Opinión

Nadie se prepara para el fin del mundo

La guerra siempre es paradójica: el mundo frívolo no tiene sentido bajo las bombas, pero estas se soportan precisamente por la esperanza de que, al reconstruir los escombros, resurja la vida banal que añoramos.

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09
diciembre
2022

Ha habido mucho cachondeo a costa de la alcaldesa de París, la gaditana Anne Hidalgo, y el de Kiev, el kirguís Vitali Klichkó. Ha sido un cachondeo vitriólico o, como dirían en el pueblo de Hidalgo, malaje. Compartían ambos un debate en Bélgica sobre la reconstrucción de Kiev tras la guerra, e Hidalgo sugirió a Klichkó que podía aprender de la experiencia parisina de sustituir los coches por las bicis. Por internet circula un vídeo de menos de un minuto en el que destaca el contraplano de Klichkó mirando con escepticismo, sorna y tal vez una leve ofensa a la alcaldesa de París, en un gesto que muchos han interpretado así: «¿Tengo la ciudad en ruinas y me vienes con bicis y patinetes?». La escena ha corrido como una mamarrachada más de esa izquierda posmoderna («noches de MDMA y poliamor, mañanas de aguacate y tofu», según la muy certera y divertida caricatura de David Mejía). Están tan lejos del mundo –dicen los críticos–, que le faltan al respeto al alcalde de una capital en guerra. ¡Les preocupa más la huella de carbono y el urbanismo ecofriendly que el agua corriente y los edificios bombardeados!

Desempolvando viejas ideas de Umberto Eco, yo diría que este es un caso de decodificación aberrante: de ese corte de menos de un minuto no se puede inferir tal cosa. No sabemos de dónde venía el discurso de Hidalgo ni adónde iba. A lo mejor la alusión tenía sentido en el contexto de un foro donde los alcaldes de las capitales de Europa van a echar un capote y a imaginar un futuro en el que Kiev se parezca más al París bicicletero de Hidalgo que a la cúpula del trueno de Mad Max. La reacción del alcalde de Kiev también puede deberse a mil razones y significar un millón de cosas. Es un campeón de pesos pesados de boxeo nacido en las estepas centrales de la URSS en 1971: vaya usted a saber cómo expresa simpatía y acuerdo un sujeto que se ha ganado la vida zumbando a otros armarios roperos en pabellones con olor a puro y linimento. Y, sin embargo, la carcundia ha elevado a categoría una anécdota mínima y sin contexto: los pijoprogres de la Europa decadente no entienden la gravedad viril de la guerra. 

Lo cierto es que la guerra no la entiende nadie, salvo quienes la sufren. Desde la incomprensión que da la lejanía se pueden decir muchas idioteces, como los sanos que visitan hospitales para levantar la moral a los enfermos y acaban ofendiéndolos con su repertorio de lugares comunes y sonrisas limpias. El consuelo exige comprender el sufrimiento que se quiere consolar, y hay muy poca gente en Europa que pueda ponerse en el lugar de los ucranianos. Ninguno de los alcaldes que, con la mejor de las voluntades, le explicaron a su colega de Kiev cómo planificar el caos urbano, puede ponerse en su lugar. Ninguno ha tenido que poner a patrullar a su policía local para evitar saqueos nocturnos, ninguno ha gestionado un toque de queda militar, ninguno ha tenido que repartir alimentos u organizar puntos de recarga de móviles con grupos electrógenos en los barrios sin luz o intentar ordenar el éxodo de la mitad de su población por carreteras bombardeadas. 

«El consuelo exige comprender el sufrimiento que se quiere consolar, y hay muy poca gente en Europa que pueda ponerse en el lugar de los ucranianos»

En rigor, no hay nada que puedan decirle los alcaldes de Europa que no suene a insulto, pero Vitali Klichkó estaba ahí, en Bélgica, escuchándolos con educación y atención. Supongo que si considerara aquello una idiotez, habría mandado a un técnico: no me molesten con chorradas sobre carriles-bici y gestión de residuos, que tengo que conseguir agua potable. Pero fue, y al ir, expresó una de esas paradojas que aparecen en todas las guerras y que se expresan en el dilema entre lo urgente y lo importante. 

Conocida es la anécdota apócrifa en la que un diputado opositor reprochó a Winston Churchill que no recortara el presupuesto de cultura en pleno blitz. Al parecer, Churchill respondió: «Entonces, ¿para qué luchamos?». En cambio, su paisano George Orwell, escritor y cultureta de izquierdas, se escandalizaba porque siguiera habiendo conciertos, exposiciones y debates culturales en plena guerra. Seguramente Klichkó, que ha demostrado ser un alcalde valiente y eficaz que no ha abandonado el puesto ni un segundo y ha atendido las necesidades perentorias de su población sin descuidar lo lúdico (en los primeros meses de guerra instaló pantallas en el metro, donde se programaban ciclos de cine para todas las edades, y se preocupó por mantener muchas actividades de ocio infantiles en los refugios), viajó a ese foro sabiendo que iba a escuchar muchas chorradas condescendientes e inútiles, pero con la convicción de que son esas chorradas las que merecen la lucha: hay gente en Kiev que resiste para poder ir en bici y tomar tostadas de aguacate en el brunch, en vez del menú soviético que les propone Putin.

