Opinión

El pesimismo nos hace más fuertes (y mejores)

Esta perspectiva no dice que tengamos que sufrir, sino que debemos estar preparados para hacerlo. En este sentido, el pesimista es un revolucionario: no quiere dejar el mundo tal como es, sino comprenderlo sin temor para poder cambiarlo.

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12
mayo
2022
‘Kohala Koheiji’, por Katsushika Hokusai (1760-1849).

Quien asegura que corren tiempos terribles y aciagos es porque quizás no se ha parado a pensar en el desarrollo histórico humano, repleto de infortunios de todo tipo, como plagas, epidemias, guerras y catástrofes naturales. Precisamente, todo libro de autoayuda parte de la pretenciosa idea de que el mundo –y uno mismo– puede (y debe) mejorar. Nos vemos avasallados por toda una literatura que intenta hacer del mundo un lugar más agradable cuando, a la vista de la realidad, todo parece sugerirnos lo contrario: no existe posibilidad de progreso.

Ya lo dijeron los antiguos latinos, y Schopenhauer lo ratificó: eadem, sed aliter; todo es siempre igual, todo es siempre lo mismo, aunque se dé de diferente manera y cambien los protagonistas. En paralelo a la fiebre de la autoayuda y al auge de la psicología positiva, se desprecian con demasiada facilidad las bonanzas de un saludable pesimismo que, lejos de lo que suele mantenerse, no nos aboca a un escenario apocalíptico o a sostener una actitud de rendición (o más aún, un talante depresivo u oscuro). En realidad, un pesimismo correcta y cabalmente entendido ayuda a asentarnos en nuestra circunstancia. Lejos de esperar ingenuamente que las cosas mejoren por sí mismas, se sitúa críticamente ante el escenario humano para pensarlo y rebelarse contra las crueldades que contiene, por mucho que parezcan inevitables: la invitación de cierto pesimismo, el que aquí nos interesa, es la de aspirar a conquistar un mundo más habitable, consciente siempre de sus limitaciones, adversidades y dolores internos.

Por primera vez en español, gracias al incansable trabajo del profesor Manuel Pérez Cornejo, se pone a disposición de los lectores una de las obras más relevantes –y menos atendida en nuestros días– del siglo XIX: la Filosofía de lo inconsciente, del filósofo pesimista Eduard von Hartmann. Un libro que, en su momento, cosechó tan apabullante éxito que permitió a su autor poder vivir de las rentas que las ventas del mismo le procuraron hasta su muerte, lo que le valió para poder dedicar su existencia al estudio y redacción de numerosos títulos que, aún hoy, siguen siendo desconocidos para el lector hispanohablante. 

Gracias a este volumen, estamos más cerca de entender el espíritu de algunos autores que, siguiendo la estela teórica del maestro Schopenhauer, se propusieron entender el funcionamiento de nuestro mundo a partir de premisas pesimistas. Un pesimismo que quizás, y contrariamente a lo que se piensa comúnmente, no entrega sus armas ni se rinde ante la adversidad, sino que resulta tan lúcido como necesario y revolucionario. 

«El pesimismo nos resitúa en nuestro ahora, cuestionándolo, al contrario del optimismo actual, que nos invita a aceptar la realidad tal y como es»

He aquí la originalidad del planteamiento de Eduard von Hartmann y de su Filosofía de lo inconsciente. Von Hartmann presenta uno de los talantes más pesimistas de cuantos continuaron las reflexiones de Schopenhauer para aumentarlas o corregirlas, si bien no por ello exento, paradójicamente, de una saludable esperanza. Su pesimismo nos resitúa en nuestro ahora, cuestionándolo y reinterpretándolo, al contrario del optimismo tan en boga de nuestros días, que nos invita a aceptar la realidad tal y como es para, desde ella y con ella, conducirnos hacia un presunto mundo mejor en lo personal y en lo social.

Mientras el optimismo se mueve en la bifurcación moral del bien y el mal, el pesimismo aletea fuerte sus alas y propugna una sana rebelión contra lo establecido, especialmente contra las convenciones morales. El pesimismo filosófico responde con un gran sí al «resto oscuro» (al decir de Sylvia Plath) que parece sobrevolar toda existencia, decidiendo estudiarlo sin renunciar nunca a él.

