Sociedad
España, 1987
El 11 de diciembre de 1987, José Mari tenía trece años, y Víctor, once. Residían con su familia en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. A las seis de la mañana, el edificio voló en pedazos y los niños perdieron a su madre, su padre y su hermana pequeña. La periodista Pepa Bueno cuenta su historia en ‘Vidas arrebatadas: los huérfanos de ETA’ (Planeta).
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El año en el que los doscientos cincuenta kilos de amonal terminaron con la familia Pino Fernández, muchas cosas comenzaban en el mundo. En España, Felipe González emprendía su segundo mandato tras haber revalidado un año antes la mayoría absoluta en las urnas, aunque había pasado de 202 escaños a 184. En Alianza Popular, Antonio Hernández Mancha iniciaba su breve liderazgo como presidente del partido tras la renuncia de Manuel Fraga. Nuestro país acababa de entrar en la Comunidad Económica Europea y había decidido en referéndum su permanencia en la OTAN. En 1987, Sanidad impuso por primera vez en nuestro país la obligación de hacer análisis de sida a todas las donaciones de sangre, Riaño desapareció bajo las aguas del último embalse planificado por Franco y la Fiscalía se querelló contra Lola Flores por fraude fiscal, porque Hacienda empezábamos a ser todos. Los Simpson se estrenaron como serie de animación en Estados Unidos y la ONU confirmó que por encima de la Antártida se estaba abriendo un agujero en la capa de ozono. El mundo seguía su marcha, mientras en Zaragoza se certificaba el final de un proyecto de vida, que dejaba dos huérfanos a la intemperie.
Aquel año también, el 19 de junio, ETA cometía el atentado más sangriento de su historia. Asesinó a veintiuna personas con un coche bomba en el Hipercor de la avenida Meridiana de Barcelona. Hirió gravemente a cuarenta y cinco personas más. Era un viernes a mediodía y decenas de familias hacían la compra. La banda inauguraba los atentados masivos indiscriminados. Hasta entonces estaban en su diana militares, empresarios, policías y guardias civiles, y ahora se trataba de que el miedo alcanzara a cualquier ciudadano. Todos podían estar encima, al lado o debajo de una bomba al realizar cualquier tarea cotidiana. Hacer la compra, por ejemplo, un viernes después de una larga semana laboral. El espanto que provocó el atentado de Hipercor fue de tal calibre que los propios terroristas se dedicaron después a difundir teorías sobre que ellos avisaron a tiempo de la explosión. Como si fuera posible exculparse de meter semejante cargamento de muerte en el aparcamiento de un hipermercado.
«En septiembre de 1987, los cinco emprendieron el camino de vuelta a la tierra del cierzo, sin saber que era la última vez que lo hacían»
Lo que habían pretendido, en realidad, era presionar, con muchos muertos sobre la mesa, la negociación con el Gobierno. En ese momento, no había negociaciones, pero sí contactos en Argel entre representantes del Ejecutivo de Felipe González y un grupo de dirigentes de ETA expatriados en ese país. Sobre las expectativas que podían generar esos contactos, el portavoz del Gobierno, Javier Solana, declaraba en el mes de septiembre: «Hay, ha habido y seguirá habiendo contactos con ETA para que deje las armas y deje de seguir matando; pero que pierdan toda esperanza los terroristas y sus adláteres de llegar a una negociación política, porque esa posibilidad está absolutamente descartada».
En el mes de septiembre de 1987, por tanto, ETA ya había demostrado que estaba dispuesta a matar indiscriminadamente y el Ejecutivo que estaba dispuesto a negociar su final sin contrapartidas políticas.
En el mes de septiembre del 87, los Pino Fernández volvían a la rutina de todas las familias con niños pequeños, la que marca el final del verano y el regreso al trabajo y la escuela. Habían disfrutado de las vacaciones del padre –el permiso, se decía entonces– viajando al sur, a su tierra, a Talavera de la Reina, en la provincia de Toledo. Vacaciones de mucho calor y mucha familia, de libertad para los niños y reencuentro para los mayores. Los que se habían ido del pueblo o la ciudad, regresaban en verano con sus niños hablando con un acento que los convertía en los primos forasteros. Días de vinos, cañas y Fantas, raciones de calamares y canciones del verano. Después, los cinco emprendieron el camino de vuelta a la tierra del cierzo, sin saber que era la última vez que lo hacían, ajenos al cerco mortal que se iba estrechando en torno a ellos.
Este es un fragmento del libro Vidas arrebatadas, de Pepa Bueno (Planeta).
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