Cultura

… Y la profecía se hizo realidad

La realidad no siempre supera a la ficción, pero a veces esta se anticipa. Autores como Italo Calvino, Úrsula K. Leguin, H.G. Wells o Yevgueni Zamiatin imaginaron un futuro distópico que, con frecuencia, se ha convertido en el más aterrador de los presentes.

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06
febrero
2020

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Ciudades en ruinas, irrespirables, sistemas dictatoriales, lucha por el control de los –insuficientes– recursos naturales, basura tóxica alfombrando las calles, superpoblación, amenaza robótica, naturaleza devastada, anulación de lo individual, neurosis campantes en la mente de los individuos, eugenesia legal o forzosa, agotamiento de reservas energéticas, violencia insostenible y cotidiana… así podría ser el futuro según las innumerables distopías planteadas por escritores y cineastas desde hace décadas.

Cuando hablamos de «distopía», nos referimos a una «representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas causantes de la alienación humana», según la definición recogida por el Diccionario la Real Academia Española, en el que acaba de entrar de la mano del escritor –por momentos distópico– José María Merino.  Si Tomás Moro imaginó el mejor de los lugares posibles para el hombre en 1516 en su obra Utopía –«no hay tal lugar», glosó Quevedo–, fue el economista y filósofo John Stuart Mill quien utilizó por vez primera el término distopía en una intervención parlamentaria en 1868. En ella, hacía una expectación catastrófica o, al menos, poco halagüeña, del futuro realizada a partir de una crítica de factores reconocibles e identificables del presente.

Pero, si no siempre la realidad supera la ficción, en ocasiones, esta se anticipa. Así lo pudimos ver en la obra de Julio Verne, por ejemplo, pero también de otros como Italo Calvino. El italiano escribió La nube de smog en 1958, una novela que hablaba de una ciudad en la que los niveles de polución se impregnan en la piel de los ciudadanos sin posibilidad alguna de eliminarlos.. algo muy similar a lo que sucede hoy en México, donde catorce mil personas mueren al año a causa del smog. ¿Distopía?

El smog letal que imaginó Calvino mata hoy a 14.000 personas cada año en México

En un ámbito que tiene más que ver con la ciencia y la medicina, Franskentein (1818), Mary Shelley desarrolla una historia en la que un doctor juega a ser Dios. Su historia no dista tanto de lo que, poco más de un siglo después, trataron de hacer los nazis: además de los terribles experimentos eugenésicos para intentar «salvaguardar» la raza, también sabemos que, por ejemplo intentaron resucitar razas extintas como el uro, un bóvido salvaje del que desciende la mayoría del ganado vacuno y que medía hasta dos metros. Sin límites éticos, la ciencia se convierte en terror, viene a decirnos, y ese debate está hoy reabierto con el posthumanismo. ¿Cuándo el ser humano tal y como lo conocemos dejará de serlo a base de implantes biónicos para convertirse en… otra cosa? Algo similar ya lo planteó H.G. Wells en La isla del doctor Moreau, en la que otro científico realiza experimentos abominables con animales. Su imaginación se adelantó a una realidad que terminó por cumplirse, ya que los nazis y el régimen de Stalin intentaron cruzar a humanos con chimpancés y otras especies provocando la muerte de decenas de mujeres.

En plena época de las vanguardias, en 1921, encontramos Nosotros, una distopía de Yevgueni Zamiatin de la que tanto 1984, de Orwell, como Un mundo feliz, de Huxley, son deudoras. Nosotros refleja una sociedad en la que sus habitantes están vigilados hasta el extremo, sin posibilidad de intimidad alguna –¿les recuerda algo esto? ¿Acaso al asistente Siri, que registra su actividad diaria, la de usted, que lee ahora estas líneas?–. En la obra, se indica a los ciudadanos incluso cuántas veces han de masticar antes de deglutir. Quizás pueda ser un poco forzada la comparación, pero… ¿cuántas veces escuchamos historias de fábricas en las que el tiempo y el momento de ir al cuarto de baño están pautados?

Que los japoneses paguen por ser escuchados o que a sus mayores los atiendan robots son escenas que ya hemos leído en las distopías de Philip K. Dick o Pierre Boulle; que el agotamiento de los recursos naturales origine guerras encarnizadas lo anticipó Úrsula K. Leguin; que el otro es el culpable de todas nuestras angustias se recoge en El sistema, de Ricardo Menéndez Salmón. Cuando el modelo que está por venir es siniestro, perverso o inhumano, la distopía se plantea como una profecía que se dibuja tan cierta que asusta.

Anna Bowman escribió en 1887 La república del futuro, una historia en la que los hombres y las mujeres se parecen tanto que de un primer vistazo es difícil distinguirlos: se visten igual, los mediocres ostentan los puestos de poder y lo único que mueve al hombre es la sed de fama y triunfo, el dinero fácil. La gente se aburre tanto que cultiva su cuerpo hasta lo paranoico. ¿Se reconocen? Del otro lado, casi un siglo después, en 1985, Margaret Atwood firmó El cuento de la criada, una distopía feminista convertida en superventas tras su adaptación por HBO, en la que las mujeres son explotadas como máquinas de reproducción en un sistema gobernado por un puritanismo violento y opresor.

Los ejemplos distópicos son innumerables pero suficientes para desplegar lo que imaginó H.G. Wells en La máquina del tiempo, donde un viajero que regresa del futuro con una flor marchita. Nada mejor define lo que es una distopía que esta imagen, salvo que no se trata del futuro… La flor se vuelve caduca en el presente.

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