Opinión

Fast God

La alianza entre conservadores y evangelistas podría terminar erosionando algunos valores esenciales de la democracia. Al fin y al cabo, el mensaje central de la democracia cristiana está en las antípodas de las prescripciones de estos pastores: sólo hace falta ver la moralidad de los políticos más apegados a esos movimientos, como Trump o Bolsonaro.

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31
marzo
2023

Desde el esperpéntico acto de Vox exhibiendo los trajes regionales, la política española no ha vivido seguramente un evento más surrealista que el «Europa es hispana», en el que el PP intentó contraprogramar la cumbre iberoamericana con una fiesta en el parque de San Blas en la que se bailó el El tiburón y se escuchó la estrambótica bendición de los dirigentes populares por parte de una pastora evangélica. Pero ¿qué había de incorrecto o inapropiado en esa unción sacerdotal, en mezclar religión y política?

A nivel superficial, los más puristas pueden señalar un fallo estético en la cutrez del acto. La política sostiene todo tipos de manifestaciones: incómodas o soporíferas, frívolas o pedantes, triviales o metafísicas. Pero es difícil acomodar lo cutre. Y, para muchos, el acto del PP despidió cutrez. 

Sin embargo, el problema real es más profundo y engarza con el papel de la religión en política. De momento, en España no hemos visto la alianza entre evangélicos y políticos conservadores que se ha convertido en el sello de la nueva derecha en todo el continente americano. En Estados Unidos, Trump solidificó un pacto con los pastores más radicales que ha dado muchos réditos a los candidatos republicanos en todo el país. En Brasil, el voto de los evangélicos ha sido el granero de voto de los bolsonaristas. 

Si la derecha quiere repetir la estrategia en España o en otras naciones europeas, debería tener en cuenta quién pierde. Y las dos víctimas principales del ascenso de estos nuevos movimientos cristianos pentecostalistas y neo-pentecostalistas no son las izquierdas ateas –que, si me apuras, se benefician electoralmente de la movilización del voto del miedo a estos pastores que suenan con un verbo tan enajenado– sino dos pilares tradicionales de los conservadores de la Europa Occidental: el catolicismo y la democracia cristiana.

«Las dos víctimas principales del ascenso de estos movimientos evangelistas no son las izquierdas ateas, sino: el catolicismo y la democracia cristiana»

En América Latina, los evangélicos, que representan entre un 20% y un 40% de la población en la mayoría de países, no han crecido a costa de los no-creyentes, sino de los católicos. Los pastores evangélicos siembran sobre las ruinas de la que un día fue la omnipotente Iglesia católica latinoamericana. Su religión es de consumo más rápido que la católica. Sus pastores lanzan mensajes superficiales en contraste con la mayor profundidad de los sermones católicos. Los ministros evangélicos se basan más en su carisma personal que en la formación recibida en los más exigentes seminarios para sacerdotes católicos. Como la comida rápida ha sustituido a la dieta tradicional, la fast religion evangélica está reemplazando a la espiritualidad católica, de más lenta cocción. Colaborando en la expansión de esta religión rápida, aunque sea –de momento– de forma anecdótica y no sistemática, el PP está haciendo un flaco favor a la religión que profesan millones de sus votantes y que se practica en las instituciones de enseñanza donde se han educado la inmensa mayoría de sus élites.

La otra derrotada por el ascenso de los evangélicos es la democracia cristiana que, ciertamente, nunca ha tenido la fuerza formal en España de la que ha gozado en otras naciones europeas, pero que sí ha representado una influencia informal, además de corrientes de pensamiento relevantes, dentro de formaciones de derechas, como el PP y los nacionalismos periféricos. En general, la democracia cristiana ha jugado un papel fundamental en el desarrollo del modelo de vida europeo, tanto desde el punto de vista socioeconómico (pues la democracia cristiana fue la madre del Estado de bienestar en la Europa de posguerra) como político (pues cristianodemócratas fueron prácticamente todos los padres del proyecto original de la Unión Europea). Y el mensaje central de la democracia cristiana está en las antípodas de las prescripciones de los evangélicos contemporáneos. Sólo hace falta ver la moralidad de los políticos más apegados a esos movimientos, como Trump o Bolsonaro.

«La democracia cristiana promocionaba la autocontención frente a los impulsos egoístas y, por ende, la necesidad de poner límites morales al capitalismo salvaje»

Pero, más allá de comportamientos individuales, la democracia cristiana promocionaba la autocontención frente a los impulsos egoístas y, por ende, la necesidad de poner límites morales al capitalismo salvaje. Y, al contrario, los evangélicos son más tolerantes con el enriquecimiento ilimitado. Su dogma, al menos el de muchos pastores, intenta reconciliar al dinero con Dios, descargando de culpas a quienes acumulan inmensas riquezas. Traicionan así una de las enseñanzas esenciales de Jesús, según el evangelio de Mateo: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (6:24). Pero, claramente, les surte efecto.

No es casual, por tanto, que la gradual aquiescencia de la derecha, en prácticamente todo el mundo democrático, con la desigualdad económica y la persistente insistencia en bajar los impuestos haya coincidido en el tiempo con la subida de este cristianismo evangélico frente al tradicional, tanto católico como protestante. 

El PP, como el resto de partidos conservadores europeos, debería reflexionar profundamente sobre estas tendencias, porque son temas que tocan a la médula de su sistema ideológico. Los dirigentes populares no necesitan la rápida bendición pública de un pastor, sino la lenta discusión privada con un confesor. 

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