Siglo XXI
De qué *¿&@! hablamos cuando hablamos de resetear el sistema
Desde hace años, el discurso público se ha llenado de palabras que, por desgracia, no siempre pasan del papel: mientras repetimos esas expresiones como un mantra y las vaciamos paulatinamente de significado, retos como la desigualdad o el cambio climático siguen ahí. ¿Somos víctimas del relato?
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¿Estos tiempos de confinamiento le tienen aburrido? ¿Los sudokus y crucigramas le duran un suspiro y ya no sabe qué hacer? Si es un ávido lector de prensa, además de mantenerlo al tanto de la actualidad, los artículos pueden ser una nueva vía de entretenimiento. Le proponemos un juego muy sencillo para el que solo necesitará un periódico –el que prefiera, da igual su línea editorial– y un bolígrafo. Ábralo, lea con atención y subraye las palabras que no le digan nada y las expresiones que le suenen bien, pero que no sepa a qué se refiere el emisor al emplearlas. El resultado final le sorprenderá.
Las redes no han inventado los lugares comunes, pero sí han multiplicado el repertorio de frases hechas donde elegir y, en paralelo, han modificado la manera en que recibimos la información. Si allá por los años treinta Walter Benjamin hablaba de la muerte de la narración oral a manos de las tecnologías, casi un siglo después han sido precisamente ellas las que han hecho que se convierta en la palabra de moda en las charlas para expertos en marketing: el famoso storytelling, tan utilizado en comunicación política desde hace décadas en Estados Unidos, ahora es habitual en periodismo, publicidad y discurso público en todo el mundo. Al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse a una buena historia? Sin embargo, en un mundo que necesita algo más que palabras rimbombantes, por muy bonito que suene sobre el papel, el relato no es suficiente.
Pongamos un ejemplo reciente. ¿Sabían qué era eso de la resiliencia –según la RAE, «la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos»– antes de la pandemia? Según Google Trends, la herramienta que permite medir el interés de un término a lo largo del tiempo, a finales de febrero esa palabra tenía poco más de veinte puntos. A mediados de abril alcanzaba los sesenta y, a comienzos de octubre, los cien, el valor máximo. El éxito del adjetivo resiliente fue algo más precoz: tocó techo en las primeras semanas de marzo.
«Ciertos conceptos sufren una interesada banalización que va degradando su significado. Así sucedió también con los calificativos de sostenible o ecológico, que se aplican a cualquier producto o actividad que se quiere promocionar. En el término resiliencia se ha enfatizado el componente de adaptación que contiene en su significado para eliminar cualquier posibilidad de resiliencia crítica: finalmente, una sociedad resiliente sería, así, una sociedad conformista que acepta resignada la crisis climática, el incremento de la desigualdad social que la acompaña o la ya anunciada sucesión de futuras pandemias que, no olvidemos, también tienen su origen en la crisis ecológica», señala Alicia Puleo, catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Valladolid. Y añade: «Mi concepción de la resiliencia es muy diferente. No ha de ser entendida en un sentido de adaptación conformista, sino en el de un esfuerzo solidario para cambiar el rumbo que nos ha llevado a esta situación».
Aunque hay infinidad de términos más o menos manoseados en el discurso público, este puede ejemplificar cómo, por mucho que se usen hasta la saciedad, las palabras no siempre terminan de traducirse en acciones. «Somos resilientes porque al final la sociedad ha seguido funcionando, pero nos hemos dado cuenta de que hemos vivido buscando márgenes de eficiencia cada vez mayores y, en ocasiones, nos hemos olvidado de los márgenes de seguridad, tanto en los Gobiernos como en las compañías», afirma por su parte Ramón Pueyo, socio responsable de Sostenibilidad y Buen Gobierno de KPMG en España. «La pandemia ha evidenciado que esos riesgos que nos parecen remotos o que forman parte de las películas, a veces, suceden. Eso es aplicable al coronavirus, pero también al otro gran asunto que tenemos en la agenda: el cambio climático», advierte.
Palabras más, palabras menos
Mientras la sociedad pone los sacos para intentar contener las sucesivas olas de la pandemia, aún está por ver cómo logrará frenar el tsunami climático que, a diferencia de esta, no podremos decir que nos pilló por sorpresa. Si las advertencias científicas han ido adquiriendo tintes cada vez más catastróficos, las dinámicas del discurso no han variado tanto en los últimos años: compromisos con plazos a décadas vista y repetidas llamadas a la acción que, por desgracia, en muchas ocasiones han terminado reducidas al «a y media me pongo» del estudiante que sabe que llega justo al examen.
«No es tanto un problema del relato como de las múltiples resistencias al cambio. Se resisten –mucho– los que tienen intereses económicos en que las cosas no cambien, nos resistimos todos porque la inercia es una fuerza enorme, se resisten las normativas que frenan los cambios, la cultura, la tecnología… Y no es fácil porque estamos en un punto en el que la humanidad necesita cambios globales», apunta por su parte Víctor Viñuales, sociólogo y director ejecutivo de Ecodes.