Por ello es tan urgente un estudio filosófico, literario y antropológico dedicado al porqué del pesimismo y de su utilidad en la actualidad, en tiempos del imperativo de la felicidad. La existencia del mal y el asombro ante él, ante la conciencia del mal propio y ajeno, es un problema arraigado en la naturaleza del ser humano. Tal fue para Schopenhauer el motor de la filosofía: la abismal e irrefutable existencia del mal. Aquellos libros de autoayuda, de los que cualquier librería está plagada, parecen albergar un extraño y llamativo afán por negar el dolor, por ocultar nuestra condición en ocasiones desgraciada y desamparada, afirmando que siempre se puede mejorar. Todo ello al abrigo de la inocente sospecha de que una suerte de benévola providencia vela por nosotros y por la satisfacción de nuestros deseos.

Ni la historia de la filosofía ni la de la literatura ha procedido de este modo. Desde muy pronto, ambas disciplinas se convirtieron en un modo de transitar e incluso aceptar nuestra condición doliente. Ambas se interpretaron como un continuo aprendizaje en el complejo y enrevesado camino que conduce desde el nacimiento hasta la muerte. Ninguna filosofía, ni siquiera las de signo más optimista (como por ejemplo, la vía de Leibniz y su creencia en el mejor de los mundos posibles), ha prescindido de la premisa de que la felicidad –ese constructo tan escurridizo– se obtenga sin esfuerzo o fácilmente.

«El asombro ante la conciencia del mal propio y ajeno es un problema arraigado en la naturaleza del ser humano»

Únicamente a través de la libre asunción de la existencia del mal y de nuestra condición de náufragos en un inhóspito y vasto océano, junto a la firme conciencia de la desgracia propia y ajena, podemos alcanzar una existencia libre de engaños, cabal y responsable. La libertad solo la constituyen el ahínco y la convicción de vivir con las botas enfangadas en una plena y zozobrante incertidumbre.

De ahí la directa pregunta que se hace Eduard von Hartmann, inmerso en el seno del más rotundo pesimismo, en la Filosofía de lo inconsciente: «¿Qué cabría esperar?». La particularidad de dicho pesimismo es que, a pesar de declarar la bancarrota del optimismo más dulzón, no se priva de combinarlo con la posibilidad de un recatado talante esperanzado en el progreso cultural de la humanidad. Y es tal combinación la que hace tan reseñable, actual y atractiva la figura de Eduard von Hartmann. 

Von Hartmann sostuvo que, incluso en el caso de que no logremos alcanzar la felicidad en esta vida, a través de un constante aplomo y esfuerzo sí podemos crear un mundo moral y culturalmente mejor. Ampliando con originalidad el trabajo de Schopenhauer sobre el inconsciente y adelantándose a Freud y Jung, Von Hartmann pone su punto de mira en la noción de inconsciente. Dedicó todas sus energías a demostrar, apoyándose en los avances de las ciencias naturales, la existencia de una fuerza inconsciente que se manifiesta en cuanto nos rodea. Todo en nosotros (instintos, sociabilidad, el amor sexual, los nervios o los movimientos reflejos), así como todo en el universo (desplazamientos planetarios, gravedad, surgimiento y muerte de las estrellas, etc.), apunta al despliegue de un impulso primigenio. 

Ser conscientes del propio mal es comenzar a ser conscientes de nuestra realidad. Resulta imposible cambiar las cosas sin reflexionar sobre el mal, el sufrimiento y los males de nuestro tiempo (o al menos, sin preguntarnos si podemos cambiarlas). El optimismo tiende a dejar todo en su sitio. Es un eficaz mecanismo de pensamiento que nos hace estáticos, que nos deja inermes: todo es tan bueno (o tan malo) como puede ser. El pesimismo y su ejercicio, al contrario, es revolucionario: nos hace ver qué va mal y analiza qué puede cambiarse, permitiendo comprobar e investigar aquellas estructuras –biológicas, sociológicas, políticas o antropológicas– que hacen que el sufrimiento continúe su camino libremente.

