Diversidad

«Que nuestras reivindicaciones rompan la barrera que nos separa del resto de la sociedad»

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20
junio
2024

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En muchas ocasiones, los cambios en la sociedad han venido motivados por un primer paso al frente, un leve gesto de disconformidad. El pasado mes de enero, el Congreso de los Diputados aprobaba la reforma del artículo 49 de la Constitución Española, que ampliaba los derechos de las personas con discapacidad y proscribía del texto la expresión «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos». Los medios de comunicación dieron entonces voz a políticos de (casi) todos los colores, que enarbolaban banderas de empatía y reivindicación, y hablaban de deudas morales con el colectivo, a pesar de que la Carta Magna entró en vigor en 1978 y apenas nadie parecía haber reparado antes en el error. Ese primer paso lo dio una mujer, Vicky Bendito (Madrid, 1971), activista por los derechos de las personas con discapacidad nacida con el síndrome de Treacher-Collins y que, además, tiene problemas auditivos. Lo hizo desde el salón de su casa, sin más herramientas que un ordenador portátil.


¿Cómo comenzó esta lucha?

Todo empezó en 2017. Yo trabajaba en el Congreso de los Diputados, haciendo crónica parlamentaria para la agencia de noticias Servimedia, y para conmemorar no recuerdo qué aniversario de la Constitución me invitaron a leer un artículo, junto con más gente, políticos, otros periodistas… Obviamente, yo elegí el artículo 49, porque sabía que hacía referencia a la discapacidad, pero no tuve la precaución de haberlo leído primero, así que imagínate mi cara cuando tuve que verbalizar en voz alta, delante de todo el mundo, eso de «disminuidos».

¿Diría que ese fue el motor que provocó su reacción?

Totalmente. Ese día llegué a casa indignadísima y lo primero que hice fue buscar en internet si alguien había hecho algo por cambiar esa situación tan denigrante. Pero nada, ni una triste Proposición No de Ley (PNL) merecíamos. Luego, recuerdo que lo hablé con algunas amigas, y dos de ellas me insistían, medio en broma, medio en serio, para que iniciara una petición de firmas o algo parecido. Así que después de meses de darle vueltas, y de pensar la mejor manera de hacerlo, opté por abrir en change.org la campaña #NoSoyDisminuida. En realidad, pensaba que no iba a tener ninguna repercusión, porque no se me ocurrió mejor momento para publicar la campaña que el día que la selección española de fútbol jugaba el primer partido del Mundial de 2018. Sin embargo, aquello empezó a crecer de forma espontánea, y en apenas dos meses conseguimos más de 80.000 firmas.

«Aquello empezó a crecer de forma espontánea, y en apenas dos meses conseguimos más de 80.000 firmas»

¿Cómo consiguen esas 80.000 firmas traspasar la barrera de una plataforma como change.org y entrar en la agenda política?

En mi caso, el catalizador fue Jordi Xuclà, que en aquel momento era diputado por el PDeCat, y mencionó mi nombre en una comparecencia sobre la reforma de la Constitución en el Congreso, aludiendo a que todavía estaba pendiente la revisión del artículo 49, tal y como había solicitado el Comité Español de Representación de Personas con Discapacidad (CERMI) al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2005. Yo a Jordi no le conocía ni contaba con que nadie hablase de mí en mitad de una comisión parlamentaria, pero recuerdo que ese día un par de compañeros de trabajo me mandaron mensajes para darme la noticia. Luego, a finales de 2018, nombraron a Xuclà presidente de la Comisión de Discapacidad del Congreso de los Diputados, y entonces fue cuando me llamó y me propuso comparecer en la cámara. De todas formas, con el baile de elecciones que hubo después, la pandemia y demás, hemos tenido que esperar hasta enero de 2024 para verlo publicado en el BOE.

Y ahora, después de que no haya nadie en España que no se haya enterado de que el artículo 49 definía como «disminuidas» a las personas con discapacidad y que esa barrera se haya derribado, ¿cómo se digiere haber sido la persona que encendió la primera mecha para que eso ocurriera?