Víctor Viñuales: «El para qué de la empresa tiene que reescribirse»
La llamada a la acción y a las medidas concretas por parte de los Gobiernos y las grandes empresas fue precisamente la principal reclamación del movimiento Fridays for future, que hace dos años irrumpió en escena para pedir a esos políticos que dejasen de hablar y empezasen a hacer. Entre los líderes mundiales de Davos, la dulce pero firme voz de Greta Thunberg desbarataba el buenismo climático para decir aquello de que nuestra casa estaba en llamas y que ni ella ni sus compañeros iban a hacer sus deberes hasta que ellos hicieran los suyos. A inicios de este ya pasado año, en ese mismo escenario, el Foro Económico Mundial daba a conocer un manifiesto en el que dejaba claro desde las primeras líneas que el propósito de las empresas debe ser el de colaborar con todos sus stakeholders y mirar por la sociedad en su conjunto, no solo por el de sus accionistas. Pocos meses antes, la Business Roundtable, que aglutina a las mayores corporaciones del capitalismo estadounidense, firmaba una declaración similar. Y, hace aún menos, Europa lanzaba su ambicioso Green Deal.
«El cambio se está produciendo más lento de lo que esas declaraciones nos llevarían a pensar. Son movimientos eminentemente positivos, porque llaman la atención a las compañías sobre su manera de trabajar para resolver los problemas de las personas y del planeta, en lugar de generar problemas para ambos, pero también nos tenemos que fijar en hasta qué punto eso es creíble y tiene tracción dentro de las propias empresas. Los académicos se han tomado la molestia de analizar qué impacto tenían esas declaraciones sobre su modo de hacer negocio y en su gestión, y han llegado a la conclusión de que es, por ser compasivos, poco significativo», opina Pueyo.
«La empresa tiene una singular importancia en la creación de hábitats igualitarios, porque es el primer escalón predistributivo. Si de verdad estamos ante un nuevo stakekholder capitalism, como anunció Davos, ese camino debe ser recorrido para asentar un espacio de mayor igualdad», explicaba Ramón Jáuregui hace unos meses a Ethic. ¿Sus recetas para materializar ese discurso? «Hay que combatir los espacios opacos y las Administraciones fiscales no cooperativas y, sobre todo, hay que armonizar la fiscalidad de sociedades. Crear nuevas figuras al dumping medioambiental y a los consumos que favorezcan el cambio climático nos ayudará en esa lucha y en la recaudación. Y lo mismo ocurre con la fiscalidad a las tecnológicas y a los movimientos financieros», apuntaba.
Una responsabilidad compartida
Si la incertidumbre es una de las características incuestionables de estos tiempos de arenas movedizas, la desconfianza –en los políticos, en los medios, en el sistema– es otra. Sin embargo, según lo reflejado el Informe sobre la evolución de la RSE y Sostenibilidad publicado por Forética en 2018, en los últimos años se ha reducido en un 39,5% el escepticismo respecto a la credibilidad de las empresas a nivel colectivo para poner el foco en cada una de ellas en particular y evaluarla por sus acciones individuales.
Ramón Pueyo: «Necesitamos tunear el sistema, no resetearlo»
Ahora que la reputación labrada durante años puede saltar por los aires cada día –o cada minuto, redes sociales mediante–, importa la manera en que se comunican y, sobre todo, se hacen las cosas, seas una enorme multinacional o un pequeño comercio. «Es hora de que pasemos de la estética a la ética. La forma es muy importante porque marca cuál es el terreno de juego, pero hemos de ser más exigentes respecto al fondo. Y, en ese aspecto, una declaración de propósito es vacía desde el momento en el que vale igual para un hospital, un parque de atracciones o una empresa de telecomunicaciones», advierte Pueyo por su parte, mientras insiste en la necesidad de desarrollar indicadores que permitan medir el impacto real de las decisiones tomadas. El experto pone un ejemplo: la reducción de emisiones para conseguir una economía neutra en carbono en 2050, que es un objetivo en el horizonte de los gobiernos y las grandes corporaciones, pero también de las pymes. «Todas las compañías, independientemente de su tamaño, pueden establecerse objetivos y ver qué tienen que cambiar, qué pueden mitigar y qué es lo que pueden hacer para conseguirlo. Evidentemente, una pequeña empresa no puede dotarse de sistemas y planes como una gran compañía, pero se trata de ver qué significa la sostenibilidad para mí y para mis clientes. Si uno tiene un bar, seguramente esto sea analizar en qué medida puedo renunciar al plástico, o ver si los contratos de mis trabajadores son los mejores que puedo ofrecerles. Parafraseando a Kennedy, no se trata de ver qué es lo que la sostenibilidad puede hacer por mí, sino qué es lo que puedo hacer yo para conseguir una sociedad más sostenible y una economía más baja en carbono», añade.
