Opinión

¡Que no nos muevan las mentes!

No se trata de desconfiar del relato mediático, sino de que tenga que haber una verdad o de que alguien tenga que tener razón: la verdadera libertad y autonomía no es poder tener una opinión, sino decidir si queremos tenerla.

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11
enero
2021

En 1932, Carmichael, Hogan y Walter realizaron un experimento sobre cómo las palabras afectan a lo que vemos. Dividieron a los participantes en tres grupos y les enseñaron una serie de dibujos sencillos y ambiguos. Uno de ellos eran dos circunferencias unidas por un trazo. A los del primer grupo se les dijo previamente que iban a ver unas gafas, a los del segundo unas pesas y a los del tercero no se les dijo nada. Posteriormente se les pidió que reprodujeran fielmente la imagen que se les había mostrado. Del primer grupo, el 73% dibujó unas gafas; del segundo, el 74 % representó unas pesas; y del tercero solo el 45 % hizo algo que se parecía a cualquiera de las dos cosas. El resto dibujaron exactamente lo que habían visto.

Se ha criticado que este experimento solo funciona cuando los estímulos son pobres y confusos, lo cual no sucede en la percepción de nuestro entorno. Sin embargo, eso es justo lo que pasa con la información que recibimos a través de los medios. Suele ser confusa, pobre y sesgada. La sobreexposición y la repetición aportan todavía más ambigüedad. Los humanos no soportamos la ambivalencia, tenemos la necesidad de fijarla en nuestro esquema mental. Necesitamos resolver, ver la cara de la joven o de la anciana, un jarrón o dos rostros que se miran. El problema es que, una vez que optamos por una, resulta complicado volver atrás.

La mayoría resolvemos esa ambigüedad en base a lo que nos han dicho o hemos leído previamente, normalmente en el entorno cercano. Por eso, la verdadera manipulación no es que nos condicionen, sino que nos involucren, como en esas telenovelas mediáticas que seguimos con avidez sobre cosas que antes nos preocupaban y ahora ocupan el primer puesto en la lista de prioridades. Esos paisajes mediáticos que aparecen y desaparecen de nuestras mentes sobre los que nos vemos obligados –ya que no soportamos la ambigüedad– a decidir, y por lo tanto a tomar partido emocionalmente.

Me recuerda a un cuento zen que leí hace mucho tiempo. Dos monjes estaban discutiendo vehementemente sobre la agitación de un árbol. Uno decía que era el viento lo que se movía y el otro que eran las ramas y las hojas. Tan acalorados estaban que, cuando se acercó el maestro y le preguntaron quién tenía razón, él les respondió: «Lo que se mueven son vuestras mentes». No se me ocurre mayor poder que este, el de mover las mentes, da igual hacia qué lugar, sino el mero hecho de poder agitarlas. Y eso es lo que hacen con nosotros los medios de comunicación: nos muestran dilemas y conflictos, nos dicen una cosa y la contraria, nos obligan a optar prematuramente, a tener una opinión sin disponer de todos los instrumentos necesarios de la razón. ¡Si al menos fuera solo una opinión! Es mucho más que eso: tienen el poder de cambiar nuestro estado emocional, de turbarnos sin nuestro permiso.

«Los medios tienen el poder de cambiar nuestro estado emocional, de turbarnos sin nuestro permiso»

Parece que la única forma de evitar que invadan nuestras emociones es aceptar la ambigüedad. Los filósofos escépticos de la antigua Grecia creían que no necesitar una verdad definitiva produce de por sí tranquilidad y felicidad. Es verdad que la indeterminación y el conflicto producen inestabilidad y que tomar una posición nos devuelve al reposo necesario, pero no por mucho tiempo, puesto que reaccionaremos emocionalmente cada vez que esta opción sea cuestionada, lo cual sucederá continuamente, sobre todo si entramos en las redes sociales. La única forma es abstenerse de optar, por lo menos momentáneamente. Es una actitud de coraje y resistencia: no solo me abstengo de opinar, sino de conformar una opinión.

Habrá quien crea que esta actitud es irresponsable. Nos dirán que hay que tomar conciencia de la corrupción, de los despropósitos del gobierno, nos dirán que hay que indignarse por lo que está pasando… Y puede que sea verdad, pero no sin nuestro permiso: solo cuando así lo decidamos. Si nos insisten mucho, lo mejor es decir que hemos estado muy ocupados con algo, y, a no ser que estemos ante personas fanáticas o misántropas, nos preguntarán por ello, de forma que habremos conseguido mover las mentes de los demás y no la nuestra.

Los escépticos estaban comprometidos con la búsqueda del conocimiento igual que podemos estar nosotros con la mejora de la sociedad. La suspensión del juicio les liberaba de tomar partido al tiempo que les permitía mantener una actitud empírica e incondicionada, que es precisamente lo que ha impulsado la ciencia hasta nuestros días. Puede que nosotros, al igual que los participantes del experimento, no podamos eludir estar previamente condicionados, pero sí podemos evitar tener que identificar todo lo que nos muestran. Lo que vemos son dos círculos y una raya, nada más. No se trata de desconfiar del relato mediático, sino de que tenga que haber una verdad o de que alguien tenga que tener razón. ¡Que no nos muevan las mentes! La verdadera libertad y autonomía no es poder tener una opinión, sino decidir si queremos tenerla, disponer sobre todo aquello que entra y sale de nuestras emociones y pensamientos.


(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.

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