El día que la reforma se aprobó en el Senado yo no podía dejar de sentir una mezcla de emociones extraña: a ratos estaba alegre, a ratos lloraba… Se desbordó toda la tensión acumulada durante tanto tiempo. Pero luego, cuando pasan los días, te das cuenta de que no fue más que un granito de arena en un desierto enorme de necesidades; mi aportación sirvió para trasladar al debate público una reivindicación que existía desde hacía mucho tiempo dentro del colectivo, al igual que tantas otras de las que la gente no tiene ni idea, como por ejemplo que solamente una de cada cuatro personas con discapacidad trabaja. Uno de los grandes retos que tenemos como colectivo es conseguir que nuestras reivindicaciones traspasen la frontera que tantas veces nos separa del resto de la sociedad.

«Hay mucha gente con discapacidad que vive encerrada en casa porque su edificio no está habilitado»

Ahora bien, dicho esto, no puedo dejar de poner en valor la labor de incidencia política que realiza el CERMI, que es un trabajo silencioso y a largo plazo, pero cuando hablo de reivindicaciones me refiero más a casuísticas personales, situaciones más pequeñas que, muchas veces, se pierden en el altavoz de las entidades sociales. Hay mucha gente con discapacidad que vive encerrada en casa porque su edificio no está habilitado, por ejemplo, y ahí entra en juego la brecha económica, entre personas con discapacidad con un poder adquisitivo más alto y quienes no lo tienen tan fácil. Ni siquiera hablo de familias con poder adquisitivo bajo, porque hay que tener en cuenta que la discapacidad empobrece. A modo de ejemplo, a mí se me rompieron los dos implantes auditivos osteointegrados [insertados en el hueso craneal]. La factura por arreglarlos fue de 1.450 euros, y mi marido y yo tuvimos que decidir entre anular las vacaciones de verano o recortar cualquier otro gasto. A una familia sin discapacidad le puede sobrevenir cualquier urgencia económica: una avería en el coche, una obra en casa… nosotras tenemos que sumarle, además, los imprevistos derivados de nuestra situación. Y eso, a mucha gente, le cuesta entenderlo.

¿Por qué piensa que la sociedad no llega a empatizar con las necesidades reales de las personas con discapacidad?

Porque se nos ha vendido una imagen de la discapacidad basada en la superación. Es cierto que a los padres de un bebé con una discapacidad escuchar un mensaje de empoderamiento les sirve de mucho. Yo misma, a través de la Asociación Síndrome de Treacher Collins, he hablado con muchas familias y soy consciente de que mi mensaje les ha aliviado y quitado muchos miedos. El peligro viene con el «si quieres, puedes»; es muy dañino porque vuelca toda la responsabilidad en el sujeto. Dile tú a una persona con discapacidad en un pueblo de un país pequeño de África que si quiere, puede. Vivimos en una sociedad que rechaza todo aquello que es negativo, la tristeza, el dolor, la discapacidad… Una prueba de ello es que a la discapacidad se le cambia muchas veces la denominación rozando casi el eufemismo, como esa gente que habla de diversidad funcional o de capacidades diversas.

«El peligro viene con el ‘si quieres, puedes’; es muy dañino porque vuelca toda la responsabilidad en el sujeto»

¿Y cree que este primer paso podría generar un cambio real en la manera de referirnos a la discapacidad?

Esto no ha sido más que el comienzo de un camino que llevamos preparando desde hace muchos años, pero lo importante ahora es hacer valer esa reforma como un escudo, que nos garantice unos derechos y que los llevemos a cabo. Y eso tenemos que hacerlo desde los movimientos sociales, porque es muy difícil que este tipo de movimientos vayan a partir de la clase política. Tenemos que huir de los discursos buenistas que esconden la discapacidad, el uso de eufemismos que infantilizan y, de alguna manera, nos colocan en un plano diferente al que nos corresponde. Hablo de términos como «diversidad funcional»; ese concepto de que todos, con discapacidad o sin ella, formamos parte de esa diversidad. Alguien muy torticero podría pensar que si tú y yo estamos en un plano de igualdad dentro de la diversidad, yo a lo mejor no necesito apoyos para estar incluida en la sociedad. Y, a lo mejor, lo siguiente es decir que las personas con discapacidad pedimos demasiado. Y es peligroso que esa idea pueda llegar a leerse entre las líneas de los discursos neoliberales más salvajes.

En todo caso, ¿piensa que la sociedad podría estar empezando a percibir la discapacidad de una forma diferente?

