Opinión

¿En defensa de las humanidades?

Abogar por el cultivo de las humanidades en la actualidad no es tarea fácil: cada vez tienen menos cabida en esta época que se ha plegado sin reservas a los dictados del rendimiento y la utilidad práctica. No obstante, estas no se protegen compitiendo por su presencia en asignaturas, sino siendo conscientes de que su valor es inconmensurable y, por tanto, no reducible a ningún tipo de cálculo.

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16
agosto
2022

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Son muchas las voces que, con mayor o menor acierto, se erigen hoy en defensa de las humanidades respondiendo a las disposiciones legislativas que paulatinamente las van arrinconando. No se trata de una empresa fácil si se tiene en cuenta que nuestra época, dominada por el paradigma tecnocientífico, se ha plegado sin reservas a los dictados del rendimiento y la utilidad práctica, donde poca cabida tienen las humanidades.

Si algún ingenuo pretendiese hoy acceder al mercado laboral exhibiendo en su currículum el mérito de conocer a un místico neoplatónico del siglo III como Plotino, tendría con total seguridad el fracaso garantizado, habida cuenta de que los valores que promovía el autor de las Eneadas, fundados en el desprecio de lo material y la búsqueda de lo eterno, son opuestos a lo que se espera hoy del sintomáticamente mal llamado capital humano. 

En figuras como la de Plotino se inspiran muchos de los que consideran que las humanidades son el antídoto contra las servidumbres de nuestro acelerado mundo moderno. Sea como sea, y pese a que podamos sintonizar con determinadas críticas y diagnósticos, lo que nos proponemos aquí es mostrar que, en general, los argumentos que han esgrimido recientemente algunos defensores de las humanidades corren el riesgo de resultar idílicos, cuando no confusos, contradictorios e incluso contraproducentes.

El tipo de defensa de las humanidades al que nos referimos tiene, en primer lugar, una génesis reactiva que responde a la desaparición de ciertas asignaturas del currículo de secundaria y que, de no revertirse, nos abocaría a una sociedad servil, carente de espíritu crítico y orientada en exclusiva a satisfacer las necesidades del mercado laboral. La educación –prosiguen en su argumentación– debería albergar aspiraciones más elevadas a fin de crear ciudadanos libres, fomentando la belleza, la crítica y la autonomía más allá de la tiranía de la utilidad práctica.

«¿Qué está fallando? Probablemente lo mismo que fallaría si nuestros estudiantes disfrutarán de alguna asignatura más de corte humanista»

Es cierto que el sentido originario de la palabra ‘escuela’, que proviene del griego Skholè nos remite al tiempo libre y al ocio; a esa condición libre de finalidades prácticas como, por ejemplo, la búsqueda de alimento, que nos permite dedicarnos al estudio. Por contra, la escuela se ha convertido hoy en tiempo ocupado orientado al único fin de lograr un empleo; esto es, alimento. Pero ni la escuela va a recuperar sus valores originarios, ni la sociedad se va a liberar de sus servidumbres en virtud de la presencia o no de determinadas asignaturas en el currículo. Es necesario otro enfoque, porque estamos ante un fenómeno de grandes proporciones.

En primer lugar, si las humanidades favorecen las cualidades mencionadas, resulta extraño que hayamos llegado a la situación actual, toda vez que quienes nos han traído a ella sí han disfrutado de una educación bien provista de humanidades. Más aún, son de sobra conocidos, y muy representativos, primeros ministros y presidentes formados en la más exquisita tradición humanística que inopinadamente se han entregado no solo a comportamientos reprobables, sino a la tiranía de las finalidades mercantilistas y del poder, erigiéndose incluso en impulsores de las mismas.

¿Qué está fallando? Probablemente lo mismo que fallaría si nuestros estudiantes disfrutarán de alguna asignatura más de corte humanista.

Si reducimos el problema a la presencia o no de las humanidades en el currículo educativo, estaremos pasando por alto otros aspectos tal vez esenciales. Por ejemplo, no debemos olvidar que, a todas luces, son cambios sociales de mayor calado los que están propiciando la desaparición de las humanidades en el currículo educativo. Y estos atañen a la educación de manera integral, no solo en lo relativo a las humanidades. La desaparición de las humanidades no constituye la causa de la crisis, sino que es un efecto de la crisis. Actuar sobre los efectos o, lo que es lo mismo, atacar los síntomas, no elimina las causas, que es de lo que nos debemos ocupar.

