Opinión

Escribir con prisa

Estamos tan acostumbrados a las prisas, a la productividad y a la exigencia que incluso uno tiene la sensación de llegar tarde a lo que se hace por puro placer.

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29
octubre
2021

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Hace tiempo, unos cinco años, cambié un trabajo por otro y dejé de vivir en Madrid para trasladarme a la costa. Era mi primera gran mudanza. Allí me recibieron la arena, el sol, la playa, poca gente en invierno y la ansiedad, a la que conocí por primera vez. Nadie me habló de salud mental por aquel entonces –bueno, una doctora me dijo que lo que yo tenía era ansiedad y que debía dejar mi trabajo–, así que me dio por escribir a modo de terapia. No un artículo, no un cuento, algo más profundo: ¿un libro? Por qué no.

Los precedentes no eran nada halagüeños. Casi siempre que me mentalizaba y me sentaba a escribir un relato salía del folio con las manos vacías, atropellado por la vergüenza de que alguien leyera eso. Aún así, me remangué y empecé a darle forma a la idea que la ansiedad y yo habíamos incubado en las noches de oscuridad y salitre. A los dos meses ya tenía las primeras 20 páginas. A ese ritmo —pensaba—, en seis o siete meses el libro estaría listo.

Uno no se da cuenta de lo iluso que es hasta que pasa el tiempo. Cinco años he tardado en colgar el letrero de «FIN» en la página ciento y pico. Hay un antes y un después de ese momento. De repente te has quitado un peso de encima, vuelves a ser el niño que llega el viernes a su casa con la mochila a reventar de libros y se deshace de ella hasta el lunes. Te invade una rabiosa y momentánea felicidad en la soledad de tu casa. Es algo absurdo, porque nadie te pidió que escribieses nada, ni tenías una fecha límite, pero estamos tan acostumbrados a las prisas, a la productividad y a la exigencia que incluso uno tiene la sensación de llegar tarde a lo que se hace por puro placer.

«Tu mente se llena de fantasmas que dicen que nunca escribirás como a quienes estás leyendo porque hay más talento en sus tildes que en cualquiera de tus frases»

Aunque a ese placer le brotan espinas. No puedo negar que me encanta pasar varias horas delante del ordenador escribiendo, pero llega un momento en que ese engendro literario se convierte en una obsesión. Lees y relees el mismo capítulo y siempre te tropiezas con cosas que se pueden mejorar. Y detectas errores que antes, jurarías, no estaban ahí. Intentas desconectar y disfrutar de una serie, pero no puedes dejar de pensar en el libro. O lo que es peor: se te ocurre otro diálogo o un nuevo cambio en la historia. Y lees a otros autores para inspirarte. Es aquí cuando tu mente se llena de fantasmas que te dicen que en tu vida escribirás como esos a quienes estás leyendo porque hay más talento en sus tildes que en cualquiera de tus frases; que pares, que lo dejes, que pierdes el tiempo, que aquí huele a tierra quemada.

Pero terminas y brota alguna que otra lágrima de emoción, como esos abuelos que contemplan por primera vez a su nieto recién nacido. Y piensas en lo feliz que serías si en algún momento vieses a los tuyos, a los que todavía viven, sostener ese libro que lleva tu nombre entre sus rugosas manos. Porque si algún día esa historia ve la luz, quieres que lean en los agradecimientos sus nombres. No quieres mirar al cielo y decir que esto va por ellos y que ojalá estén orgullosos. Quizá lo de las prisas cobre aquí algo de sentido.

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