En un mundo en emergencia climática, esta nueva clave puede estar en pasar de los objetivos a las finalidades. «El para qué de la empresa, que no se suele debatir en las facultades de económicas ni en las escuelas de negocio, tiene que reescribirse. En este momento necesitamos que las empresas asuman una parte del programa común de la humanidad: los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y el Acuerdo de París», explica Viñuales, que cita a movimientos como el B Corp o la Economía del Bien Común. «Sea por temor, por interés económico o por convicción, los cambios empresariales ya se están produciendo. Quienes mantengan un modelo de negocio incompatible con el interés general tienen mal pronóstico: la ley o los consumidores los sacaran del mercado», concluye.
Aunque la salud del planeta lleva años colándose entre las preocupaciones de la población, es en los últimos años cuando se ha producido un importante acelerón en la toma de conciencia colectiva y las decisiones de compra, que habitualmente se quedaban en eso, en intenciones, han empezado a traducirse en nuevas tendencias de mercado. Por ejemplo, según un informe del Global Web Index, en Estados Unidos y Reino Unido se redujo a la mitad el consumo de plástico en el último año –antes, eso sí, de la pandemia– a tenor de un fenómeno que ha sido bautizado como «efecto Attenborough»: en Blue Planet II y Our Planet, estrenados en abril del año pasado en Netflix, el divulgador científico David Attenborough incidía en su contaminante presencia en los océanos. Pueyo cree que ese efecto podría extrapolarse a cada vez más decisiones cotidianas. «Afortunadamente, la preocupación ambiental está ocupando un lugar cada vez más alto en las agendas y eso se traslada también al comportamiento de los consumidores», explica.
Las tendencias parecen apuntar en esa dirección. Atendiendo a un estudio publicado por la OCU en 2019, el 73% de los españoles ya hacen sus compras teniendo en cuenta la ética y la sostenibilidad, y las empresas parecen haber tomado nota. «La llamada ‘ética de los negocios’ es una iniciativa interesante y que ha dado ciertos frutos, exigiendo el cumplimiento de algunos criterios éticos que no responden al simple beneficio económico. Sin embargo, para que estas exigencias puedan ser cumplidas es necesario un marco legal que lo posibilite. En un escenario en el que solo cuenta el conseguir el precio más bajo, seguirá existiendo la deslocalización y la destrucción ambiental: se buscarán aquellos países o regiones en los que haya menos legislación que proteja a las y los trabajadores y a la naturaleza», opina la catedrática de filosofía por su parte.
Entonces, ¿qué hacemos para resetear el sistema?
Reinventar el capitalismo, resetear el sistema o poner la economía al servicio de las personas son otros de los mantras que normalmente no terminan de traducirse en acciones concretas más allá de los correspondientes puntos en programas electorales y declaraciones de propósito. «La magnitud, por ejemplo del cambio climático, exige cambios en todo el mundo, en todos los sectores económicos, en normativas, tecnologías y en valores. Por eso, hablar de resetear me parece una metáfora útil: tenemos que hacer un cambio masivo, profundo y rápido que se parece más a una metamorfosis que a una mera evolución», opina Viñuales.
«El sistema necesita tuneado, pero no reseteado», disiente Pueyo. «El capitalismo, que no es otra cosa que la democracia liberal o la economía de mercado, ha sido una máquina de generar clases medias y mejoras en el nivel de vida general de la población. En España, los avances en el último siglo han sido asombrosos y son resultado de un sistema que, aunque imperfecto como todos, funciona. Ahora de lo que nos tenemos que asegurar es de que nadie se cuele por las grietas y de que haya una red de seguridad que garantice que nadie caiga al vacío. Las utopías, el reseteo, las Arcadias… No me parece que hayan demostrado ser buenas ideas a lo largo de la historia», puntualiza.
Alicia Puleo: «Ciertos conceptos, como sostenible o ecológico, han sufrido una interesada banalización»
Ciertamente, los indicadores en aspectos como la sanidad, la educación, la libertad de expresión o la igualdad de hombres y mujeres apuntan a que nuestros niveles de bienestar tienen hoy poco que ver con los que disfrutaban nuestros antepasados, pongamos, en el año 1900. Se esté o no de acuerdo con la tesis que mantiene Steven Pinker de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, mirar atrás es un buen remedio contra el pesimismo, opina Pueyo. «Tendemos a creer que la situación del mundo es peor de la que es, pero la realidad es que no ha habido ningún momento mejor en la historia para ser habitante del planeta y, aunque ahora estén truncadas por el dichoso coronavirus, las tendencias son a la mejoría. Ahora, la coyuntura las ha puesto en pausa y eso nos obliga a que todos –las empresas sobre todo, pero también los Gobiernos– pongamos de nuestra parte para tratar de que la situación sea lo más llevadera posible para que nadie se quede rezagado», zanja el experto.
El poeta Claudio Rodríguez dejó escrito unos versos en los que dice eso de «no sabré hablar de lo que amo, pero sé la vida que tiene y eso es todo». Indicadores, leyes, acciones individuales y conciencia colectiva. Más hechos, menos palabras. ¿Qué más da cómo digamos que queremos cambiar el mundo si, en medio de la incertidumbre, la única certeza es que hay que hacerlo pronto para que los que nos sucedan puedan seguir admirando su belleza y su fealdad?
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