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Opinión

Las gafas invisibles

El malestar social no es un pistón que el motor económico activa o desactiva; tiene vida propia. En un momento dado, sin depender de las condiciones objetivas de fondo, este se extiende entre la sociedad como si, de repente, los ciudadanos se cambiaran las gafas a través de las que observan la realidad.

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01
abril
2022
‘Lazos de unión’, por M. C. Escher.

Si algo hemos aprendido estos años es que lo más nimio –como la subida del precio de la tortilla en México, el del billete del autobús en Brasil o los impuestos al carburante que movilizaron a los chalecos amarillos en Francia– puede llevar a las protestas más salvajes. Esto es una advertencia tenebrosa de lo que nos espera ahora, cuando la guerra en Ucrania puede acarrear alteraciones mucho más sustantivas en nuestro bienestar, con una mayor desigualdad a raíz de la inflación, desabastecimiento de productos, desempleo y, para muchos, escasez y pobreza.

Si el incremento de relativamente pocos céntimos en la gasolina en 2018 sembró el terror en una Francia que se encuentra objetivamente mejor que la de hoy, ¿qué no puede provocar la astronómica subida actual? Y este hecho es indicativo también del fenómeno del que me gustaría hablar: el poder de las percepciones ciudadanas para cambiar la realidad política; el poder, en definitiva, de lo invisible.

Nos mueve lo invisible, tanto para bien como para mal. Empecemos por lo positivo. En el sistemático estudio publicado en The Lancet sobre los factores que explican el desempeño de más de 170 países en la lucha contra la pandemia destaca sobremanera la poca importancia que parecen tener las cuestiones materiales que todos habíamos considerado esenciales: el gasto público en sanidad, el número de camas de hospital por cada 100.000 habitantes o los mecanismos específicos que los países tenían preparados para afrontar crisis de salud globales. Ninguna de estas variables ha tenido un efecto estadísticamente significativo sobre la capacidad de una nación para reducir los contagios, las muertes y para maximizar el porcentaje de población vacunada.

«Lo invisible no solo explica las bondades de nuestro mundo, sino también sus maldades»

Al contrario, tres factores inmateriales aparecían como decisivos: la confianza de los ciudadanos en sus gobiernos, la confianza en otros ciudadanos –que no sean familiares, amigos o conocidos– y las percepciones de corrupción en el país. En aquellos países donde, independientemente de lo robusta que sea su red de sanidad pública, los habitantes confían más en los desconocidos, en sus gobiernos y en la integridad de los poderes públicos, ha habido menos infectados (y fallecidos) por covid-19 y más vacunas puestas. Esa creencia subjetiva –que puede depender de factores objetivos, pero que constituye un fenómeno autónomo– es la mejor defensa que una nación posee frente a las amenazas colectivas. No es algo anecdótico y restringido al combate contra los virus: los científicos sociales han acumulado mucha evidencia científica sobre la importancia tanto de la confianza social e institucional como de las percepciones de baja corrupción en el desarrollo socioeconómico de una comunidad.

Lo invisible no solo explica las bondades de nuestro mundo, sino también sus maldades. Las percepciones de que la desigualdad se ha disparado en una sociedad y de que nos hemos dividido en «nosotros» («el 99%») contra «ellos» («el 1%») están detrás de las revueltas violentas que han asolado el planeta en los últimos años. Como apuntan los expertos, lo relevante no es que las condiciones objetivas de fondo cambien (Chile sufría tanta desigualdad en 2019 como una década antes), sino que, por el motivo que sea, en un momento dado, se extienda entre la ciudadanía la percepción de injusticia social. Entonces, la gente empieza a sentirse víctima del sistema, lo que a su vez precipita a menudo estallidos sociales. Es como si, de repente, los ciudadanos se cambiaran las gafas invisibles a través de las cuales observan la realidad.

Con esto no quiero decir que la realidad objetiva no importe. Existe una conexión, pero está lejos de ser un vínculo automático. El malestar social no es un pistón que el motor económico activa o desactiva; el malestar social tiene vida propia. Las crisis económicas y la desigualdad se traducen en descontento social, pero el traductor es imperfecto y, en ocasiones, no tiene mucha relación con el texto original.

Los líderes populistas viven precisamente de esto, de manejar las percepciones sociales y de vendernos gafas invisibles con muchas dioptrías. Se aprovechan de la forma en la que vemos la realidad y no de la forma en la que, en el fondo, valoramos esa realidad. Eso explicaría la paradoja de que las ciudadanías occidentales, encuesta tras encuesta, muestren actitudes más tolerantes hacia los inmigrantes, las minorías o las personas con distintas orientaciones sexuales, mientras los partidos xenófobos cosechan los mejores resultados electorales. Los políticos nacional-populistas nos han vendido la percepción de un miedo social que no albergamos en nuestro interior. Algo parecido ocurre con los populistas de izquierdas cuando hacen un uso hiperbólico de la «justicia social». Nos predisponen contra un sistema económico con cuyas reglas de juego subyacentes –la libertad de elección y la sana competencia– sintonizamos.

Todos vemos el mundo con unas gafas invisibles, pero podemos ponernos unas que lo deformen o unas que lo embellezcan: de esa decisión tan íntima se derivan unas consecuencias cruciales para nuestro entorno.

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