Ciudades

¿Están preparadas las ciudades para sobrevivir a este siglo?

Las grandes urbes afrontan su mayor desafío justo en el momento en el que van a concentrar la cifra de población más elevada de la historia. Reducir la polución, la desigualdad, garantizar el acceso a la vivienda o apostar por la movilidad inclusiva son algunos de los ladrillos sobre los que deberá edificarse, desde hoy, la ciudad del futuro.

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Estudio Santa Rita
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27
enero
2020

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Tal vez usted no sea consciente de que, justo en el momento en que lee estas palabras, está metiendo un pie en el futuro… o, al menos, en el futuro que imaginó Ridley Scott hace 37 años. Blade Runner transcurría en un Los Ángeles distópico de noviembre de 2019 y, aunque el director no siempre atinó en sus predicciones –existían y se utilizaban todavía las cabinas telefónicas y los coches volaban en vez de circular por calzadas–, precisamente en su visión de la movilidad no erró el tiro del todo: la congestión y los atascos eran tal y como los conocemos hoy, con la única diferencia de que se trasladaban al espacio aéreo.

Aquel presente ideado para Blade Runner, a pesar de lo avanzado, no podía tener en cuenta desafíos que, a inicios de la década de los ochenta, eran vagos conceptos que, o ni siquiera existían, o no se consideraban en absoluto prioritarios. Ni la superpoblación –seremos casi 10.000 millones de habitantes a finales de siglo– y su agudización en las grandes ciudades (que concentrarán al 70% de ellos), ni las consecuencias del calentamiento global, ni la escasez de recursos, ni los niveles superlativos de polución ambiental estaban en la agenda de ningún político. Tampoco se contaban entre las preocupaciones de los urbanistas, que estaban más ocupados en expandir las ciudades al estilo que dictó Le Corbusier, con bloques de edificios repartidos en grandes explanadas y funciones segregadas por zonas: una ciudad concebida para ir en coche de casa al trabajo y del trabajo a casa. Metrópolis deshumanizadas en las que el peatón pasaba a un segundo plano y el encaje del automóvil se erigía en máxima prioridad, independientemente de si circulaba por la calzada o surcaba el poco aire que quedaba entre los edificios, como en las películas futuristas rodadas en esa misma época.

Hoy, los desvelos de los urbanistas pasan por todo lo contrario: deshacer mucho de lo que se desarrolló el siglo pasado en aras de la mal llamada ciudad moderna y volver a situar a la persona en el centro de su morfología. Es el caso de Patxi J. Lamíquiz, profesor del departamento de Urbanismo y Unidad del Territorio de la Universidad Politécnica de Madrid. «Al final ponemos el foco en el tránsito, no en vivir las ciudades. Cuando surgió el automóvil hace un siglo, nos prometió la libertad, pero nos ha llevado al atasco permanente, a la ocupación de espacio urbano y a la degradación del entorno y de nuestra calidad de vida. No solo le dedicamos el tiempo de desplazamiento, que es una hora y pico de media cada día, sino también de nuestro trabajo: el coche supone el 15% de nuestros ingresos. Le estamos dedicando más de la décima parte de nuestra jornada laboral», explica.

Si bien no se debe criminalizar al automóvil, sí podemos señalar que es causante de gran parte de los problemas actuales en las ciudades modernas, sencillamente porque estas se han configurado a su alrededor. El problema va mucho más allá de los conflictos de movilidad, los atascos o el espacio que ocupa en la vía urbana: el uso masivo del coche lleva también a la degradación del aire que respiramos –según la Organización Mundial de la Salud, son los responsables de casi la mitad de las emisiones de óxido nitroso– y al malgasto de recursos. «Esta forma de planeamiento expansivo, que aleja los lugares de trabajo de las viviendas y trufa el resto con centros comerciales, ha derivado en lo que en Estados Unidos se conoce como sprawl city (ciudad extendida), y supone un aumento absurdo de la huella ecológica», opina Fernando M. García, arquitecto urbanista que reside y trabaja en Bogotá. Y da un ejemplo: «Una ciudad compacta como Barcelona usa una fracción mínima de la energía y recursos de Phoenix. Este modelo de baja densidad, en el que todo queda lejos, hace insostenible cualquier sistema de transporte público. Los costes de conectar una ciudad infinita de viviendas unifamiliares con jardín como Los Ángeles son ruinosos. Es por eso que tiene una de las tasas más bajas de uso del transporte público y una de las más altas de automóviles por habitante», evalúa.

