Internacional

Sesenta años de rivalidad

El conflicto entre Marruecos y Argelia, al igual que en muchos otros casos, surgió a causa de su proximidad territorial, pero se enconaría a causa de las tensiones de la Guerra Fría: mientras un país se alineó con Estados Unidos, el otro lo hizo con la Unión Soviética.

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29
junio
2022
Un militar norteamericano entrena en Marruecos en el marco de la operación de entrenamiento ‘African Sea Lion’.

No hay nada que excite más el odio que una estrecha vecindad. Lo saben bien las dos Coreas, así como esos referentes del poder nuclear que son India y Pakistán. En el caso del Magreb, estos ejemplos se traducen en la eterna enemistad entre Marruecos y Argelia: un choque que ha hecho zozobrar recientemente la política exterior española.

Estos dos países, sin embargo, no fueron siempre rivales. Al principio, de hecho, ambos mantuvieron buenas relaciones. En 1954, cuando Argelia comenzó a roer con furia el cordón umbilical que la ataba a Francia por medio de una guerra salvaje que se extendería a lo largo de ocho años, Marruecos ofreció su apoyo a los rebeldes. No obstante, pronto murió Mohamed V, el viejo rey marroquí, y una vez concluida la guerra en 1962, el nuevo monarca Hassan II, un hombre joven y ambicioso, no tardó en posar sus ojos sobre la fina línea de tinta cartografiada que marcaba los 1.550 kilómetros de frontera común. No solo se trataba de alcanzar una posible gloria militar; se trataba, sobre todo, de hacerse con los ricos recursos presentes en la zona. A su orden, pronto tanques, soldados y cañones se lanzaron a castigar una zona que, entonces, en 1963, aún estaba defendida por unos argelinos que seguían estando acostumbrados al combate guerrillero. Había comenzado así la llamada Guerra de las Arenas, que se alargaría durante seis meses.

Cuba y Egipto pronto se apresuraron a enviar asesores y armamento en apoyo de los argelinos, lo que hizo temer a John Fitzgerald Kennedy, entonces ya presidente, que aquel rifirrafe fronterizo arrastrara a los soviéticos y desatara una peligrosa espiral bélica. Kennedy presionó para que las negociaciones, impulsadas por varias naciones africanas, llegaran a buen puerto: cada bando perdió cientos de soldados, pero las fronteras permanecieron como estaban. Sí cambió, sin embargo, la relación entre los dos vecinos: quedaría envenenada para siempre. Ciertamente, se trataba de países antagónicos: Marruecos propugnaba el conservadurismo monárquico, mientras que Argelia apoyaba la revolución republicana, convirtiéndose a partir de entonces en madrina de grupos terroristas como el IRA o ETA. Ambos países no solo agitaban sus rivalidades por factores geopolíticos; lo hacían también para distraer la atención de sus propios habitantes de la política doméstica, notablemente chapucera y dictatorial.

La lucha marroquí contra la guerrilla formada por el Frente Polisario causaría más de 15.000 muertos

En 1973, el tablero volvió a cambiar con la entrada de un nuevo actor. Se trataba de la guerrilla conocida como Frente Político por la Liberación de Saguia al-Hamra y Río de Oro (más conocido como Frente Polisario), que reivindicaba, Kalashnikov en mano, la independencia del Sáhara Occidental, la entonces colonia española en la que los independentistas pacíficos habían empezado a toparse con los balazos de la autoridad. El líder del partido separatista, de hecho, había sido ejecutado en secreto por un comando legionario en un campo de dunas al oeste de El-Aaiún.

Dos años después, España decidió descolonizar la zona a través de un referéndum, pero Marruecos, que observaba agazapado aquel vacío de poder, decidió adelantarse. Envió entonces a la zona lo que posteriormente se conocería como Marcha Verde (denominada así en referencia al color del islam): una procesión de 350.000 civiles –y 25.000 soldados– que desmoralizó al gobierno español, debilitado por la muerte reciente del dictador Francisco Franco. Desoyendo las protestas de Naciones Unidas, Marruecos engulló el territorio. No lo hacía completamente solo: actuaba amparada por Estados Unidos, que temía la influencia pro-soviética de Argelia. Mauritania –país fronterizo tanto con el Sáhara como con Argelia– también quiso aprovecharse de la situación, pero los embates de la guerrilla y su propensión a sufrir golpes de Estado pronto la obligaron a retirarse.

El Frente Polisario comenzaría entonces a emboscar a las columnas y guarniciones marroquíes, atacando también a los pescadores que faenaban en lo que consideraba sus aguas territoriales, secuestrándolos o incluso asesinándolos. Las guerrillas, por supuesto, no operaban desde la zona, sino desde Argelia, donde se resguardaban en la geografía de tiendas y bloques arenosos de los campos de refugiados. Marruecos tomó fuertes medidas: construyó enormes muros de arena –frente a los cuales sembró la mayor barrera de minas del mundo– para bloquear la ofensiva guerrillera. Esto, unido a un uso liberal del fósforo blanco –prohibido desde 1980 por las Convenciones de Ginebra– y el napalm, acabó por darle el control del 80% de la antigua colonia.

La situación causó más de 15.000 muertos, y no fue hasta 1991 cuando se llegaría a un alto el fuego negociado por la ONU. Puede que esto pudiera haber distendido la situación entre ambos vecinos, pero la paz en la zona no sería larga: en agosto de 1994, dos yihadistas acribillaron a los ocupantes del vestíbulo de un hotel de Marrakech, y Rabat acusó a Argel del ataque; esta, ofendida, cerró la frontera terrestre hasta el día de hoy.

Cuando entró el siglo XXI, parecía claro que Marruecos había ganado la partida diplomática. Argelia andaba demasiado ocupada lamiéndose las heridas producidas por una de las peores guerras libradas contra la yihad. En 2019, las calles de Argel comenzaron a hervir con las exigencias de una renovación política. Los espadones del régimen, siguiendo la célebre máxima del Gatopardo, decidieron cambiar al decrépito presidente para no tener que cambiar nada más, pero su debilidad era evidente.

Un año después, dos agravios más ahondaron la situación por parte de Marruecos: en primer lugar, el país se lanzó a un intercambio de cohetes y bombardeos con el Frente Polisario, lo que rompió la histórica tregua alcanzada en 1991; en segundo lugar, Marruecos reconoció diplomáticamente a Israel –país despreciado por parte del gobierno argelino– a cambio de que los Estados Unidos gobernados por Donald Trump apoyaran el plan marroquí de crear una autonomía saharaui, despreciando el referéndum propuesto por la ONU. Argel trató de pegar un último puñetazo sobre la mesa: cortó las relaciones diplomáticas con Rabat y cerró el grifo del gasoducto común, destinado a España y Portugal, del que Marruecos libaba un 7% del producto. Los diplomáticos españoles se apresuraron a viajar a Argel para asegurar una vía alternativa de suministro.

Nada podía frenar ya la debacle argelina. Alemania, Francia e incluso España terminaron arrimándose a la alternativa marroquí. A la nación argelina solo le quedó amagar con liquidar toda relación comercial con España; presionada por la Unión Europea, sin embargo, rectificaría su torpe órdago poco después. El Frente Polisario, que ahora languidecía en el desierto entre discursos y desfiles, había quedado fuera de juego.

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