Opinión
Los años de la ucronía
Nos encontramos en una permanentemente época electoral, enfrentándonos unos contra otros. Se ha puesto de moda, y no solo en política, construir un relato falso, jugar a la ucronía: casi todos se basan en hechos posibles, sí, pero que no han sucedido realmente.
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Stefan Zweig escribió una hermosa biografía de Erasmo de Rotterdam, el primer y gran humanista del Renacimiento, y al referirse al tiempo que le tocó vivir al «primer europeo consciente de serlo», dejó una extraordinaria descripción de lo que representó aquella época: «Se trata de uno de esos típicos momentos en que la humanidad se ve, por así decir, desbordada por sus propios logros y tiene que emplearse a fondo para estar a su propia altura».
Cuando el siglo XXI está a punto de alcanzar su primer cuarto, parece que nos encontramos en uno de esos momentos y ante un nuevo Renacimiento. Razones no faltan para pensarlo: crisis perenne, incertidumbre creciente, polarización inexplicable, guerras (no solo la de Ucrania), desigualdad, corrupción, instituciones obsoletas, ausencia de líderes y, por si el panorama fuese escaso, la desconocida y emergente fuerza de la inteligencia artificial y sus muchos derivados. La efervescencia social es mayor cada día y se habla sin reparos de la reinvención del capitalismo y de la nueva función de la empresa y de las instituciones.
Estamos atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con aceleración y buscamos atajos. En consecuencia, nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla, como la cama de Procusto, a dogmas previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas empresas e instituciones, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales; la fuerza en desánimo; el conocimiento en soberbia y las palabras en nada. Las organizaciones no son malas en sí mismas: son malas cuando transubstancian mal. Las buenas empresas y las instituciones que quieren serlo transubstancian bien, antes, durante y después de las perennes crisis: crean buena cultura, convierten los vicios individuales en bienes colectivos, el propósito en acción y en compromiso; la debilidad en fuerza, las palabras en hechos (no en retórica) y el ejemplo en santo y seña. Muchos, sobre todo los políticos –pero también los dirigentes de cualquier ámbito– se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés: sin hombres y sin mujeres –sin personas– no hay instituciones, ni empresas, ni nada de nada.
«La mentira moderna se produce en serie y se dirige a la masa para manipularla»
Ahora, cada día, tengo la impresión de que todos los poderes nos manipulan sin descanso, probablemente porque, como escribió Orwell en 1984, el poder no es un medio sino un fin en sí mismo. Desde siempre –el ayer siempre absorbe al anteayer–, casi todas las personas que ostentan algún poder persiguen alcanzar ese fin, esa capacidad cobarde –a veces ilimitada– de influir. Desde que tenemos conciencia (hay manipuladores antes de que existiesen los influencers), los humanos nos venimos mirando en el espejo de la historia para repetirla. Buscamos ejemplos de cómo nos hemos manipulado unos a otros a través de los siglos, rebuscando enseñanzas de cómo hacerlo mejor y sacar ventaja persiguiendo el desideratum de la manipulación, un chantaje emocional del que, en la mayoría de los casos, la víctima sufridora no se percata. Quien manipula desprecia a las personas y la propia vida comunitaria. En definitiva, engaña y desprecia la verdad.
Estamos, además, en una permanentemente época electoral, polarizados, enfrentados unos a otros. En política –pero no solo– se ha puesto de moda construir el relato falso, es decir, jugar a la ucronía: casi todos los relatos se basan en hechos posibles pero que no han sucedido realmente, especulando sobre realidades alternativas ficticias y fabricando hechos que se han desarrollado de forma diferente a como en realidad los conocemos. Es cierto que, como señaló Koyré, historiador de la ciencia, así es la condición humana: el hombre «se ha engañado a sí mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor». Pero ahora ocurre algo más grave: se niega la autoridad a la razón y se niega sobre todo la autoridad de los hechos, dejando que imaginaciones o deseos prevalezcan sobre lo fáctico. El que fuera presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue y sigue siendo un maestro en el «arte» de la mentira y tiene aventajados alumnos en todas las partes de este mundo nuestro. A mi juicio, todos –sociedad civil, empresas, gobiernos y universidades– deberíamos hacer una autocrítica profunda. Tengo la sensación de que muchos dirigentes no se dan cuenta del poder transformador que tienen, por ejemplo, la educación, la política o las empresas; creen, equivocadamente, que su función no es social sino un mero juego. No es así, ni nunca podría serlo, pero no estamos a la altura de las circunstancias.
Es tiempo todavía de incertidumbre y de desasosiego. «Todo me cansa, incluso aquello que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor», escribió Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego. La pandemia nos ha enseñado que sobran predicadores, influencers, pseudocientificos, opinadores todólogos y políticos ineptos y embusteros. También sobran los que, al levantarse cada día, se creen el ombligo del mundo. La mentira moderna se produce en serie y se dirige a la masa para manipularla, de tal forma –otra vez Koyré– que «si no hay nada mas refinado que la técnica de la propaganda moderna, tampoco hay nada mas burdo que el contenido de sus aserciones, que revelan un desprecio total y absoluto por la verdad». Al fin y al cabo, con pandemia, en pospandemia y en crisis perenne, la manipulación está presente en nuestras vidas y desprecia la razón y la verdad, además de la dignidad de las personas. Y es que, como nos enseñó la nobel Wistawa Szymborska, «a fin de cuentas / lo que hay es ignorancia de la ignorancia / y manos ocupadas en lavarse las manos».
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