Internacional

Líbano, un país en bancarrota

La crisis es, según el Banco Mundial, una de las diez que más ha afectado a las condiciones de vida de un país desde 1850. Y los efectos son notables: la electricidad apenas existe salvo unas pocas horas al día.

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20
septiembre
2022

Las velas, las barajas de cartas y las linternas se han vuelto a poner de moda en Líbano. Lo son en cualquier lugar del mundo donde la electricidad –y, por tanto, la luz y el entretenimiento– haya pasado a ser un bien escaso. Las centrales eléctricas libanesas ya eran famosas antaño por su mediocre servicio, pero ahora, con el país siendo siendo absorbido dentro de un maelstrom económico de graves consecuencias, la electricidad se ha convertido en un deseo inalcanzable. En pleno Beirut, algunos bloques reciben apenas cuatro horas al día de electricidad. Y ellos son afortunados: otros solo tienen una (o incluso ninguna). E incluso esas horas pueden llegar en momentos aparentemente aleatorios, encendiéndose las luces de un bloque de madrugada, con sus sufridos habitantes levantándose a toda prisa para cargar móviles y poner todas las lavadoras que se pueda, algo más que necesario en un país donde el calor aplastante del estío encharca enseguida la ropa de sudor.

Hace unos años habría sido impensable que una gran parte de la población libanesa no considerara la electricidad como una herramienta disponible. Ahora, los beirutíes se ven obligados a recurrir al ingenio: en lugar de usar el telefonillo, bajan la llave atada a una cuerda desde el balcón. La alternativa a la red estatal era utilizar generadores privados, modo con el que algunos bloques mantenían la nevera, la televisión y el ventilador en marcha, pero el problema de los estos es que cuestan dinero y, en esos momentos, dinero es exactamente lo que le falta a los libaneses.

La crisis económica del país va mucho más allá de la electricidad: es una vorágine que lleva ya casi tres años hundiendo la nación en todos los frentes. El valor de la libra libanesa se ha desplomado hasta en un 95% y la inflación supera un delirante 168%, haciendo que los salarios ya no valgan nada. Se forman colas, ya desde por la noche, para conseguir alimentos o gasolina. Las trifulcas entre los que aguardan su turno son comunes y en alguna gasolinera, de hecho, la diferencia de opiniones ha llegado a ser resuelta a tiros.

El valor de la libra libanesa se ha desplomado hasta en un 95% y la inflación supera el 168%, haciendo que los salarios ya no valgan nada

Los medicamentos escasean también en una nación que antes era conocida como «el hospital de Oriente Medio». Muchos de estos alimentos y medicamentos, como es natural, son desviados hacia el mercado negro, que florece en las junturas de toda economía resquebrajada.

Con el Banco Mundial considerando la crisis como una de las diez que más ha afectado a las condiciones de vida de un país desde 1850, y la ONU considerando que el 80% de su población entra ya en la categoría de «pobre», no pocos libaneses han optado por el camino más directo para enfrentarse a una situación así: el que lleva al extranjero. Así, en 2019 se marcharon 17.000 libaneses del país, número que saltó en 2020 a los 66.800 y, un año después, a los 79.000. Esto, a su vez, ha drenado el país de talento y mano de obra joven. Aunque tampoco el exilio es la única manera de lidiar con la situación: los teléfonos de la línea de suicidios libanesa no han parado de sonar (al menos cuando la propia línea no es cerrada durante un par de días por falta de suministro eléctrico).

El síntoma más visible de que el sistema se había roto llegó cuando en 2019, el año en que empezó todo, los bancos se negaron a expedir los dólares que custodiaban; los clientes no tardaron en hacer colas kilométricas para tratar de retirar su dinero, llenando la calle de protestas y, en algún que otro caso, quemando la sede bancaria local.

Los dólares son cruciales para la política económica libanesa: se usaban indistintamente junto con la libra libanesa, y uno podía pagar una comida en libras y recibir el cambio en dólares. Esto era gracias a que el Banco Central Libanés mantenía los tipos de cambio fijos –a 1.500 libras el dólar– con el fin de estabilizar la economía. Para lograr esto, Líbano necesitaba dólares, y lo cierto era que generarlos resultaba más bien complicado, teniendo en cuenta las casi nulas exportaciones del país. No obstante, el Banco Central Libanés diseñó una estrategia más que discutible para generar dólares a base de propiciar grandes inyecciones de dinero privado: emitir deuda asegurando a todo aquel que se la comprara unos intereses altísimos. Los bancos libaneses, de hecho, se beneficiaron masivamente participando de aquel trato.

Sin embargo, este era un trato que no podía mantenerse indefinidamente: los intereses eran cada vez más altos para mantener todo aquel sistema de inversiones (un sistema que los analistas han calificado de «estafa piramidal estatal»), por lo que los inversores acabaron por desanimarse al husmear los riesgos más que evidentes. De este modo, comenzaron a faltar dólares, lo que desató el caos: cualquier ciudadano libanés que cobrara en libras pero pagara la hipoteca en dólares, por ejemplo, tenía graves problemas en su futuro inmediato.

