplaza a la belleza natural en la estética. Y, con todo, no mucho después las vanguardias proclamaron su muerte. «Un automóvil rugiente […] es más bello que la Victoria de Samotracia», proclamaban los futuristas.

Hoy cabe preguntarse si son bellas las modas, el metaverso, los rótulos de las marquesinas, las cubiertas de los libros o los emoticonos. Sorprende la capacidad para hacer casi de cualquier objeto en cualquier ámbito u ocasión un pretexto para experimentar la belleza. «No es lo bello lo que interesa al arte de nuestro tiempo, sino la proyección de sí mismo», recuerda el ensayista argentino Enrique Lynch. La actual es una sociedad diseñada al modo de la publicidad, como corresponde a su economía de modelo de mercado. ¿Podemos hablar entonces del fracaso de la belleza, tal y como propone Pablo Caldera en su ensayo así titulado? «Este fracaso no se refiere tanto a la disminución del valor socialmente atribuido a la belleza, sino que es un fracaso conceptual: la defensa de lo bello en sí solo conduce a dos salidas concluyentes, reaccionarismo o nihilismo».

Pero, en ese mundo lleno de crisis, noticias falsas o un planeta que se muere, se necesita más que nunca. «La belleza es una defensa, un velo que cada uno de nosotros necesita para mantener una distancia respecto de lo más íntimo y desconocido que habita en nuestro inconsciente», asegura el psicoanalista Gustavo Dessal. «Si abandonamos los cánones estéticos de lo visible, la belleza reside tal vez en lo que cada uno de nosotros puede hacer con el discurso. Aquello que bien se dice, más allá de su contenido, aquello que es capaz de conmover las fibras íntimas de nuestro ser, en tanto que criaturas.

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