Los urbanistas apuestan por deshacer mucho de lo que se desarrolló en el siglo pasado en aras de la mal llamada ‘ciudad moderna’

Lamíquiz va más allá: «En Estados Unidos se ha revelado que las familias que usan transporte público gastan en moverse la mitad que las que tienen dos o más coches. Eso tiene mucha transcendencia en aspectos como la calidad de vida o la igualdad de oportunidades. La tendencia iniciada en Estados Unidos, que se traslada al resto del mundo desarrollado, es que el transporte es el segundo gasto más importante después de la vivienda, y justo antes que la comida». El arquitecto de ende con hechos la vuelta a la compacidad de las ciudades y convertirlas, en definitiva, en lugares donde poder «interactuar y vivir», en vez de en calzadas de mero tránsito. Él fue, también, uno de los responsables del ensanche de la acera de la calle Fuencarral, una de las arterias del centro de Madrid. «La capital tenía el siglo pasado casi 20 kilómetros de bulevares. De ellos, la mitad era para los peatones y los árboles, y la otra mitad para los coches. Eso hoy ha cambiado radicalmente, porque las aceras se han estrechado y la calzada ha invadido esas calles. Como sucede en Velázquez, muchas se han convertido en una especie de autopistas urbanas, y donde antes jugaban niños bajo una bóveda arbolada, ahora se montan atascos todos los días», explica. Su intervención en Fuencarral –que no estuvo exenta de polémica cuando se planteó hace unos años– ha tenido consecuencias inmediatas: «Al cambiar el desequilibrio y revertirlo en favor de los peatones, caben zonas de juego para los niños, una pérgola para un mercadillo, terrazas, bancos públicos… Se ha recuperado espacio. Las calles tienen que ser una extensión de nuestra vivienda, para que mayores y pequeños puedan disfrutar del espacio público en lugar de quedarse encerrados en casa».

Que el peatón vuelva a recuperar su espacio es el objetivo que comparten hoy la mayoría de los urbanistas. Pero no se quedan ahí: dejar que entre de nuevo en juego la naturaleza, tan esquinada en los proyectos del pasado siglo, es fundamental para un desarrollo sostenible de las ciudades en las próximas décadas, algo que no significa limitarse a crear más parques y más zonas arboladas. Hay que volver a alfombrar de verde lo que hay debajo del cemento que pisamos. «Madrid tiene ese efecto de isla de calor que es cada vez más palpable. Nos achicharramos en nuestro propio suelo. Y eso es, en parte, porque nos estamos cargando esa fina capa de tierra vegetal que alimenta la vida. Nuestros suelos son cada vez más impermeables y, cuando llueve, no drenan. Por eso estamos más secos y lo notamos en nuestra gargantas», opina Mauro Gil-Fournier, arquitecto y codirector de VIC (Vivero de Iniciativas Ciudadanas).

Él es el responsable del proyecto Urban Battery, que se desarrollará en el barrio madrileño de Vicálvaro con la financiación europea. Gracias a la colaboración entre empresas y ciudadanía, un fabricante de baterías biodegradables se instalará en un terreno cedido por el Ayuntamiento y promoverá el crecimiento de esa capa de suelo vegetal en los 40.000 metros cuadrados que ocupe. «¿Por qué no obligar a todos los promotores y empresas de la zona sur de la ciudad a hacer lo mismo?», se pregunta Gil-Fourier. «Hay un sistema de agricultura regenerativa muy sencilla para hacer crecer esa capa verde y ayudar a crear pequeños ecosistemas. De ahí, podemos pasar a un nivel más complejo, como en el caso de Urban Battery, que plantea un laboratorio de compostaje en todo el distrito, para que esa regeneración sea más fácil», señala. «Podríamos tener un laboratorio de compostaje en cada uno de los 21 distritos de Madrid y distribuir así la fertilización del suelo y el aprovechamiento de la basura orgánica. Además, podemos conseguir que el proyecto sea de cero emisiones prácticamente, con la instalación de paneles solares cuya propiedad sea de cooperativa ciudadana: los propietarios son los vecinos, y se convierte el sol en un activo financiero ético», plantea el arquitecto.

