Ciudades

«España está sobreconstruida: hay que empezar la deconstrucción»

Fotografía

Alfredo Arias Horas
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15
febrero
2023

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Alfredo Arias Horas

¿Qué ocurrió en España para que el país pasase de ser el segundo en el mundo en proteger los paisajes –lo hizo la Constitución de 1931– a llenar sus líneas de costa de caos urbanístico o tirar los edificios singulares de sus ciudades? A raíz de su último libro, ‘España fea’ (Debate), Andrés Rubio se adentra en la raíz del problema: las legislaciones poco eficientes, la historia política reciente o el ‘tirón’ de la especulación explican muchas de las causas que han llenado la geografía española de cuestionables moles.


Leyendo España fea queda claro que el régimen franquista tuvo un elevado impacto en cómo es ahora el paisaje y en sus problemas. ¿Por qué, ahora que hablamos más de memoria histórica, olvidamos esta cuestión y no le damos tanta importancia cómo quizás deberíamos? 

Desde luego, la memoria histórica debería incluir la memoria urbanística. El franquismo supuso una regresión claramente terrible en este campo, como en casi todos. La II República catalizó un movimiento que venía desde finales del siglo XIX, el del urbanismo avanzado. El movimiento moderno –que es el racionalismo en la arquitectura– tuvo un momento dorado en esos años. El franquismo zanjó todo esto y volvió a un tipo de arquitectura neofolclorista regionalista, lo que supuso una profunda vuelta atrás de la que España nunca se ha recuperado.

«La democracia no terminó con las malas prácticas del franquismo»

Cuando terminó el franquismo se hizo un ejercicio de replantearse qué había pasado y cómo deberían cambiar las cosas, pero muchas de las prácticas que eran habituales en el urbanismo durante los años sesenta y setenta permanecieron en el diseño de nuestras urbes. 

El tema crucial es ver cómo la democracia no terminó con las malas prácticas del franquismo. Esto es una de las cosas que más me sorprendió durante la investigación, ver que la degradación urbana continuó en la democracia y que no se hizo casi nada para detener ese proceso. El franquismo había adoptado el modelo estadounidense: desregulado, expansivo y que da el poder a la iniciativa privada (y que pierde el concepto de tutela pública). Lo hizo por diferentes razones, pero sobre todo por el dinero que llegó de los últimos coletazos del Plan Marshall, por las misiones de expertos que fueron a formarse a Estados Unidos en esa cultura –y que la trasplantaron a España– y porque ese modelo desregulado le venía como anillo al dedo a un régimen que era fundamentalmente corrupto. De aquellos polvos, estos lodos. La democracia no supo detener este proceso, que se complicó aún más cuando, de una manera totalmente irreflexiva, los padres de la Constitución cedieron las competencias de urbanismo sin filtros a las comunidades autónomas. De ahí que esa desregulación y esas malas prácticas se multiplicaran por 17. Y suma el gran poder que tienen en España los ayuntamientos.

Hablando de ayuntamientos, en España fea se muestran historias paralelas de municipios con trayectorias con finales divergentes: buenas prácticas frente a caos urbanístico, pero con similares puntos de partida. ¿Cuál es la clave de que te toque, por así decirlo, un alcalde bueno? 

El quid de la cuestión está lamentablemente en las individualidades. A Santiago de Compostela le tocó con Xerardo Estévez [alcalde que protegió la ciudad histórica entre los años ochenta y noventa]. En Barcelona, un caso distinto porque en general hay una tradición mayor en Cataluña, tuvieron la enorme suerte de tener a Narcís Serra de alcalde, que era un hombre que sabía de arquitectura y tuvo la inteligencia de poner al frente del urbanismo a Oriol Bohigas. En total, han sido 32 años de pensamiento socialdemócrata aplicado a la ciudad, lo que convierte a Barcelona en un laboratorio urbano admirable –aún ahora– desde todo punto de vista.

¿Podemos seguir aprendiendo de lo que ambas ciudades hicieron bien? 