«Es importante ser conscientes de que los saberes de las humanidades bien pueden ponerse al servicio de numerosos vasallajes»

Además, debemos añadir que determinadas loas a las humanidades están asumiendo premisas poco rigurosas que desvirtúan cualquier defensa. Por ejemplo: ¿quién otorga el grado de pureza y carencia de finalidad a los estudios en humanidades? Hay casos que van en la dirección contraria. Pensemos en filólogos reconvertidos en publicistas que llevarán a cabo campañas de lavado de cerebro inductoras de la fiebre consumista. O en licenciados en filosofía que, a tenor de algunas informaciones, son cada vez más demandados por los gigantes de Silicon Valley. Es muy lícito que lo hagan, pues no se pretende establecer aquí causas generales, pero sí dejar constancia de que los saberes que aportan las humanidades y el conocimiento profundo de todas las facetas de lo humano, incluido el lenguaje, bien pueden ponerse al servicio de todos esos vasallajes de los que supuestamente nos libera el estudio de las humanidades.

Por otra parte, con el mismo criterio que usamos para defender las humanidades, podríamos defender también otros saberes igualmente alejados de la tiranía de las finalidades; por ejemplo, la cosmología, que además nos impele a mirar más allá de nosotros mismos y a salir de la actitud egocéntrica que tantos problemas ocasiona. Es más, ¿por qué la ingeniería (por poner un ejemplo extremo) no va a ser capaz de crear mentes críticas, abiertas y libres? Incluso la propia economía o los saberes más orientados al mercado –por no hablar de las ciencias sociales en general y de la sociología en particular– cuyo conocimiento bien puede abrirnos los ojos ante determinadas situaciones. Muchos se pueden hacer de forma legitima estas preguntas y sentir, además, que ciertos argumentos en defensa de las humanidades no hacen más que alimentar la idea de una suerte de élite moral e intelectual por encima del bien y del mal; actitud no solo contraproducente, sino contraria al espíritu de las humanidades. 

Si no atendiésemos a ninguno de los argumentos anteriores y nos dispusiésemos, como mejor solución, a reforzar las humanidades en el currículo educativo, podríamos llegar igualmente a resultados contrarios a los esperados. Supongamos que las asignaturas de humanidades tuvieran el ansiado protagonismo en la educación secundaria. Si ello no se tradujese, como a todas luces es más que previsible, en una generación de espíritus críticos liberados de la tiranía del mercado, de las redes sociales y demás vasallajes modernos, ¿supondría ello un fracaso o descrédito de las humanidades? En absoluto. Pero en esta tesitura se las quiere poner.

«No hagamos de las humanidades una alternativa a nada, ni siquiera al absurdo invento del pensamiento computacional e innovaciones similares»

En su defensa, se las quiere presentar como una herramienta más dentro del engranaje tecnocrático del sistema educativo. Obviamente, las humanidades fallarán ahí porque, desprovistas de toda finalidad y todo cálculo, sí están por encima del bien y del mal; pero convertidas en instrumento pierden por completo su valor. Quien las cultiva por gusto, caminará en la dirección de ser un espíritu libre, quien las conciba como una asignatura más, será inmune a ellas o incluso las rechazará.

En su crítica a la escolarización, Ivan Illich sostenía que «el derecho a aprender se ve restringido por la obligación de asistir a la escuela». De la misma forma, aunque en un sentido distinto al de Illich, podríamos decir que el placer de aprender y disfrutar de las humanidades se ve restringido, cuando no anulado, por la obligación de cursar una asignatura. Una asignatura que es contemplada como un eslabón más dentro de un proceso de enseñanza basado exclusivamente en contenidos y procedimientos, y donde la figura del profesor queda, muy a menudo, en un segundo plano, cuando no intelectualmente devaluada por el propio sistema, tal y como sostenía Chomsky en su crítica al sistema educativo.

Las humanidades no se defienden compitiendo por la presencia de asignaturas, sino siendo conscientes de que su valor es inconmensurable y, por tanto, no reducible a ningún tipo de cálculo. Defendamos las humanidades cultivándolas, disfrutando de ellas en coherencia con su naturaleza; esto es, por gusto, sin más, y no entrando en una competencia dictada por un afán clasificatorio del todo artificial. No hagamos de las humanidades una alternativa a nada, ni siquiera al absurdo invento del pensamiento computacional e innovaciones similares. Insuflemos a todas las disciplinas su dimensión no solo humanística, sino también humana, porque nos atrevemos a decir que, en última instancia, el humanismo no está tanto o solo en el contenido de los saberes como en el modo de acercarnos a ellos y de integrarlos en nuestra vida para construir con ellos una comunidad de personas libres.

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