Opinión
Negacionismo climático: un problema orwelliano
¿Por qué unos científicos tergiversaron deliberadamente el trabajo de sus propios colegas? ¿Por qué se negaron a corregir sus tesis una vez demostrado que eran incorrectas? ¿Y por qué continuó citándolos la prensa a pesar de que estaba demostrado que sus afirmaciones eran falsas? Naomi Oreskes y Erik M. Conway analizan la historia de los principales responsables de esparcir la confusión sobre el cambio climático en ‘Mercaderes de la duda: cómo un puñado de científicos ocultaron la verdad sobre el calentamiento global’ (Capitán Swing)
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La red de fundaciones de derechas, las grandes empresas que las financian y los periodistas que se hacen eco de sus afirmaciones han creado un problema tremendo para la ciencia estadounidense. Un estudio académico reciente constató que de los cincuenta y seis libros «ecológicamente escépticos» publicados en la década de los noventa, el 92% estaban vinculados a esas fundaciones de derechas –en la década de los ochenta solo se publicaron trece y el 100% estaban vinculados a las fundaciones–. Los científicos se han enfrentado a una tergiversación en marcha de las pruebas científicas y de los hechos históricos que les etiqueta como enemigos públicos –incluso como asesinos en masa– sobre la base de hechos falsos.
Hay una profunda ironía en esto. Uno de los grandes héroes de la derecha política anticomunista –en realidad, una de las voces más claras y racionales sobre los peligros de un Gobierno despótico en general– fue George Orwell, cuyo famoso 1984 retrató un Gobierno que creaba historias falsas para respaldar su programa político. Orwell acuñó el término «agujero de la memoria» para denotar un sistema que destruía hechos incómodos y «neolengua» para designar un lenguaje diseñado para constreñir el pensamiento dentro de los límites políticamente aceptables. Todos aquellos que fuimos niños durante la Guerra Fría aprendimos en la escuela cómo la Unión Soviética se entregaba rutinariamente a la limpieza histórica borrando acontecimientos reales y gente real de sus historias oficiales e incluso de fotos oficiales.
Los defensores de derechas de la libertad norteamericana han hecho ahora lo mismo. El arduo trabajo de los científicos, las deliberaciones razonadas del Comité de Asesoramiento Científico del Presidente y el acuerdo en Estados Unidos de los dos partidos para prohibir el DDT se han tirado por el agujero de la memoria, junto con el hecho bien documentado y fácil de localizar –pero extremadamente incómodo– de que la razón más importante de que el DDT no consiguiese eliminar la malaria fue que los insectos evolucionaron. Esa es la verdad, la verdad que aquellos con fe ciega en el libre mercado y confianza ciega en la tecnología simplemente se niegan a ver.
La retórica de la «ciencia sólida» es también orwelliana. La ciencia real –hecha por científicos y publicada en revistas científicas– se desecha como «basura», mientras que se ofrecen en su lugar tergiversaciones e invenciones. La neolengua de Orwell no contenía absolutamente ninguna ciencia, pues el concepto mismo de ciencia había sido borrado en su distopía. Y no tiene nada de sorprendente, porque, si la ciencia trata del estudio del mundo tal como realmente es –más que como deseamos que sea–, siempre tendrá el potencial de desestabilizar el statu quo. La ciencia –como fuente independiente de autoridad y conocimiento– siempre ha tenido la capacidad de perturbar la posibilidad de los poderes rectores de controlar a la gente controlando sus creencias. De hecho, tiene el poder de perturbar a cualquiera que pretenda preservar, proteger y defender el statu quo.
«Gentes que iniciaron sus carreras como buscadores de hechos acabaron combatiéndolos»
Últimamente la ciencia nos ha mostrado que la civilización industrial contemporánea no es sostenible. Mantener nuestro nivel de vida requerirá hallar nuevos medios de producir nuestra energía y medios ecológicamente menos dañinos de producir nuestros alimentos. La ciencia nos ha mostrado que Rachel Carson no estaba equivocada. Este es el meollo del asunto, el meollo de nuestra historia. Porque el cambio en el movimiento ecologista estadounidense del ecologismo estético al regulatorio no fue solo un cambio de estrategia política. Fue la manifestación de una comprobación crucial: que la actividad comercial sin limitaciones estaba causando daños, daños reales, perdurables y generalizados. Fue la comprobación de que la contaminación era global, no solo local, y que la solución a la contaminación no era la dilución. Este cambio se inició al comprender que el DDT permanecía en el entorno mucho después de haber cumplido su propósito. Y creció cuando la lluvia ácida y el agujero de la capa de ozono demostraron que la contaminación viajaba a cientos e incluso miles de kilómetros de su punto de origen, causando daño a gente que no se beneficiaba de la actividad económica que la producía. Alcanzó un punto álgido cuando el calentamiento global mostró que incluso el producto aparentemente más inocuo de la civilización industrial –el CO2, el gas del que dependen las plantas– podía producir un planeta muy diferente.
Reconocer esto fue reconocer la parte indefensa del capitalismo del libre mercado: que la libre empresa puede acarrear costes reales –costes profundos– que el libre mercado no refleja. Los economistas tienen un término para esos costes, uno menos tranquilizador que los «efectos de vecindario» de Friedman. Son «externalidades negativas»; negativas porque no son beneficiosas y externas porque caen fuera del sistema de mercado. Aquellos a los que eso les resultaba difícil de aceptar atacan al mensajero, que es la ciencia.
Todos esperamos tener que pagar por lo que compramos –pagar un coste justo por bienes y servicios de los que esperamos recoger beneficios–, pero los costes externos están desvinculados de los beneficios y a menudo se imponen a gente que no eligió el bien o el servicio y que no se benefició de su uso. Se imponen a gente que no se benefició de la actividad económica que los produjo. El DDT causó unos costes externos enormes a través de la destrucción de ecosistemas; con la lluvia ácida, el humo de segunda mano, el agujero de la capa de ozono y el calentamiento global ocurrió lo mismo. Ese es el hilo común que une todos estos temas diversos: son todos ellos fallos del mercado. Son casos en los que se ha causado un daño grave y el libre mercado parece incapaz de rendir cuentas de ello y mucho menos de impedirlo. Ha sido necesaria la intervención del Gobierno. Es por eso por lo que los ideólogos del libre mercado y los viejos soldados de la Guerra Fría se unieron para combatirlos. Aceptar que subproductos de la civilización industrial estaban dañando irreparablemente el medio ambiente global era aceptar la realidad del fracaso del mercado. Era reconocer los límites del capitalismo del libre mercado.
Orwell comprendió que los que están en el poder buscan siempre controlar la historia, porque quien controla el pasado controla el presente. Así que nuestros soldados de la Guerra Fría, Fred Seitz y Fred Singer, Robert Jastrow y Bill Nierenberg, y más tarde también Dixy Lee Ray, que habían dedicado sus vidas a combatir el comunismo soviético, unieron sus fuerzas con los autonombrados defensores del libre mercado para culpar al mensajero, para socavar la ciencia, para negar la verdad y para comercializar la duda. Gentes que iniciaron sus carreras como buscadores de hechos acabaron combatiéndolos. Aceptando claramente que sus fines justificaban los medios, abrazaron la práctica de su enemigo, aquellas mismas cosas por las que habían odiado el comunismo soviético: sus mentiras, su engaño, su negación de las realidades que él mismo había creado. ¿Por qué un científico participaría en un fraude como este?
Este es un fragmento de Mercaderes de la duda: cómo un puñado de científicos ocultaron la verdad sobre el calentamiento global, de Naomi Oreskes y Erik M. Conway (Capitán Swing)
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