El poder de la ciudad-Estado

Las grandes ciudades son catalizadoras potenciales de algunas de las principales causas del cambio climático. Al mismo tiempo, también pueden ser sus grandes víctimas si no se toman medidas pronto. Por razones históricas y económicas, la mayoría de las urbes más importantes del mundo se encuentran en las desembocaduras de los grandes ríos, sobre las tierras fértiles de los deltas y con acceso al comercio marítimo. En estas zonas se ubican algunas de las más vulnerables, sobre todo en países en desarrollo que ven cómo sus metrópolis aumentan de tamaño a un ritmo vertiginoso. Daca (Bangladesh), Shenzen (China) o Lagos (Nigeria) ya están recurriendo, paulatinamente, a la construcción de edificios flotantes.

El mal llamado primer mundo no se libra de las consecuencias del incremento de la temperatura global. El proyecto de BIG en Nueva York propone levantar un parque que rodee la isla de Manhattan, a modo de muro, y la proteja del aumento del nivel del mar. Desde la Gran Manzana también están diseñando ciudades flotantes, agrupaciones de viviendas con dotación mínima cuyos primeros prototipos ya se están probando en el río de las Perlas, en China. Existen otros ejemplos menos radicales, como el nuevo desarrollo de HafenCity (ciudad portuaria) de Hamburgo, que cuenta ya con edificios cuyas plantas bajas se dejarán vacías para que sean anegadas en un futuro. En este proyecto, la calle ya ha sido sustituida por un canal desde el primer estadio de diseño.

La celeridad que requieren estas y otras medidas contra el cambio climático impone un modelo más expeditivo para gestionar las ciudades. «No se puede hacer frente a los desafíos urbanos pensando todavía en clave del Estado-nación del siglo XIX», advierte Fernando M. García. Como decía Zygmunt Bauman, «el mundo de hoy es más líquido y se parece más bien a una red de ciudades, algunas de ellas con un PIB superior al de algunos países». Para ello, es necesaria una corriente urbanística que asuma que la globalización obliga a que las grandes ciudades sean autónomas para legislar y autogestionarse, tal y como lo hacían las polis griegas. «No es casualidad que Singapur, que hace 50 años era un paupérrimo pueblo de pescadores, sea hoy una de las ciudades mejor gestionadas del mundo», apunta el urbanista. «Obviando la crítica a las carencias democráticas o sus ingresos ilícitos como paraíso fiscal, es innegable que las circunstancias políticas de esta ciudad-Estado tienen sus ventajas. Por ejemplo, le ha permitido establecer objetivos y proyectos a largo plazo, a 20 años vista, legislando de manera autónoma». Además, hace un par de apuntes que nos tocan de cerca: «Puede permitirse establecer impuestos muy elevados a los coches de gasolina y diésel para desincentivar su uso, sin que ningún gobierno central le retire esas competencias. Parte del problema con los pisos turísticos y lo que han supuesto en ciudades como Madrid, Barcelona o Lisboa es que sus ayuntamientos no tienen potestad para legislar en este sentido. Singapur sí».

La globalización obliga a que las grandes ciudades tengan autonomía propia para legislar y autogestionarse como lo hacían las polis griegas

El acceso a la vivienda, cada vez más difícil, es uno de los grandes desafíos de este siglo en casi todas las ciudades del mundo. Se trata de un asunto preocupante no solo porque en muchas constituciones figure como un derecho inalienable, sino (y sobre todo) porque puede ser un enorme foco de desigualdades. «En el caso de Madrid, que se puede trasladar a muchas otras grandes urbes, ya es patente esa diferencia socioeconómica espacial entre el eje norte-noroeste y sur-sureste», explica Andrea Jarabo, responsable de comunicación en Provivienda, una organización que lleva 30 años impulsando proyectos para alojar a los sectores más vulnerables. «Esa clara división se traduce en renta per cápita, en dotaciones de los barrios y distritos y hasta en indicadores sociosanitarios», prosigue. Y advierte de que el problema va más allá: «El precio de la vivienda no solo crece en el centro. En Madrid, como sucede en otras capitales, afecta a todo el ámbito metropolitano e incluso a los municipios cercanos. Estos problemas de asequibilidad afectan a toda la población, pero de forma mucho más aguda a personas expuestas a factores de exclusión, como es el caso de las familias monoparentales, los migrantes o la gente con menores rentas. Estos colectivos tienen un mayor riesgo de estar sobreendeudados porque dedican más de la mitad de sus ingresos al pago de la vivienda».