La mirada está cambiando, eso es indudable. Si partimos de la educación, en los colegios cada vez se ven más niñas y niños con discapacidad, con un esfuerzo por parte de las Administraciones para que la inclusión sea lo más efectiva posible. Yo, en cambio, fui a un colegio de Educación Especial en los años 70. En mi caso, la educación inclusiva era impensable. Pasa igual con la accesibilidad; ahora es obligatoria por ley, mientras que antes era un acto de voluntariedad por parte del espacio público. La accesibilidad tiene que ser un derecho para las personas con discapacidad, no un regalo. Hay que tener claro que sin accesibilidad no hay inclusión, y sin inclusión las personas con discapacidad no pueden ser ciudadanía de pleno derecho. Eso tiene que empezar desde la infancia.

«Vivimos en una sociedad que rechaza todo aquello que es negativo, la tristeza, el dolor, la discapacidad…»

Hablando de infancia, ¿cómo fue la suya siendo una niña con una discapacidad evidente, en un momento en el que, como decía, la mirada social era menos normalizada?

Mi infancia fue muy buena. Gracias a mi hermana Laura, dos años menor que yo, fue una época que recuerdo muy divertida. Sin embargo, para mí, la peor etapa fue la adolescencia, ese momento en el que todas tus amigas –y, por supuesto, tu hermana– ligan mucho y tú, nada de nada. Porque yo, hasta ese momento, me miraba en el espejo y me veía guapa, pero luego llegó la adolescencia y me di cuenta de que a los ojos de los demás no lo era tanto. Luego, la gente tampoco ayudaba; a mí me han llamado fea a la cara durante mi adolescencia varias veces, incluso hace bien poco, en un semáforo, el copiloto le dijo al conductor señalándome «¡joder, qué fea!». Ahora ya ni te inmutas, pero con catorce años… Sobre todo, porque vislumbras un horizonte muy poco halagüeño. Aunque nos rebelemos contra ello, a las mujeres de mi generación nos han educado para casarnos, formar una familia e inspirarnos en las películas románticas, que deberían estar prohibidas por ley [Risas]. Y yo pensaba: «¿Pero quién va a querer casarse conmigo con esta cara que tengo?». Fue una época horrible, me convertí en una persona muy sombría, no me gustaba salir, intentando buscar respuesta a muchos porqués.

¿Y en qué momento llegó la autoaceptación?

Pues recuerdo que un día, en plenas vacaciones de verano, mi padre me animó a salir con unos amigos y yo le gruñí. Entonces, él con mucha tranquilidad me dijo: «Mira, Vicky, has nacido con lo que te ha tocado nacer y eso no se puede cambiar. Tienes dos opciones, o te quedas aquí autocompadeciéndote o sales a la calle a disfrutar de lo que la vida tiene preparado para ti». A partir de ahí fue donde mi cabeza hizo crack, me puse las pilas con los estudios, empecé a salir con mis amigos otra vez y las cosas cambiaron completamente hasta el día de hoy. Con mis luces y mis sombras, obviamente, pero me convertí en una persona distinta.

«Tenemos que huir del uso de eufemismos que infantilizan y, de alguna manera, nos colocan en un plano diferente al que nos corresponde»

¿O sea, que no sufrió la sobreprotección familiar con la que, en muchas ocasiones, tienen que lidiar las personas con discapacidad?

Por suerte, no. Mi madre sí que tenía más precaución, pero mi padre siempre me animó a experimentar. En todo caso, los dos empujaron para que estudiara una carrera universitaria y para que llevase una vida lo más normalizada posible, independientemente de que fuera una mujer con discapacidad.

Ahora que alude al género, ¿cómo percibe la brecha entre hombres y mujeres con discapacidad?

La percibo como lo que es: un abismo. La mujeres con discapacidad sufrimos más violencia y, además, en silencio, porque hasta hace muy poco tiempo ni siquiera estábamos contabilizadas dentro de los censos. Además, en muchas ocasiones, es una violencia que no se denuncia. Recuerdo el caso de una mujer con movilidad reducida que estuvo sufriendo malos tratos por parte de su pareja durante años y no le denunciaba porque pensaba que si le metían en la cárcel nadie iba a poder cuidar de ella. Ese sentimiento de dependencia es todavía mucho más cruel en las mujeres con discapacidad. Y luego hay otra cuestión que debe tenerse en cuenta y es la cantidad de mujeres que tiene discapacidad por haber sufrido violencia de género que, además, no van a poder acceder a una plaza en un piso de acogida porque esas viviendas, por norma general, no están adaptadas. En esto, como en muchas otras cosas, las mujeres con discapacidad somos doblemente vulnerables.

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