Sí, totalmente. De esas dos y también de otras, como Girona. Siempre que hay pensadores de la ciudad al frente, todo sale mejor. En cuanto se empiezan a colocar en los puestos de urbanismo a personas sin conocimiento en el tema, todo se viene abajo. En 1976, Giscard d’Estaing, el presidente francés, decía que había que poner como protagonistas a los «artistas de la ciudad». Él llama así a los arquitectos, los urbanistas y los paisajistas. A mí me parece que esas palabras siguen estando de rabiosa actualidad y la fórmula debería ser la misma, añadiendo a sus equipos multidisciplinares ahora que todo es mucho más complejo.

Francia es el país que usas como referencia de cómo hacer bien las cosas, pero allí muchos de sus líderes vienen de la política municipal o tienen perfiles más diversos en sus estudios que los de los políticos españoles. ¿Tenemos un problema ya de base por quién acaba teniendo el poder en términos de formación y conocimientos? 

Totalmente. En el caso de España, y con todos los respetos a los abogados, deberían despejar un poco el panorama para dar cabida a otras disciplinas. La abundancia de abogados en la política española ha llevado a una sobredimensión de lo jurídico en nuestro país, que nos devuelve aquella expresión de Michel Foucault cuando hablaba de la regresión de lo jurídico: esto acaba siendo una maquinaria infernal, y lo vemos claramente en el caso del Algarrobico, que un ponente del Supremo que estudió el caso calificó como «galimatías jurídico». Esto es letal en los temas de ordenamiento urbano. Debería haber muchos más arquitectos y arquitectas y muchos más profesionales del espacio público entre los agentes del poder. En Francia, todos los presidentes de la República son conscientes de la importancia de lo que Henri Lefebvre denominó «la ciencia del fenómeno urbano». 

«Si tú perfeccionas los espacios públicos, estás logrando espacios igualitarios»

Quizás en ese país ya hay una cultura popular más clara vinculada a la importancia del territorio. 

Francia es muy interesante porque es un país donde el debate sobre el síndrome de vivir el fin de los paisajes está más interiorizado por la población. Aunque en mi libro defiendo mucho el modelo francés, allí curiosamente miran el alemán, porque Francia también ha sufrido muchísimo esta epidemia de fealdad en las áreas periféricas de las ciudades o en los macrocentros comerciales, que destruyen el tejido del pequeño comercio y los centros de las localidades porque las desertifican. Todo esto en Francia está muy debatido y, curiosamente, sus expertos también achacan esta deriva negativa a las leyes de descentralización de los años ochenta: se acabó dando mayor poder a los ayuntamientos, muchas veces con alcaldes que no tenían ni idea de configuración urbana, algo que también pasó en España. Es terrible decirlo, pero no ha habido una capacidad de formar a los alcaldes ni a los presidentes de comunidades autónomas para que sean conscientes de que la configuración del espacio público es algo fundamental dentro de su tarea política: si tú configuras bien el espacio público estás creando atmósferas de justicia espacial. Si dejas que el bloque inmobiliario campe a sus anchas, estás creando escenarios de injusticia espacial. 

Cuando hablamos de cómo se organiza el territorio y la España fea, por tanto, no estamos solo ante una cuestión estética. ¿Está también creando brechas en la sociedad que vive en esos espacios? 

Se crean cicatrices y se rompe el equilibrio de la igualdad, aquello que Tony Judt llamaba «el compromiso con el perfeccionamiento de lo público». Si tú perfeccionas los espacios públicos, estás logrando espacios igualitarios. Si no los tienes en cuenta, abres fisuras: creas una ciudad de los ricos y otra de los pobres. Fomentas lo que el urbanista danés Jan Gehl llama con mucha gracia el «urbanismo de cagada de pájaro», en el que los arquitectos sobrevuelan la ciudad y van soltando sus excrecencias sobre el territorio sin tener en cuenta la configuración del espacio público. Este tipo de urbanismo es clarísimo en grandes tramos de la costa española, como la Costa del Sol, y es fruto de ese dejar hacer al bloque inmobiliario sin controles. 

