Opinión

No hay Shakespeare para el PP

«Marx lamentaba no disponer de un rey Lear. Nosotros nos tenemos que conformar con un señor que presume de lanzar muy lejos huesos de aceituna», defiende del Molino.

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25
febrero
2022

Es inevitable tirar de Shakespeare, pero hay que resistirse a citarlo porque sus versos tienen la virtud de ennoblecer la mugre. Es mejor tirar de Marx, que fue un grandísimo shakespeariano, pero también un gran humorista. En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, una de las mejores crónicas políticas jamás escritas, dejó aquel tópico tan manoseado de que la historia se vive como tragedia y se repite como farsa. Por lo visto, no fue un hallazgo suyo: su compadre Engels le puso una frase muy parecida en una carta, y Marx, muy cuco, se la quedó, como nos la hemos quedado tantos desde entonces –incluso quienes no saben que es marxista– para expresar esa mezcla de perplejidad y desencanto que sentimos al seguir las noticias. Tantas veces la hemos repetido, que ya no se aprecia la frustración crónica y desesperada que contiene: con ella, Marx expresaba su incapacidad como escritor. Le habría gustado narrar el Segundo Imperio francés como Shakespeare contó a Ricardo III, pero la realidad se le imponía con toda su mediocridad rancia.

No echamos de menos aquellos tiempos gloriosos en que la política sonaba a verso yámbico con voz de Orson Welles, tan solo medimos el abismo que va entre la estilización teatral de las tragedias clásicas y la insoportable fetidez de los acontecimientos del día. Marx lamentaba no disponer de un rey Lear; ni siquiera disponía de un Napoleón original, sino un sucedáneo de sobrino. Nosotros nos tenemos que conformar con un señor que presume de lanzar muy lejos huesos de aceituna. Así no hay manera de rematar un buen segundo acto, nos decimos, sin pensar en que tal vez aquellos personajes no eran mejores, ni más misteriosos, ni más profundos que Teodoro García Egea y Pablo Casado.

Esta historia merece un tono trágico, pero otorgárselo supondría renunciar a la distancia crítica y dar la razón a los protagonistas cuando la única razón que importa aquí es la democrática. Abracemos la farsa, regocijémonos en el esperpento, para que sufran un poco en carne propia la vergüenza ajena que domina a la sociedad entera.

«El fracaso del PP es el fracaso de la democracia parlamentaria y deja la escena expedita para quienes no creen en ella»

Tiempo tendrán los historiadores de contar este desmoronamiento como el prólogo de un infierno, y tiempo tendremos de lamentar todo lo que pudimos haber hecho y no hicimos. Mucha suerte para los encargados de dar sentido y significado a todo esto. De momento, solo nos queda recrearnos en el asombro y hervir un poco de indignación, tan sana como estéril.

Es asombroso e increíble que un partido tan central como necesario amenace con irse a pique por una pelea de patio de colegio entre narcisistas incapaces de manejar un proyecto político o de formular dos o tres ideas y ser consecuentes con ellas. La desgracia no viene de ahora: hace mucho que el PP, que nació con la intención de ser la casa grande del centro-derecha en el contexto del llamado bipartidismo imperfecto de España, desahució a buena parte de sus votantes, que no saben qué carajos es ese partido porque no ha cuajado en un proyecto que compacte la tradición conservadora con la liberal y la democristiana en una fórmula homologable a las europeas. Lo que contempla estos días Casado desde la soledad inconsolable de la traición es la hora de los chacales, que se disputan la carroña de lo que pudo haber sido el partido razonable de la derecha razonable.

No cabe celebración alguna, y la izquierda que guarde un sentido del Estado no tiene nada que celebrar ante la descomposición del rival, porque hay una grandísima parte de la sociedad española que es de derechas y necesita expresarse políticamente y articular su cuota de poder. El fracaso del PP es el fracaso de la democracia parlamentaria y deja la escena expedita para quienes no creen en ella y solo entienden el parlamento como un medio para sus fines, que nunca incluyen el parlamento mismo. La culpa no es del bloque de izquierda, claro, pero los años de polarización –creada por los hunos y los hotros– no han ayudado. La política de guerra fría que ha negado el pan y la sal al contrario, cuestionándole su condición de demócrata y justificando cualquier insulto o subiendo el volumen del griterío, ha llevado hasta este descampado de matones. Así terminan las cosas cuando despreciamos las formas institucionales y concebimos al rival político como un enemigo a abatir y no como una presencia insoslayable con la que no cabe más remedio que entenderse.

Por eso no merecen versos de Shakespeare. A lo sumo, unas coplillas hamponas y carcelarias, de las que cantaban los quinquis glosando sus hazañas con la navaja.

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