Cultura

Así bailó Zaratustra

Bailar forma parte de la experiencia humana: el ritmo ha seducido a las personas desde los comienzos de su conciencia. La danza ha sido –y continúa siéndolo– una forma de entretenimiento, una vía para liberar endorfinas y disfrutar del momento. Pero, además, tiene usos mucho más decisivos: cada paso de baile ha ayudado a establecer comunidades e identidades colectivas y ha servido incluso para hablar directamente a los dioses.

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14
febrero
2023

Los hombres y las mujeres nómadas, con la piel curtida por el sol, el aire y las heridas, tenían pocas certezas. No sabían qué hacían allí, ni por qué estaban obligados a respirar, cazar y sufrir. Tan pocas eran, en realidad, como las que tiene el ser humano actual. La mayoría de estas preguntas aún continúan sin respuesta, si bien se antojan algo distintas. Algunos intentan resolverlas enco­mendándose a algún tipo de espiritualidad colec­tiva; otros, en cambio, abrazan el nihilismo des­garbado que ocasionalmente resulta tan atractivo. Pero en todos los casos se mantiene en común esa angustia de carecer de certidumbres.

No es casual que entre los bípedos primitivos la danza constituyera una de las principales ex­presiones que ayudaban a descifrar –o al menos a tolerar– los enigmas de un mundo con aún más sombras que el actual. Algunos de los instrumen­tos musicales más antiguos –como flautas he­chas a partir de huesos– datan de hace al menos 40.000 años, lo que según los antropólogos indica la importancia que la música tenía para estos gru­pos humanos que no concebían el ocio como las sociedades modernas. Esta clase de instrumentos –encontrados en cuevas– se vinculan hoy estre­chamente con distintos tipos de bailes y rituales. Y más allá de sus múltiples dimensiones trascen­dentales, la danza también era una forma a través de la cual obtener endorfinas y otros componentes químicos relacionados con el bienestar.

«Tenemos constancia de su existencia desde nuestros orígenes. El ser humano, al igual que ha pintado o hablado, siempre ha bailado», explica Ibis Albizu, doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid e investigadora en Danza del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). «No es casual que muchos pensadores desde la Antigüedad, como Luciano de Samósata, consideren que todo en el universo danza, en el sentido de que está en movimiento», añade. «Este escritor sirio decía que, al igual que las estrellas ce­lestes tienen movimiento, los seres humanos nos movemos porque nuestro cuerpo es un reflejo de la armonía universal», apunta.

Ibis Albizu (CSIC): «El ser humano, al igual que ha pintado o hablado, siempre ha bailado»

Como expresión, al igual que como arte, la danza es difícil de asir –y, por tanto, de definir–. En El indiscreto encanto de la danza, Delfín Colo­mé señala que es un fenómeno difícil de analizar, ya que posee no solo una «fugacidad esencial» –como si los movimientos, al igual que las pala­bras, fueran arrasados por el viento–, sino tam­bién una fuerte complejidad derivada de su simul­taneidad. Se trata, al fin y al cabo, de un arte «que se desarrolla a la vez en el espacio y en el tiempo». Complejidad que se multiplica con la misma facili­dad con que lo hacen sus ramas: pocas semejanzas guardan entre sí el ballet y el jazz, al que el bailarín y coreógrafo Matt Mattox, por ejemplo, definía como una danza con la que tener «la mayor libertad en los movimientos sin que el espíritu deje de tener presente la mejor relación posible con la música».

Pero a pesar de huir de las definiciones, la danza no es un conjunto de movimientos descontrolados. «Siempre ha estado vinculada a las corrientes históricas y artísticas de su época», explica Albizu, lo que puede quedar eclipsado por el ballet, «un tipo de danza que, debido a la configuración histórica, ha tenido una mayor influencia a lo largo y ancho del mundo». No obstante, el número de bailes se equipara siempre al de las distintas culturas y sus variadas corrientes, como es el caso de la danza barroca, renacentista o romántica. O lo que es lo mismo: hay tantas formas de bailar como cabe imaginar.

¿Bailar para Dios o para nosotros?

De este a oeste, quienes bailaban solían hacerlo con la mirada puesta en el cielo. Y no solo en las formas primitivas. En la India existen danzas tradicionales como el mohiniyattam, entre cuyos movimientos gráciles se esconde la devoción a Dios. «El baile está presente en innumerables rituales religiosos», indica Albizu. «Decía Platón que la danza es eso que le pasa al cuerpo cuando oye música y no puede evitar moverse, por eso ante el sonido y los gemidos de ritos dionisíacos era imposible no bailar. El movimiento ha sido considerado a menudo como un catalizador entre el más acá –el cuerpo– y el más allá –la divinidad–», apunta la investigadora, que traza una sencilla comparación al añadir que «nosotros, que vivimos en el siglo XXI, seguimos bailando en fiestas, rituales o protestas».

Es algo que también destaca Timothy Clack, profesor de Antropología en la Universidad de Oxford: «El baile rítmico ha sido un aspecto esencial de muchas religiones, entre cuyos ejemplos se encuentran la orden musulmana de los derviches –donde los danzantes giran sobre sí mismos con los brazos extendidos– o las danzas que los chamanes usaban para entrar en trance».

Clack (Universidad de Oxford): «Las comunidades que bailaban juntas estaban más unidas y, por tanto, mejor situadas para hacer frente a los retos del entorno»

Sin embargo, las distintas etapas históricas han marcado la evolución de una expresión marcada por su valor intangible. «Uno de los mayores cambios ha sido la pérdida del sentido de trascendencia. La danza se bailaba antiguamente en sociedad, como ocurría en los rituales religiosos, pero no era un arte profesionalizado, con un discurso artístico propio y separado de otras artes como la música, el teatro o la ópera», señala Albizu. «Hoy, en cambio, establecemos una diferencia categorial entre bailarines amateurs y profesionales», añade.

Esta pérdida de trascendencia se refleja, en parte, en uno de sus sentidos primarios: el de la cohesión comunitaria. La palabra griega chorein –de la que deriva el término coro– lleva implícito el propio sentido de la danza, lo que deja entrever su esencia colectiva. Es, de hecho, «el movimiento del grupo». No es sorprendente que, al igual que la religión, el baile sea también una expresión profundamente identitaria. Así lo defiende Clack, que no duda en señalar el hecho de que «muchas comunidades étnicas, nacionales y religiosas alrededor del mundo tienen danzas representativas que forman parte de un patrimonio inmaterial a través del cual pueden construirse», y llegan a elaborar «significados culturales y sociales que las convierten en una experiencia única». Tal como explica el profesor, «la gente raramente baila cuando se encuentra sola: solemos hacerlo mucho más en situaciones sociales, especialmente cuando los demás también están participando».

Se trata de una forja comunitaria que cuenta con ventajas, aunque hoy la apariencia habitual la haya despojado de un sentido más profundo. «Tiene un valor claramente adaptativo. En términos darwinianos, funciona de forma positiva bajo las presiones naturales», afirma Clack. «Las comunidades que bailaban juntas estaban más unidas y, por tanto, mejor situadas para hacer frente a los retos del entorno. De forma similar, en términos de selección, también jugaba un importante rol en el desarrollo sexual», indica. Hoy, no obstante, el sentido ha cambiado. «En Occidente, el baile es más a menudo una forma de entretenimiento, mientras que en otras partes del mundo continúa ligado íntimamente a la religión, la tradición y la identidad», recuerda el experto. Mientras, se siguen dando pasos en una u otra dirección, pero, probablemente y por una razón o por otra, se continuará bailando hasta el fin del mundo.

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