Opinión

La muerte y el dolor convertidos en espectáculo

En nuestro país, no descubro la sopa de ajo, desde los años cincuenta con el diario El Caso, o más tarde la serie La huella del crimen, por no remontarme más atrás, parece claro que nos apasionan las historias de crímenes truculentos. ¿Quién lo ha hecho? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Podría ser nuestro vecino un asesino en serie?

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17
mayo
2024

No descubro nada si digo que el éxito de las series catalogadas bajo el epígrafe true crime se ha disparado en todas las plataformas y en todo tipo de formatos. Es cierto que alguno de esos crímenes quizás saquen a la luz pruebas no encontradas hasta entonces –eso pasó en Estados Unidos tras la emisión del escuchadísimo podcast Serial, que consiguió reabrir un caso ya cerrado y resolverlo–, pero no lo es menos que, en ocasiones, también ayuda a reabrir viejas cicatrices de las víctimas. Víctimas que, en no pocos casos, no hace tanto que han vivido esa experiencia. Crímenes que, en algunos casos, no tienen mayor interés que el contar con unos protagonistas mediáticos que, caso contrario, no habrían propiciado su interés.

Hace unos días, Patricia Ramírez, madre de Gabriel, un niño de 8 años asesinado en 2018 por la pareja de su padre, Ana Julia Quezada, denunciaba en redes sociales que se estaban «intentando lucrar» con la historia de su hijo, advertida de que se estaba preparando un documental sobre ese hecho, y pedía que le ayudaran a impedir que eso sucediera. «Lo nuestro no es una serie, no es ficción, nosotros no somos actores, lo nuestro es nuestra vida», decía.

En nuestro país, no descubro la sopa de ajo, desde los años cincuenta con el diario El Caso, o más tarde la serie La huella del crimen, por no remontarme más atrás, parece claro que nos apasionan las historias de crímenes truculentos. ¿Quién lo ha hecho? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Podría ser nuestro vecino un asesino en serie?

Llegados a este punto, los guionistas, artífices de no pocas de estas historias, hablan de «narrativa de no ficción», en un intento de defenderse del ataque de «morbo con beneficios económicos», al tiempo que se alejan así de la realidad, obviando que, en la mayoría de casos, los nombres y apellidos de los implicados en el suceso se mantienen intactos. Mientras, las plataformas defienden su derecho a producir historias que mantengan a la audiencia pegada a sus pantallas episodio tras episodio. Money es money.

Nadie cuestiona la libertad de creación, pero surge la duda: ¿es ético conseguir público aprovechándose de la desgracia ajena?

Nadie cuestiona la libertad de creación, por supuesto; sin embargo, surge entonces la duda: ¿es ético conseguir público aprovechándose de la desgracia ajena? ¿Podemos establecer una separación entre el rigor y el derecho a la información, por un lado; y el sensacionalismo, por otro? Y, por seguir con los interrogantes, ¿quién tiene derecho a contar la historia: el que la ha vivido, el que la ha investigado, o el perpetrador de la misma?

Recuerdo ahora, y por buscar un ejemplo de lo más internacional, A sangre fría. ¿Hizo Capote lo correcto? ¿O como está considerada una obra maestra de un nuevo género de periodismo, la Non-fiction Novel o Novela testimonio, no debemos juzgarla?

En realidad, sin remontarnos al siglo anterior, a mi juicio, el problema actual se centra en la inmediatez. Existen los medios necesarios para hacer una serie, casi con el cadáver todavía caliente. Y estoy pensando en El caso Sancho, un documental que el padre del encausado en el juicio por descuartizamiento de Edwin Arrieta está grabando, al mismo tiempo que juzgan a su hijo por los hechos. Casi podríamos llamarlo un true crime en tiempo real. ¿Se pueden ficcionar crímenes que ni la justicia ha resuelto? ¿Somos conscientes de que los medios, y todavía más una serie televisiva, pueden sentenciar a un acusado antes del juicio, como sucedió con Dolores Vázquez en el caso Wanninkhof? Por supuesto, con serie incluida, menos mal que para entonces ya se conocía la inocencia de Vázquez.

En Estados Unidos, una de las medidas que se toman con las personas de los jurados es prohibirles que sigan el caso en los medios de comunicación, lo que prueba que los jueces consideran que el espectáculo es contraproducente para el conocimiento de los hechos reales.

Está claro que las historias a menudo son superficiales, pero el dolor de las víctimas, en cambio, nunca lo es. Creo que es ahí donde deberíamos empezar a poner el límite, cuando el dolor de los demás se convierte en entretenimiento quizás la ficción debería dar un paso atrás.

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