Sociedad

El Síndrome de Procusto (o por qué necesitamos ser el alfa de la manada)

Procusto, hijo de Poseidón, cortaba pies y manos de las sobresalientes personas que acudían a él buscando cobijo. Perpetuando el mito griego, millares de personas convierten la excelencia y la diversidad en una amenaza: si piensas o eres diferente (y destacas por ello), estás en su punto de mira.

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13
abril
2023

Procusto era, para la mitología griega, el artífice de un reinado del terror. Regentaba una pequeña posada en las colinas de la región del Ática que ofrecía cobijo al viajero solitario, pero cuando éste se acostaba en la cama de hierro para descansar, era amordazado por Procusto, que lo ataba de pies y manos. Si la víctima era demasiado alta, serraba las partes del cuerpo que sobresalían; si era de baja estatura, descoyuntaba sus huesos y estiraba su piel hasta que alcanzaba el tamaño de la cama. Para añadir dramatismo a la historia, las leyendas cuentan que nadie gozaba de una estatura idónea, ya que Procusto escondía dos camas: una alargada y otra diminuta. 

Las torturas de Procusto llegaron a su fin cuando el héroe Teseo, como parte de su última aventura antes de llegar a Atenas, retó al posadero a tumbarse en la cama y superar su propio reto. No lo logró: perdió la cabeza y los pies.

Siglos después, el mito se ha transformado en una problemática psicológica conocida como el síndrome de Procusto, también llamado síndrome de la amapola alta por aquellos que prefieren un trasfondo más naíf. En ambos casos, no obstante, se describe lo mismo: una incapacidad absoluta para reconocer las opiniones, capacidades o idiosincrasia de los demás, cuando éstas suponen destacar; incapacidad que, como sucedió con el hijo de Poseidón, conduce a la autodestrucción.

El síndrome hace referencia a una incapacidad absoluta para reconocer las opiniones, capacidades o idiosincrasia de los demás, cuando éstas suponen destacar

Pero ¿qué significa destacar? A fin de cuentas, la respuesta es el foco de la rabia de aquellas personas embaucadas por el síndrome de Procusto y, por tanto, la única posibilidad de salvar a sus víctimas y a sí mismas de acabar postradas en una cama demasiado pequeña o demasiado grande.

Lo cierto es que la mayoría ligamos la acción de destacar con la excelencia. En otras palabras, sobresale quien en clase de matemáticas sacaba un sobresaliente o quien en el trabajo ejecuta proyectos como un barista veterano hace café: con confianza, como si fuese un acto rutinario, y un resultado exquisito. Sobresale quien concilia la vida familiar y laboral, quien saca tiempo de donde no lo hay para viajar o quien aporta algo a la sociedad. Sobresale quien es buen amigo, quien amasa grandes fortunas o quien tiene un estilo impecable a la hora de vestir. En el fondo, el acto de destacar es arbitrario; puede estar motivado por una gran variedad de acciones, pero todas tienen algo en común: el brillo que emana de la persona sobresaliente. 

Bajo esa atmósfera reluciente, apreciar el éxito ajeno se convierte en una inspiración hacia el desarrollo de algunas personas. Sin embargo, para los descendientes de Procusto, se trata de una amenaza a la que reaccionan a golpe de sierra, recortando cualquier atisbo de excelencia como quien poda las malas hierbas que han crecido demasiado alto para que todo el paisaje luzca idéntico, camuflando así su propia mediocridad.

Esta tarea se lleva a cabo con estrategias a la altura de un conflicto bélico. ¿El primer paso? Desmoralizar al enemigo haciéndole creer que sus opiniones son inválidas y que sus capacidades son deficientes. Después, la guerra psicológica deriva en pequeños gestos de pavoneo: las personas mediocres o procustianas exageran sus conocimientos, sobreestiman sus aportaciones y, lo más importante, crean redes entre ellas para hundir al enemigo en equipo. De este modo, la persona sobresaliente se siente no solo inferior, sino sola, lo cual es más doloroso si cabe.

Pero la excelencia no es la única forma de destacar. Entra también en juego la diversidad, y es que cuando estamos acostumbrados a una misma narrativa o forma de hacer las cosas, la diferencia se convierte en una enemiga. 

Como si de un campo de hermosas margaritas se tratase, cuando brota una amapola, es el punto rojizo lo que capta la atención de los transeúntes. Ahora imaginemos una cultura repleta de hombres blancos trajeados de mediana edad tomando decisiones a la que, poco a poco, se incorporan personas con trayectorias, realidades o identidades diversas. Algunos abrazarán la diferencia, entendiéndola como pieza esencial del progreso. Otros pocos, en cambio, sucumbirán al síndrome de Procusto deseando hundir a quienes se apartan de lo normativo, solo porque sobresalen.

Se trata de una lucha primitiva por ser el líder de la manada, pero sin una recompensa más allá de la confortable mediocridad. Si nadie es más inteligente que tú, no tienes que esforzarte por aprender. Si nadie incorpora opiniones diversas al discurso colectivo, no tienes que esforzarte por rebatirlas con argumentos sesgados. Si nadie brilla por su carisma, su atractivo físico o su resiliencia, no tienes que esforzarte por acallar tu necesidad de aprobación. Y quizá este es el verdadero problema: todos queremos gustar o impresionar, pero algunos, para lograrlo, toman impulso hundiendo a quienes gustan o impresionan o bien por naturaleza, o bien porque se han esforzado para llegar a la cima. 

Lamentablemente, esta lucha por la uniformidad tiene fecha de caducidad en la era de la meritocracia y de la diversidad. ¿Importa encajar con lo normativo? Sin duda: en ese campo metafórico, ser una margarita es un privilegio, una apuesta segura. No obstante, cada vez crecen más amapolas a base de perseverancia y esfuerzo. 

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