Según Naciones Unidas, el 80% de la población libanesa entra ya en la categoría de «pobre»

El problema, además, era estructural: habían sido décadas de ausencia de reformas, de políticos cortoplacistas y de banqueros ávidos de beneficiarse con aquel sistema. Se podía pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI), pero la falta de avances en las reformas que este le exigía al gobierno, a su vez, dificultaba el traspaso de dinero. Y con el grupo armado Hezbolá formando parte de la inmensa coalición de unidad nacional en el gobierno, las sanciones americanas al partido –y a la economía siria– solo dificultaban aún más la situación.

Líbano ya no es el amasijo de ruinas polvorientas y pobladas por francotiradores que fue del año 1975 a 1990, cuando fue asolada por una cruel guerra civil. Los salvajes líderes de milicias han dado paso a la políticos democráticos. Pero esto no ofrece un gran consuelo: en muchas ocasiones, siguen siendo son los mismos. Con el final de la guerra, muchos comandantes colgaron el uniforme y se pasaron a la vía pacífica, haciendo de Líbano un país de partidos cesaristas.

Estos partidos se benefician del equilibrio que se impuso con la independencia del país en 1943, donde los cargos oficiales habían de dividirse religiosamente entre cristianos maronitas, musulmanes suníes y musulmanes chiíes. De este modo, los partidos han aprovechado para fragmentar Líbano en un mosaico de lucrativas taifas donde la ineficiencia y la corrupción son la norma (y en el cual Irán y Arabia Saudí no dejan de intervenir, financiando a unos u otros líderes). Los saudíes, de hecho, han llegado a forzar la dimisión de un ministro e incluso de un primer ministro durante una visita oficial (si bien el político se desdijo rápidamente a su regreso).

Mientras tanto, los políticos libaneses no han podido garantizar tradicionalmente el suministro eléctrico ininterrumpido, el agua sin contaminar o internet. Los vertederos se desbordan hasta la carretera y las playas se llenan de basura. El clientelismo es la norma, y solo el soborno, el wasta, lubrica todo el sistema.

El clientelismo es la norma, y solo el soborno lubrica todo el sistema libanés con eficacia

Todo ello pudo verse en 2014, cuando el navío de carga contratado por un empresario ruso trajo a puerto 2.750 toneladas de nitrato de amonio, un componente increíblemente explosivo. Mientras las diversas instituciones, desde la Presidencia a las agencias de seguridad, se iban desentendiendo del problema que implicaba de tener una carga explosiva como aquella en pleno puerto –al fin y al cabo, había que pagar sobornos a toda una ristra de instituciones para cargar o descargar cualquier cosa– el nitrato de amonio fue almacenado junto con queroseno y fuegos artificiales en el malhadado Hangar 12, sin alarmas de incendios o aspersor alguno.

Era la mezcla perfecta: el nitrato de amonio no suele encenderse con facilidad, pero los fuegos artificiales hicieron de detonador. En agosto de 2020, un incendio en el almacén hizo que el puerto (y los barrios cercanos) fueran súbitamente engullidos por una onda expansiva que convirtió los edificios altos del lugar en carcasas vacías y estremecidas. Murieron más de 200 personas, y la investigación subsiguiente no logró señalar con claridad a ningún responsable político. Los jueces que se encargaron de la misma fueron tumbados o acosados por aquellos partidos cuyos próceres fueran señalados por su dedo. Cuando varios líderes chiíes fueron citados por el juez Tarek Bitar, los partidos chiíes como Hezbolá o Amal llamaron a manifestarse, pero varios francotiradores enemigos abrieron fuego contra sus militantes: las jornadas no tardaron en convertirse en una batalla urbana con kalashnikovs y lanzacohetes RPG.

En este contexto, es fácil comprender el estallido de ira popular –y antisectaria, ya que por una vez se enarbolaba la bandera libanesa, tantas veces ninguneada en el país– que sacó a cientos de miles de personas a la calle en 2019. Allí se coreaba «¡Todos ellos!» como forma de acusar a la clase política en general del ruinoso estado de las cosas. Fue una catarsis nacional. Los DJs entretenían al público al aire libre durante los mitines y los vendedores ambulantes ofrecían mazorcas o helados mientras en las carreteras se erigían barricadas cubiertas por el humo negruzco de los neumáticos.

Tres años después de aquellas protestas, algunos pasarían a métodos más expeditivos. En agosto, un hombre que exigía poder retirar sus ahorros del banco para poder pagar las facturas médicas de su padre, se encerró en una sede bancaria de la capital junto con diez rehenes, un arma y suficiente gasolina como para poder amenazar con matar a los civiles y pegarse fuego a sí mismo. Los jueces no tardaron en ser clementes con él: a esas alturas, se había convertido en todo un héroe popular. El número de atracos se ha disparado desde entonces; muchas veces con intención de llevarse el propio dinero, antes que el ajeno. 

En aquellas grandes manifestaciones del 2019, uno de los jóvenes manifestantes comentó a la prensa: «No queremos vivir como lo hicieron nuestros padres». Aludía a las diferencias ideológicas y religiosas que corroían el país y que tanto poder habían dado a los gerifaltes políticos. Lo cierto es que esas diferencias han dejado de resolverse mediante las armas, pero esos mismos gerifaltes han accedido al poder político desde entonces, y su ávido reparto del mismo ha llevado al país a una situación de indefensión absoluta donde nadie para ser capaz de reaccionar para salvarlo de su enésimo reto histórico: el colapso económico.

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