En esta ola de destrucción de paisajes, ¿se está olvidando al patrimonio industrial? Es lo primero que cae ante la piqueta y no suele ser llorado, aunque también es historia colectiva. 

Completamente. Hay que establecer un filtro, porque no todo vale en el patrimonio industrial, pero lo que sí vale hay que mantenerlo. Forma parte de la memoria de los ciudadanos. El caso más flagrante es el de la Ría de Bilbao, donde han tirado edificios industriales de mucho valor. El modelo que ha seguido Bilbao es el de lo cuqui y ya se ha llevado por delante una buena parte de la memoria de la ciudad. Es una pena porque la ciudad tiene un modelo de regeneración urbana en muchos aspectos, pero no en este. Esa política urbanística del salvajismo neoliberalizador sigue cerniéndose sobre muchísimos puntos del territorio. Volviendo a Henri Lefebvre, el gran filósofo de lo urbano, él ya pedía en los años setenta un plan estratégico del Estado porque la ciencia del fenómeno urbano es tan compleja que necesita ese pensamiento desde arriba para ordenar el territorio. Eso es lo que no se ha hecho en España ni tiene visos de que se vaya a hacer. La única esperanza que nos queda es que la Unión Europea articule grandes políticas de formación, de concienciación y de sanción tratando de buscar la ordenación del territorio para la justicia espacial. 

«Estamos ante una ‘disneyficación’ del espacio público tan azucarada como repulsiva»

Sobre los modelos cuquis, si a finales del siglo XX vivíamos la dictadura del hormigón y de hacer cosas gigantes, ¿en el XXI hemos vivido entonces una del cuquismo? Las ciudades se han ido llenando de esculturas que son «momentos foto». 

Esculturas horrendas. El tema es anecdótico porque se pueden quitar, pero es una disneyficación del espacio público tan azucarada como repulsiva. Estas esculturas urbanas que no pasan ningún filtro estético y que encuentras por todas partes, junto con las rotondas, serían un poco la metáfora de este concepto de la urbanalización. Ahora mismo, en cualquier caso, yo creo que lo cuqui está en franca decadencia, porque afortunadamente están ganando terreno otros conceptos, como, por ejemplo, el consumo cero de suelo. Esa idea es fundamental, porque España está sobreconstruida y hay que empezar la deconstrucción. ¿Cómo se hace esto? Muy fácil: hay un colectivo en Madrid que se llama n’Undo que tiene un lema impresionante que es «deshacer, rehacer y no hacer». En el no hacer se incluye este consumo cero de suelo, deshacer que es desmantelar sin ningún problema los puntos conflictivos y rehacer que es intervenir sobre lo ya construido. A partir de ahí se abre toda una panoplia de posibilidades impresionantes. Los arquitectos y arquitectas jóvenes de la nueva generación están ya en ello.

Más allá de lo que puede hacer la Unión Europea, ¿es esa nueva sensibilidad por lo sostenible un antídoto para paliar esta España fea?

El antídoto es esto, efectivamente, y empezar a zurcir. El zurcido urbano es un concepto muy de los años ochenta y noventa. Zurcir es como recoser y que quede perfecto lo que estaba estropeado. Es una fórmula que tiene arquitectas estupendas que están ya trabajando esa vía, como Itziar González Virós, Carlota Eiros o Marina Fernández Ramos. También son muy interesantes los espacios no binarios, espacios que se recuperan y que tienen –y que se les busca– diferentes usos, con materiales desnudos, instalaciones vistas, espacios de descanso y productivos unidos e intervenciones pequeñas donde la sensibilidad, el color, la luz y el diseño son aportaciones fundamentales. Hay una nueva generación que está investigando de una manera distinta, sobre todo partiendo de esta premisa de lo sostenible y de esa idea de que hay que dejar de consumir suelo, de que el territorio está sobreconstruido y ya no hace falta seguir construyendo. 

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