Opinión

El sexo de los demonios

El tema público más sensible de estos años se está convirtiendo en el terreno sobre el que reeditar la batalla política más ruidosa de nuestra historia entre dos bandos: por un lado, los que creen que la Iglesia es un nido de pederastas y, por otro, los que interpretan las peticiones de investigación de abusos sexuales a menores como un mero ataque a la institución eclesiástica.

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07
febrero
2022

Si algo debería escapar a la lucha política son los abusos sexuales a los menores. Todos estamos en el mismo bando y, sin embargo, comienzan a aflorar diferencias entre los partidos. Que si investigar los abusos en la Iglesia bien, pero que también se sometan a escrutinio todo tipo de entidades sociales y asociaciones deportivas. Que mejor una comisión independiente formada por expertos que una de investigación en el Congreso, etc.

Y es que, en el fondo, el tema público quizás más sensible de estos años –y sobre el que tendríamos que ser especialmente cautos– se está convirtiendo en el terreno sobre el que reeditar la batalla política más ruidosa de nuestra historia: el enfrentamiento entre clericales y anticlericales. Por un lado, quienes creen que la Iglesia es un nido de pederastas y encubridores. Por el otro, quienes identifican las peticiones de investigación de los abusos como un ataque y una causa general contra la Iglesia. ¿Es pues, la Iglesia, ángel o demonio cuando se trata de abusos sexuales?

Sin voluntad de ser equidistante, cada uno de los bandos, el clerical y el anticlerical, debe asumir una verdad incómoda. Los clericales tienen que entender que de la evidencia recogida en otros países cercanos (como los 330.000 casos de abusos sobre menores o personas vulnerables que destapó el informe independiente realizado en Francia) y de los indicios que están apareciendo en España (como los recopilados por El País) no es disparatado hipotetizar que, en España, existen cientos (o miles) de víctimas que han sufrido en silencio abusos por parte clérigos. Y, si no es del todo así, si por una característica cultural particular de nuestro país este fenómeno está menos extendido que en otras naciones, la única manera de cerciorarnos de que es así es investigándolo. Por tanto, es en el propio interés de la Iglesia tomar todas las acciones y fomentar las de otras instituciones (Congreso, fiscalía, comité independiente) para esclarecer los posibles abusos en su seno.

«Tenemos tan interiorizado el concepto de la igualdad que no entendemos ya lo novedoso que fue en su tiempo»

Pero los anticlericales, antes de arrojar a toda la jerarquía eclesiástica a la pira del oprobio moral, deben reconocer que, a lo largo de la historia, pocas instituciones han hecho tanto contra los abusos en general, y sexuales en particular, como la Iglesia –razón de más, por cierto, para que sus responsables actuales se vuelquen en este problema con todas sus energías–. De hecho, me cuesta imaginar movimientos que hayan liberado a más personas de abusos y que lleven más en su ADN la protección de la dignidad de las personas que el cristianismo.

Es una historia poco conocida. Pero el compromiso del cristianismo contra los abusos (económicos, físicos, sexuales, psicológicos) a las personas vulnerables es seguramente la clave del éxito inicial –y de la supervivencia a lo largo de los siglos más oscuros– del cristianismo. Frente a la multitud de credos y religiones que convivían hace 2.000 años en el Imperio romano, ¿qué distinguía al cristianismo, una modesta secta judía? ¿Cómo pudo una religión compartida por unas 1.000 personas en el año 40 convertir a entre cinco y siete millones hacia el año 300?

Para entenderlo no hay que fijarse solo en el credo cristiano con su revolucionaria idea de que Dios está en el corazón de todas las personas y, por tanto, todos somos iguales (hombres y mujeres, amos y esclavos, judíos y gentiles). Este concepto de igualdad, enmarcado en la Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas (deudora de la tradición cristiana de la dignidad humana, como han señalado muchos autores), lo tenemos tan interiorizado en nuestra cultura que no somos capaces de comprender lo novedoso que fue en su tiempo, o que sigue siéndolo en algunos rincones del mundo hoy.

Para verlo hay que considerar el credo reinante en el mundo antiguo, incluso en sus civilizaciones más avanzadas, como Grecia y Roma. Porque no era un mundo ateo, guiado por la razón. Las leyes impersonales llegaron a regular la vida pública ateniense o romana. Cierto. Pero la esfera doméstica estaba dominada por la religión tradicional desde los orígenes de la humanidad hasta los tiempos modernos: la familia, con los ancestros como dioses, y el padre como sumo sacerdote. Era un heteropatriarcado de una brutalidad inhumana. El padre podía vejar, violar, matar o echar del hogar a su mujer, hijos o esclavos, sin esperar represalias. En casa, el varón era rey y divino.

«Sería lógico que la Iglesia de hoy pusiera todo el empeño del mundo en investigar los posibles casos de pederastia en su interior»

La situación era particularmente dura para las mujeres. Tras sufrir las humillaciones en casa, eran forzadas a casarse cuando tenían unos 12 años (a veces antes, como las patricias Octavia y Agrippina, que lo hicieron a los 11) y quedaban a expensas de los caprichos de su nuevo propietario. Si el destino les hacía viudas, gozaban poco de su libertad y eran obligadas a volver a contraer matrimonio. El emperador Augusto incluso impuso una multa para las que no se casaran a los dos años de enviudar. Y eso para las que sobrevivían los abortos selectivos y los infanticidios sistemáticos que revelan los datos, como, por ejemplo, que en la mayoría de regiones del Imperio romano había unos 140 hombres por cada 100 mujeres. Los asesinatos de mujeres eran tan comunes que algunos demógrafos lo consideran la causa principal de la caída de población durante el imperio romano. Los análisis de las tumbas demuestran que el infanticidio de niñas era también un fenómeno extendido entre las clases privilegiadas.

Es lógico que las personas más vulnerables, esclavos, menores de edad, y, sobre todo, mujeres, abrazaran una nueva religión que les dijera que eran tan hijos de dios como el padre de familia, y que éste no podía abusar indiscriminadamente de ellos. Los datos apuntalan esa hipótesis: la presencia de mujeres en las primeras congregaciones cristianas era muy elevada. Es lógico también que la Iglesia adoptara políticas sexuales, como el divorcio o la promoción de cierto puritanismo que, con los ojos de hoy, nos parecen represivas, pero que, en el contexto en el que surgieron, buscaban frenar los constantes abusos sexuales cometidos por los ciudadanos varones. 

Y sería lógico que, la Iglesia de hoy, en honor a su labor histórica a favor de los vulnerables y contra los (varones) abusadores, pusiera todo el empeño del mundo en investigar los posibles casos de pederastia en su interior. El cristianismo es lucha contra los abusos.

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