Opinión

Desvirtualizar las virtudes

Las respuestas a todos los desafíos que nos plantea la vida en comunidad se encuentran en la ética. Sin embargo, casi nunca es rápido, sencillo y cómodo filtrar nuestras decisiones a través de ella: las virtudes pueden ayudarnos a generar ese espacio y ese tiempo de reflexión previo a un movimiento que, una vez que se inicia, tendrá un recorrido acelerado por la naturaleza del entorno en el que nos desenvolvemos.

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11
diciembre
2020

Hemos incorporado con naturalidad a nuestro vocabulario la palabra virtual. Vinculada habitualmente a la presencia en las redes sociales y, en general, a las conexiones a través de internet, virtual se utiliza como antónimo de física o en persona. Si acudimos al diccionario de la Real Academia Española podemos confirmar tal significado en cualquiera de sus tres acepciones:

  1. adj. Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente, frecuentemente en oposición a efectivo o real.
  2. adj. Implícito, tácito.
  3. adj. Que tiene existencia aparente y no real.

Sin embargo, tal vez no somos suficientemente conscientes de los riesgos que comportan las tres acepciones: la primera se contrapone a la realidad presencial; la segunda, da por hecha la realidad; y la tercera recuerda que es una mera apariencia y que, por lo tanto, no es la realidad. Es decir, cabe el riesgo de que lo virtual nos separe de lo real. Es más, que acabe por confundir o suplantar a la propia realidad.

Más allá de la semántica, en términos filosóficos lo virtual forma parte ya de nuestra realidad social. Habitamos un mundo físico y otro psíquico. Nuestros avatares en internet –lo que somos y lo que experimentamos– son parte de esa psique que proyectamos en un escenario cuya realidad física está meramente compuesta por silicio y otros minerales, plástico y energía eléctrica y que se gestiona mediante fórmulas matemáticas. Habitamos un mundo digital que nos permite generar y mantener relaciones, incluso sentir a otros sin la necesidad de verlos ni tocarlos.

Ese mundo virtual en lo físico y real en lo psíquico es un mar inmenso, pero poco profundo. En general nos movemos por la superficie de los pensamientos, desde el cascarón de las ideas y sin tiempo para que los sentimientos puedan asentarse de la mano de la razón. Nuestro yo digital circula a la velocidad de la luz, a 299.792 kilómetros por segundo, mientras que el físico apenas alcanza los 0,2 kilómetros por segundo en el mejor de los casos, por ejemplo, cuando nos desplazamos en un vuelo comercial.

La aceleración, la superficialidad y la fugacidad son rasgos de este tiempo digital. Los cambios se suceden a una velocidad asombrosa, tanta que con frecuencia producen ansiedad en quienes tienen prisa por asimilarlos. Podemos tomar decisiones muy rápidamente, a golpe de clic, casi sin dar tiempo a que sean filtradas por los valores que sustentan nuestra estructura moral.

«Habitamos un mundo complejo que nos enfrenta a preguntas cuyas respuestas no siempre son sencillas»

Se busca lo rápido, lo sencillo, lo cómodo. Sin embargo, no todas las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida son rápidas, sencillas y cómodas. Por mucho que corramos, determinados aprendizajes requieren tiempos largos de maduración, porque la experiencia necesita acumulación y el desarrollo de nuevas habilidades. Habitamos un mundo complejo, diverso, paradójico en ocasiones, que nos enfrenta a preguntas cuyas respuestas no siempre son sencillas. Y cada vez que nuestros intereses se rozan con los de los demás, nos vemos obligados a salir de la zona confort.

Las respuestas a todos los desafíos que nos plantea la vida en comunidad se encuentran en el territorio de la ética. Sin embargo, casi nunca es rápido, sencillo y cómodo filtrar nuestras decisiones a través de nuestros principios éticos. A menudo necesitamos ganar tiempo para llegar a la conclusión más ajustada al derecho que rige nuestras conductas. Es ahí donde las virtudes pueden ayudarnos a generar ese espacio y ese tiempo de reflexión previo a un movimiento que, una vez que se inicia, tendrá un recorrido acelerado por la naturaleza del entorno en el que nos desenvolvemos y nos desenvuelven.

