Ciudades

La era de la homogeneización

Nos encontramos en un tiempo dominado por la uniformidad, una época donde las distintas culturas abogan por enarbolar la ausencia de personalidad o identidad en la arquitectura.

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31
enero
2024

Como profesor de Historia del Arte, en los últimos tiempos he asistido a un interesante fenómeno. Buena parte de mi alumnado de segundo de bachillerato —quizás el más formado críticamente para participar con verdadero interés en los debates de las clases— insiste en preguntarme, cada vez que tratamos los períodos clásicos del arte —de Grecia al neoclasicismo, pasando por los renacimientos de los distintos órdenes estéticos durante el siglo XIX—, por qué se ha perdido actualmente el sentido de belleza en nuestra sociedad. Aunque entiendo que todavía les queda mucho por conocer —en concreto, profundizar en las razones que motivaron los cambios drásticos en la estética del siglo XX, vanguardias y posguerra mediante— y que su juicio puede cambiar en este sentido, reconozco sentirme identificado con el sentimiento manifestado por estos adolescentes. Es un hecho que existe una cierta orfandad cultural.

Nos encontramos inmersos en un periodo de crisis a todos los niveles —empezando por el moral y llegando al político, consecuencia este de una distorsión del primero—. No obstante, aún está por llegar ese resurgimiento o renacer de la conciencia colectiva.

Se perciben destellos, pero resultan a todas luces insuficientes si no consiguen impulsar a la multitud. Si hacemos caso a la tradición cíclica de la Historia, paradójicamente en los periodos más oscuros ha brotado el talento. Esperemos que en este, donde todavía reina la confusión, finalmente llegue un cambio de corte humanístico —aunque el presente siga sin ser muy halagüeño—.

Particularmente, suele surgir esta cuestión cuando tratamos la arquitectura de una época. La última pregunta vino de una alumna: «¿Y por qué ahora las construcciones parecen cajas de zapatos?» Curiosa definición de la arquitectura actual. Podríamos hablar de la sombra alargada de Gropius, Mies van der Rohe e, incluso, sacar a relucir el título de la conferencia de Adolf Loos, Ornamento y delito. De hecho, siempre les pongo en contexto con cada uno de estos acontecimientos, de la forma más breve y concisa que puedo. No obstante, nada de esto debe servir como cortina de humo para evitar tratar el asunto que verdaderamente importa y que escapa a la lejanía de todos los anteriores: nos encontramos en un tiempo dominado por la homogeneización o, si se quiere, la uniformidad.

Es decir, una época donde las distintas culturas abogan por enarbolar la ausencia de personalidad o identidad en la arquitectura. Y esto puede y debe conectarse con la siguiente cuestión: asistimos a un proceso cada vez más agresivo de globalización, donde cada vez existen menos diferencias entre los habitantes del mundo. Todo tiende a unificarse y, a la vez, pierde sus raíces. Desde que Marshall McLuhan acuñó el concepto de «aldea global» hasta que Gilles Lipovetsky refirió a la «cultura mundo», han surgido y seguirán surgiendo múltiples estudios sociológicos en torno al tema.

Asistimos a un proceso cada vez más agresivo de globalización, donde cada vez existen menos diferencias entre los habitantes del mundo

Pero volvamos a los precedentes de la arquitectura como «caja de zapatos». Le Corbusier sabía perfectamente que para que su idea de nuevo orden constructivo calase en la sociedad, ésta debía cambiar su mentalidad. Para lograr dicha evolución «estética» en el pensamiento de la sociedad, la mejor forma era hacerla habitar sus arquitecturas, porque solo cambiando a las personas desde dentro —en el ámbito íntimo y privado— modificarían su mentalidad. Solo así puede entenderse su famoso Plan Voisin (1925), proyecto que buscaba derribar el centro de París para edificar sobre su solar casas puristas. Una frialdad que, bajo la excusa de su función higienista o favorecedora de la circulación, no solo habla de la personalidad asocial del francés —en el ensayo Los trastornos mentales que nos dieron la arquitectura moderna, la arquitecta Anne Sussman y la psicóloga Katie Chen aluden a la mente autista de Le Corbusier como causa de la arquitectura moderna, por lo que en lugar de «genialidad» debería de hablarse de «trastorno»—, sino que en algunos casos como este podría referir a un «ideal» de signo paradójicamente «totalitario». No podemos evitar acordarnos de otro proyecto también ideado en la década de los 20, aunque tomaría fuerza desde 1933: Welthauptstadt Germania del arquitecto Albert Speer. Este pretendía derruir Berlín siguiendo el ideario de Hitler para levantar en su lugar la ciudad ideal donde no cupiesen las «imperfecciones».

Por todo ello, no debemos exonerar a las propuestas de los arquitectos clásicos para entender la realidad actual. Tienen que ver en buena parte, pero esa «unificación» estética y humana pudo llegar a cristalizar por la vía política. Los gobernantes, en definitiva, impelidos por factores de índole político, dan el visto bueno para la creación de las actuales ciudades-colmena, frías, asépticas y carentes de carácter. Porque uniformando la arquitectura, el diseño de las urbes, se puede acabar racionalizando a sus habitantes, casi como parte de ese decorado o mobiliario. De lo grande a lo pequeño: edificios donde predomina el cristal, el hormigón, el ladrillo y el metal, conformando una geometría básica —quizás algún detalle, pero siempre vacío—; cortes de pelo calcados y carentes de gusto; música que suena idéntica, sin importar quien la «componga» o «interprete». Vagones de tren donde la gente tiene por distracción su móvil —y aún así evita el silencio y el respeto, optando por poner en alto la música que escucha, hablando a voz en grito cuando llaman o les llaman por el teléfono, cantando incluso sin ningún tipo de pudor ni consideración hacia los demás—.

Los gobernantes dan el visto bueno para la creación de las actuales ciudades-colmena, frías, asépticas y carentes de carácter

Todo esto es símbolo de una sociedad carente de valores y de identidad, donde cada vez predomina más el interés propio y hasta este parece dirigido por las altas instancias —gastar, trabajar, vivir en cápsulas evitando la comunicación directa (ahora, cuando precisamente la tecnología ofrece cada vez más posibilidades para las comunicaciones interpersonales, algo impensable hace pocos años)—. No olvidemos que la uniformidad de gustos, de pensamiento, propicia el pensamiento único y el conformismo. Precisamente de lo que tantas novelas distópicas hablaban hace ya casi cien años, y cuyas profecías poco a poco se van cumpliendo. Más allá de Orwell o Huxley, también la crítica pudo entenderse desde otro cristal tintado: el de Tati en los escenarios de sus films Mon oncle (1958) o Playtime (1967). Personas que se comportan de forma ridícula por habitar modernos espacios destinados a ir en contra de su propia naturaleza.

Como profesor, intento incentivar el pensamiento crítico, la reflexión y el cuestionamiento a través de la formación humanística y, sobre todo, aportando los conocimientos que humildemente poseo. Quiero pensar que no todo está perdido y que todavía se puede hacer algo en favor de lo que nos hace humanos y únicos frente a tanta homogeneización.

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