Mickey 17 o un nuevo mito de Sísifo
La nueva película de Bong Joon-ho nos invita a reflexionar sobre la finitud de la vida, la memoria y la identidad a través del personaje de Mickey 17, que promete ser un nuevo (y rompedor) Sísifo.
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Bong Joon-ho, el director de Parásitos, ha vuelto, y esta vez con una película de ciencia ficción donde Robert Pattinson encarna a Mickey, un hombre condenado a morir y resucitar sin fin. En un futuro donde la humanidad ha decidido colonizar un planeta hostil llamado Nilfheim, la supervivencia depende de los llamados «prescindibles»: clones humanos enviados a realizar tareas suicidas para luego ser reimpresos con sus recuerdos intactos. Mickey Barnes es uno de ellos. Pero un día, contra todo pronóstico, no muere. En una expedición, cae por un desprendimiento de nieve y es salvado por esas criaturas alienígenas que algunos colonos miran con desdén, solo para descubrir más tarde que poseen piedad e inteligencia, quizá más que los propios humanos. Dado por muerto, el sistema sigue funcionando y su clon de reemplazo ya está en marcha.
Ahora existen dos Mickeys, y el problema no es solo logístico: ¿cuál de los dos es realmente él? Su existencia, repetida y fragmentada, pone en jaque a cualquier metafísica del yo. La pregunta sobre la identidad no es nueva, pero la película la plantea con una crudeza inusual. Si lo que nos hace ser nosotros mismos es la memoria, la continuidad psicológica o alguna entidad esencial, ¿cómo se sostiene todo ello cuando cada muerte rompe este siniestro hilo? David Hume ya había comenzado el desmontaje de la ilusión de identidad: no somos más que una colección de percepciones en constante cambio, sin un núcleo ontológico que nos haga permanecer idénticos en el tiempo. Y si esto es cierto para cualquier persona, ¿qué ocurre aquí, cuando la muerte entra en juego de forma repetida y cada versión de uno mismo ya no solo cambia por el paso del tiempo, sino por la propia disolución y reconstrucción del ser?
Lo que hace que Mickey 17 no sea solo una versión tecnológica del problema de Hume es el pánico visceral con el que su protagonista enfrenta cada muerte. Aquí, el asunto deja de ser metafísico ni conforma ya una cuestión filosófica abstracta: morir duele, morir es insoportable, y Mickey lo sabe porque lo siente una y otra vez, de muchas formas distintas. Cada nueva versión es testigo de su propia desaparición. Y, sin embargo, la cinta no se detiene en ello. No esperemos de esta película monólogos grandilocuentes ni reflexiones existenciales sobre la experiencia de la muerte, solo fragmentos dispersos e insinuaciones que nos dejan insatisfechos. Y, a pesar de ello, todos quieren saber cómo es morir, qué se siente. Mickey apenas responde.
El problema de la identidad no es solo una cuestión de continuidad memorística. No basta con preguntarse si los recuerdos de Mickey siguen intactos tras cada reimpresión, porque la memoria no funciona como un archivo almacenado en un pendrive. Los estudios neurocientíficos han demostrado que la memoria no se conserva, sino que se reconstruye cada vez que es evocada. Recordar es reescribir, reinterpretar, volver a imaginar. La identidad no está garantizada por la permanencia de la memoria, porque la memoria misma es inestable.
La memoria no se conserva, sino que se reconstruye cada vez que es evocada
Si, como señala Heidegger, la muerte es el horizonte último que da sentido a nuestra existencia y nos obliga a vivir de manera auténtica porque nos sabemos finitos, ¿qué ocurre cuando la muerte se convierte en un trámite aceptado por contrato? La paradoja de Mickey 17 es que su protagonista muere constantemente, pero nunca enfrenta la muerte como término absoluto.