Como concepto, las virtudes aparecen por primera vez en el pensamiento de Aristóteles y Platón. Ambos distinguían entre las virtudes morales, referidas a los hábitos de las personas y, en consecuencia, necesarias para ser un buen ciudadano, de las intelectuales, privativas de cada individuo. Para Platón tales virtudes (aretés, que se traduce como «excelencia») eran la justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza. En la Edad Media, los teólogos cristianos adoptaron estas cuatro virtudes para asociarlas al hombre bueno que, a su juicio, se acercaba a lo que Dios espera de él. La Iglesia cristiana añadió a las virtudes morales las teologales, que están inspiradas en el entendimiento del ser humano por el Espíritu Santo, lo que permite a las personas actuar como hijos de dios. Las virtudes teologales fueron resumidas por San Pablo en la I carta a los Corintios: «en una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad, pero la más grande de todas es la caridad».

La crisis provocada por el coronavirus es de salud, en primera instancia, también económica, como consecuencia fundamentalmente de las restricciones impuestas a la movilidad y la vida social, y, además, tiene una enorme dimensión moral. Basta pensar la contraposición entre salud y economía que está en el debate público, aunque casi todos los actores políticos la nieguen, para ser conscientes del tamaño de los dilemas morales que suscita la pandemia.

La catedrática de ética Adela Cortina, se refería recientemente a esta dimensión en una entrevista en Ethic: «también recordaba Aristóteles, como todos los clásicos, que la forja del carácter es lo más importante para conseguir la felicidad. Claro que también interviene la suerte, la fortuna, aquello que no está en nuestras manos. Y el coronavirus no estaba en nuestras manos ni lo esperábamos en absoluto. Pero sí que es verdad que cuando se ha forjado bien el carácter de las personas y de los pueblos, se abordan mucho mejor estas situaciones, que son situaciones verdaderamente dramáticas». Cortina es firmemente partidaria de la recuperación de las virtudes para la forja del carácter. Son los puntos cardinales que orientan al individuo en la gestión de sus circunstancias y avatares, la mayoría de los cuales tienen una dimensión social.

Las virtudes cardinales no pueden quedar en la superficie. Es urgente desvirtualizarlas para que se manifiesten desde las profundidades de la ética personal en las conductas colectivas. Necesitamos mucha fortaleza para afrontar la tragedia que está provocando la epidemia, mucha prudencia para evitar los contagios, un alto sentido de la justicia para no dejar atrás a los que se sitúan en el lado de los perdedores, ya sea de la salud o de la economía, y templanza para articular soluciones que sean eficaces en el corto y en el largo plazo.

«Es urgente desvirtualizar las virtudes para que se manifiesten desde la ética personal en las conductas colectivas»

La virtud de las virtudes es que cada una de ellas contiene o invita a otras. La justicia implica respeto a los derechos y a los deberes de la ciudadanía y es la gran garante de las libertades individuales; también conduce a la caridad en el corto plazo y a la lucha contra la desigualdad en el largo. La mejor forma de caridad es corregir los excesos de un sistema económico que actualmente concentra las oportunidades en los que más tienen, para conseguir un modelo de gestión de los recursos más justo.

La prudencia induce a reflexionar antes de hablar, un ejercicio cada vez más imprescindible en un mundo ahogado por el ruido y el déficit de escucha. En una sociedad que hiperreacciona a las emociones, la reflexión es la camino a la razón. Necesitamos mucho diálogo para alcanzar consensos globales, al menos mayorías suficientemente abrumadoras para abordar los principales desafíos humanos.

Precisamos también de mucha fortaleza para superar las pruebas que la pandemia ha situado entre nosotros y la felicidad, sobre todo la muerte de seres queridos. La fortaleza debe alimentar la resiliencia, que es una combinación de resistencia y aprendizaje; de nada serviría la primera sin la segunda.

Y, finalmente, la templanza, la virtud que nos ayuda a tomar decisiones cabales y permite observar la realidad con una mayor dosis de rigor, es decir, de contemplación y análisis de los hechos. También contiene a los apetitos desorbitados y evita que las pasiones se desboquen. Como valor añadido, esta virtud suele conducir a la humildad, una actitud que necesitamos más que nunca para extraer enseñanzas de los errores que evidencia el estilo de vida dominante.

Las virtudes no pueden ser decorativas. No basta con apelar a ellas: hay que desearlas, practicarlas y predicarlas. Ellas cuidan de nuestros valores para que seamos las personas que debemos ser tanto en nuestra vida física como en la virtual. De lo contrario, nuestro avatar digital no sería más que un alma en pena.

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