«El pesimismo y su ejercicio es revolucionario: nos hace ver qué va mal y analiza qué puede cambiarse»

El pesimismo nos invita permanentemente a pensar y, sobre todo, a pensarnos. He aquí la raíz del humanismo pesimista de Eduard von Hartmann y, en general, de todo pensamiento pesimista. Visto así, el pesimismo puede ser el comienzo de una genuina revolución. Puede que el pesimismo no llame a la rebelión, pero sí a la revolución intelectual: vivimos invadidos por un peligroso y meloso imperativo de felicidad, rodeados de invasivos mensajes que nos hacen creer que hemos nacido para ser felices. Ya lo dijo Schopenhauer: nuestro mayor error es pensar que hemos nacido para ser dichosos. Así lo vemos en nuestros días: toda estrategia de mercadotecnia se dirige a la deliberada creación de seres humanos muy poco humanos, escasamente preparados para sufrir; se señala, condena y patologiza todo lo que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, cuando la insoslayable realidad es que todos acusamos pérdidas, rompemos con nuestra pareja y tenemos crisis con los amigos o en el trabajo; a pesar de ello, nos han lanzado hacia la despiadada construcción de una sociedad medicalizada. Una sociedad que está torturada porque no sabe y porque ha olvidado que en el meollo de la existencia también se encuentra el sufrimiento.

El pesimismo no dice que tengamos que sufrir, sino que debemos estar preparados para hacerlo. En este sentido, el pesimista es un revolucionario: no quiere dejar el mundo como es, pero tampoco crea falsas expectativas, situándonos dentro como espectadores privilegiados y realistas.

Eduard von Hartmann aseguró que, incluso en el caso de que no podamos llegar a ser felices en términos individuales, sí podemos alcanzar la dignidad de encontrar un valor inaudito en el hecho de contribuir al progreso cultural y a la mejora moral de la humanidad. Y no porque vayamos a recibir un puesto privilegiado en un más allá o porque la moralidad vaya a recibir justa recompensa en este mundo –creencias que apelan tan sólo al egoísmo personal–, sino porque Von Hartmann creyó ciegamente en que la mejora de uno mismo puede contribuir a la creación de un mundo más plenamente humano. Es responsabilidad de cada individuo, por tanto, participar activamente en dicho desarrollo: nuestras acciones pueden tener un efecto determinante en el mundo; aquí es donde se encuentra la forja de nuestra dignidad. 

«El pesimista considera que el bien más preciado es la tranquilidad, la virtud de saber sortear los sinsabores propios de la existencia»

La solución que Von Hartmann planteó fue la de intervenir activamente en ese proceso histórico de construcción en el que todos estamos envueltos. Si el pesimismo más acendrado asegura que es imposible huir del connatural sufrimiento asido a la naturaleza de todo ser viviente, el esperanzado pesimismo de Von Hartmann aduce que existe un camino no tanto de superación individual como de común redención: el de contribuir a paliar ese sufrimiento mediante una progresiva perfección moral individual; un camino que se traduzca finalmente en la meta común de mitigar el dolor y promover la cultura y el deseo.

Por eso, el pesimista considera que el bien más preciado es la tranquilidad, la virtud de saber sortear los sinsabores propios de la existencia sin caer en una enfermiza evasión que tan solo conduce a una neurosis obsesiva. Los males llegarán, y cuando esto suceda, el pesimista estará preparado y los sabrá afrontar, acogiéndolos de buen grado. No por ello el pesimista es un resignado y servil individuo; al revés, el pesimista es un revolucionario –intelectual y moral– encubierto. No espera de manera inocente a que las cosas cambien, sino que, a la vista de lo inevitable del mal, pone remedio para saber encajarlo sin rencor y, en la medida de lo posible, evitarlo e incluso solucionarlo.

En definitiva, el pesimista que sigue las enseñanzas de Eduard von Hartmann es alguien que ha alcanzado una lucidez tal que no le importa reconocer la falta de fundamento de este mundo e incluso la absurdidad de la existencia. No quiere huir de ella, sino que desea explorarla hasta sus últimas consecuencias, sosteniendo un valor tan alto que es capaz de perfeccionarse a sí mismo para, con ello, intentar perfeccionar el mundo y evitar el sufrimiento.

En tiempos de barbarie, dolor, descreimiento y desesperanza, el pesimista sensato es el último en tirar las armas. Es aquel que nunca cae en la inacción. Quizás sean tiempos para recordar el humanismo pesimista de Hartmann y para convertir nuestra miseria en una oportunidad con la que dignificar nuestro pensamiento y nuestras acciones. También para reír: el último legado del pesimismo es, en realidad, una carcajada que vierte sobre el sinsentido mientras sigue afrontándolo, dando un sí a la vida.

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