En lógica, esto es una paradoja: el mundo frívolo no tiene sentido bajo las bombas, pero las bombas se soportan por la esperanza de que, al reconstruir los escombros, resurja el mundo frívolo que añoramos. En psiquiatría, esto también tendrá un nombre, porque no hay conducta humana sin diagnóstico. Para quienes nos gusta vivir –esto es, para los que gozamos de la vida tal cual se nos presenta, sin causas por las que morir ni paraísos en los que soñar–, es la clave de la bóveda. No nos podremos poner en la piel de un ucraniano en guerra, pero entendemos su paradoja y su disforia social y política. 

«Si sufriera de ese mal posmoderno de la culpa, todo esto me incomodaría mucho: me emociona esta guerra porque me la cuenta gente como yo»

Leo estos días el Diario de una invasión, de Andréi Kurkov, que se ha convertido en el referente literario de Ucrania para los que no vivimos en Ucrania. Me resulta muy sencillo comprenderle porque Kurkov se parece mucho a mí. Es mayor que yo (nació en 1961), pero su vida antes de la guerra era parecida a la mía: escribía libros, mandaba artículos y columnas, daba conferencias… Vivía en una casa con muchos libros en el centro de Kiev, un piso que imagino no muy distinto al mío, y le gustaba (le gusta) cenar con amigos, compartir un buen vino y estirar la sobremesa hablando sobre literatura o lo que surja. Comparto muchas de sus opiniones políticas y sociales y me identifico con su prosa serena y observadora. Si sufriera de ese mal posmoderno de la culpa, todo esto me incomodaría mucho, pues me retrataría como un ser banal, egoísta y eurocéntrico: me emociona y deprime esta guerra porque me la cuenta gente como yo, e ignoro otras guerras más lejanas porque no me llegan testimonios culturalmente tan próximos. Por suerte, soy ateo en un sentido muy radical, y reconocer que me duele más la tragedia de la gente con la que me identifico no me mortifica. También a los antifascistas de la década de 1930 les emocionaba más la tragedia de sus camaradas españoles que la de los abisinios, aunque dijesen lo contrario.

Cuenta Kurkov que los días anteriores a la invasión, los restaurantes de Kiev estaban llenos, los riders repartían sushi y pizza por quintales y el alcohol corría que daba gusto por los garitos con la música a tope. Un equipo de cine filmaba una película basada en su novela Abejas grises en una región fronteriza con Rusia y la agenda cultural estaba llena de presentaciones de libros, estrenos de teatro y exposiciones. ¿Eran los ucranianos unos inconscientes? Al contrario: la guerra estaba en la mente de todos, pero nadie se preparaba para ella. Por más que se anuncie con trompetas, la guerra siempre pilla a la gente desprevenida. El propio Kurkov salió de Kiev a última hora y sin tiempo para hacer las maletas, dejando casi todo atrás. Y era una de las personas mejor informadas y más activas en el debate público de Ucrania, alguien que llevaba tiempo convencido de que la invasión era inevitable. Pero ¿cómo diablos te preparas para el fin de tu mundo, aunque lo sepas? A lo largo de la historia, casi ningún exiliado ha sido previsor, todos han huido de noche con las tres camisas que han cogido del armario a la carrera.

Conforme avanza la guerra, el diario de Kurkov se agria. Cada vez son menos las páginas donde bromea, cada vez se fija menos en lo pintoresco y tiene menos paciencia para el detalle colorido y simpático. Le molestan las preguntas de los periodistas occidentales que le llaman por teléfono desde sus casas, sosteniendo una taza de café latte con la otra mano. Emula el gesto del alcalde de Kiev ante Anne Hidalgo: no está para que le cuenten chorradas. Siente que los europeos no entienden la dimensión de la tragedia. Pero son enfados pasajeros. Pronto, los placeres mundanos le recuerdan el sentido de la vida: su editor le visita y cenan con un poco de vino que han comprado de matute. ¡Ah, qué delicia, reír y charlar hasta la madrugada! El editor sigue trabajando, aunque la editorial ha sido bombardeada, no hay papel, las imprentas no funcionan y las librerías están cerradas, pero el editor sigue corrigiendo y editando manuscritos de escritores jóvenes porque los ucranianos querrán seguir leyendo literatura ucraniana cuando todo esto acabe, y alguien tendrá que editarla. 

Lo frívolo e innecesario aparece una y otra vez en el texto de Kurkov, como un recuerdo de lo que no hay que olvidar: que la vida es eso, que se lucha por eso, que no hay nada más importante. 

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