Opinión

Tertulianos, vanidad de vanidades

El intelectual clásico, cuyo testimonio estaba avalado por su autoridad en el asunto, es hoy un linaje consumido. ¿Por qué no se invita a las tertulias a intelectuales como Agamben, Harold Pink, Naomi Klein, Amelia Valcárcel o Javier Gomá? Ellos ponen en entredicho y sacuden conciencias, al tiempo que muestran perspectivas de la realidad que se nos escapaban.

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08
junio
2021
Fotograma de ‘La Clave’, considerado el primer programa español de debate y presentado por el periodista José Luis Balbín. Fuente: RTVE

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Quincalleros de la palabra, mercachifles de la información, sucedáneos de eruditos, remendones del discurso hecho de retales… tertulianos. Recordemos aquellos tiempos en los que el periodista José Luis Balbín llamaba a intelectuales y expertos en función del asunto que fueran a analizar en esa ágora televisiva llamada La clave. Hoy en día opinan de cualquier cosa: el IPC, una resolución del Supremo, la Franja de Gaza o los centenarios de Carmen Laforet y Baudelaire. Siguiendo los rastros etimológicos, observamos que el adjetivo ‘tertuliano’ se originó en España en tiempos de Felipe IV (1621-40). Por entonces la moda era leer y comentar las obras del prolífico Quinto Septimio Tertuliano, teólogo y uno de los primeros padres de la Iglesia junto a Orígenes, cuyas exposiciones o discursos son comparables a los de Cicerón.

Los tertulianos posmodernos no necesitan haber leído a Tertuliano para hablar de él. Tienen su propia opinión al respecto. Por algo son gramolas de la ocurrencia. Ya no se demanda –ni se ofrece– un juicio reposado, equidistante, contrastado de los hechos. Hay improvisación. Porque en una tertulia ni siquiera hay hechos: se sustrae al público la información requerida sobre la que se organiza el debate, y lo que sucede es que se opina sobre opiniones, tranzando un circuito autorreferencial vacío. El pensador Carlos Taibo denomina a estas gentes que de todo saben y de todo hablan «todólogos».

Son de sobra conocidos. Se dedican al griterío y al escándalo. A tratar de imponer su dogmas. Son la guardia pretoriana de su propia soberbia, porque no tienen conciencia de los límites, ni conocen la prudencia, ni se acogen a la duda razonable. Algunos pueden ganar desde los 1.400 euros por programa (como Kiko Hernández o Kiko Matamoros), pero también pasamos por las mileuristas Belén Esteban o María Patiño, o los más modestos 400 euros de Eduardo Inda y Marhuenda; hasta los 300 de Rubén Amón o Nativel Preciado. A más polémica, mayores honorarios.

«Hoy la opinión de Greta Thunberg tiene más peso que la del antropólogo Bruno Latour, que ha dedicado su vida a profundizar sobre el cambio climático»

El intelectual clásico, cuyo testimonio estaba avalado por su autoridad en el asunto, es un linaje consumido. ¿Dónde quedan figuras de la talla de Umberto Eco, George Steiner o Roland Barthes? ¿Por qué no se invita a las tertulias a intelectuales como Agamben, Julia Kristeva, Harold Pink, Naomi Klein, Fukuyama, Amelia Valcárcel o Javier Gomá? Ellos ponen en entredicho, interpelan, sacuden conciencias, al tiempo que muestran perspectivas de la realidad que se nos escapaban.

Llegaron los expertos, que son lo que los gestores a la política. Especialistas prácticos. Útiles. También los ideólogos, una mezcla entre intelectuales y expertos. Entonces irrumpió lo que el filósofo Guy Debord tildó hace décadas como «espectáculo» y nos encontramos con el hecho de que la opinión de Greta Thunberg tiene más peso que la de Bruno Latour, filósofo, sociólogo y antropólogo francés que ha dedicado su vida a profundizar sobre el cambio climático. 

La economía de la atención requiere rapidez, ruido,  griterío. Son siempre los mismos, en distintos medios de comunicación, incluso en diferentes cadenas; lo que confirma que las tertulias, como las series, los programas del corazón y los concursos están en las antípodas de conformar una oferta plural. De un tertuliano ha de esperarse capacidad de síntesis, información de primera mano, amplia cultura y bagaje vital, respeto a la verdad y capacidad de comunicación, rasgos que no concurren en casi ninguno de los que ejercen como tales.

Requisitos: agresividad dialéctica, uso del eslogan en vez de ideas, terquedad, sarcasmo, nula capacidad de escucha y, por tanto, de réplica… como en todo grupo que se precie, responden a distintos tipos humanos: el bravucón, el gracioso, el serio, el frívolo, el grandilocuente, el populista, el faltón… Todo en ellos es frívolo, porque, entre otras pérdidas, la credibilidad ha reemplazado a la verificación. El sociólogo Félix Ortega lo resumió: «La fuerza del relato descansa (…) en la identificación empática con quien lo cuenta». El carisma ciega.

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