Si la existencia humana se estructura a partir de la conciencia de su finitud, Mickey ha perdido tal certeza y, por tanto, toda su humanidad. Boga por el mundo como un Sísifo moderno. Su vida se orienta hacia la repetición, pero una muerte que no tiene la última palabra; un final-no final que lo condena a una forma de vida aterradora: la del sufrimiento acumulado. Si Nietzsche nos desafió con la idea del Eterno Retorno como la prueba definitiva para la afirmación de la vida (¿aceptaríamos vivir lo mismo una y otra vez?), para Mickey la cuestión no admite desafío. No es que su vida se repita en su totalidad, sino que su propia identidad es alterada y disuelta en cada retorno. La muerte, que debería marcar un límite, deviene en un trámite mecánico.
Kenneth Marshall, el líder de la misión, es el tipo de hombre que encarna, con trágica precisión, el cliché del tonto malvado: no lo bastante brillante para concebir una gran perversidad, pero sí lo bastante ambicioso como para administrar, con teatral burocracia, las reglas que otros han escrito antes que él. No es un genio de la manipulación ni un líder por derecho propio. Su verdadera obsesión tampoco es la gestión de la colonia, sino la imagen que proyecta de sí mismo en un marketing orquestado y siniestro: el héroe colono, el pionero impasible que avanza hacia el futuro con la determinación del hombre providencial. Es la caricatura del conquistador en versión corporativa.
El poder real está en manos de Ylfa, su mujer, obsesionada con crear una variedad de salsas que aderecen la insípida carne artificial que se come en la nave. En este distópico futuro de deshumanización consumada, la misión de quien mueve los hilos en las sombras es aderezar platos. Su obsesión por cazar criaturas alienígenas para extraer de sus colas ingredientes para las salsas es la manifestación más refinada de una vida sin preguntas. Si el superhombre nietzscheano es aquel que, ante la muerte de Dios y de todo sentido tiene la capacidad de crear nuevos valores y llenar el vacío nihilista con una afirmación radical de la vida, Ylfa sería lo contrario: entregándose a la irrelevancia absoluta con una tranquilidad aterradora.
Para ella, no hay crisis moral, no hay dilema filosófico, no hay conflicto metafísico. Nada en el universo tiene más trascendencia. Aquí, la salsa es una perfecta metáfora de la banalización del vacío en un mundo donde la existencia ha sido reducida a la repetición. Queda, por tanto, el disfraz, la apariencia de algo más profundo donde ya no hay sustancia.
La película no se conforma con mostrar la deshumanización consumada. También insinúa una salida a este nihilismo transitorio de consecuencias devastadoras. Mickey 17, la última iteración del yo que alguna vez creyó ser único toma la única decisión que ninguna de sus versiones anteriores había tenido el coraje de tomar: inmolarse. No es solo un sacrificio físico, es la muerte de una posibilidad de su ser y el fin voluntario de una duplicidad que ya no puede sostenerse. Al extinguirse, crea un primer acto de irrepetibilidad.
Heidegger postula que el ser humano solo puede ser verdaderamente auténtico cuando asume su condición de ser-para-la-muerte, cuando reconoce que su existencia es finita y, por lo tanto, irrepetible. Así, Mickey, en su versión 18, emprende su primer acto de autenticidad. Decide morir, y con él, sus recuerdos propios, convirtiendo su final en una afirmación radical de voluntad.
Heidegger postula que el ser humano solo puede ser auténtico cuando reconoce que su existencia es finita e irrepetible
Así, se niega a la eterna repetición de lo mismo, donde todo era nada. El último Mickey invierte el destino que Camus diagnosticó en su Sísifo. La petición de Camus parece irreal: nos pide imaginar a Sísifo feliz, encontrando libertad en el reconocimiento de su fatum. El acto de Mickey no es la resignación lúcida del hombre condenado, sino su negativa a empujar la pesada roca una vez más.
Deshacerse del sinsentido no basta. Nasha lo comprende. Si el mundo hasta ahora ha funcionado como una máscara sostenida por la repetición, la verdadera ruptura no puede ser solo un mero gesto de destrucción. «¿Qué expiaciones, qué ceremonias sagradas tendremos que inventar?», se preguntaba Nietzsche ante el asesinato de Dios. Porque la abolición de un orden no implica la aparición automática de otro. La historia de Nilfheim, como la de todo lo humano, deberá reinventarse.
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