Jarabo advierte de que, más allá de Malasaña y Chamberí, la gentricación afecta ya a los barrios que tradicionalmente tenían rentas más bajas como Usera, Carabanchel o Puente de Vallecas. «En estas zonas está aumentando el precio de la vivienda de forma considerable. Así, vemos que no solo los habitantes del centro se desplazan, sino que también lo hacen los de las periferias a zonas más asequibles. El problema surge cuando estas ya no existen. Es entonces cuando muchas familias se ven obligadas a volver al hogar paterno, a recurrir a la ayuda de oenegés o incluso a la okupación por necesidad».

A pesar de que la situación es extrema, ya hay algunas soluciones sobre la mesa. «A corto plazo, habría que potenciar las bolsas de vivienda en alquiler, que han demostrado su eficacia a la hora de disminuir las rentas», opina Jarabo, que también aboga por dotar a los municipios de la capacidad de limitar temporalmente los precios del alquiler en zonas donde están tensionados. «Hay que aumentar de forma considerable el parque público de vivienda en alquiler, social y asequible. En España, solo un 2% de todo el parque de vivienda es protegida, un porcentaje muy bajo en comparación con nuestros vecinos europeos», advierte.

Ciudades inteligentes… ¿Ciudadanos alienados?

Dice el sociólogo Manuel Castells que las smart cities para lo único que sirven es «para decirte con precisión de milésimas de segundo cuánto tiempo vas a estar en un atasco». Tal vez sea una apreciación demasiado simplista, pero no cabe duda de que la inteligencia de una ciudad, por muy avanzada que esta sea, se medirá por la inteligencia de las personas que hay detrás de toda su tecnología. «No tiene sentido limitarse a que los semáforos estén programados para evitar atascos, porque nos seguimos ciñendo al problema de la movilidad en coche, dejando una vez más de lado al peatón», reivindica la arquitecta Atxu Amann. «Las aplicaciones para el uso compartido de vehículos alternativos, como patinetes o motos eléctricas, no son suficientes por sí mismas. Normalmente hay detrás empresas privadas que limitan su implantación a las zonas más pudientes de la ciudad, donde hay gente que puede pagar ese servicio, lo que abre aún más la brecha de desigualdad», añade por su parte su colega Lamíquiz.

En Madrid, la gentrificación afecta ya a los barrios que tradicionalmente tenían rentas más bajas como Usera, Carabanchel o Vallecas

Hay otros ejemplos en los que el uso inteligente de la tecnología sí que puede contribuir al desarrollo sostenible y enfocado al ciudadano. Es el caso de Urban Data Eye, una empresa cofundada por el arquitecto Rodrigo Delso. Con ella, una serie de cámaras, colocadas estratégicamente en plazas, registran el movimiento de la ciudadanía y lo interpretan en tiempo real para definir con exactitud el uso que se les da y sus carencias. «Muchas veces, las encuestas ciudadanas tradicionales no son nada exactas: de lo que dice una persona, a lo que hace realmente, suele haber un gran trecho», opina Delso. «Aquí, la aplicación de la tecnología aporta mucha más precisión. Eso permite invertir solo en lo que no funciona y no gastar dinero en lo que sí funciona bien».

No cabe duda de que los desafíos que afrontan las ciudades este siglo –no de cara al futuro, sino desde este mismo momento–, son incontables, casi infinitos. Demasiados para acotarlos en un solo artículo. Pero una frase del arquitecto y urbanista danés Jan Gehl resume muy bien el camino que debemos seguir: «Primero las personas, luego la ciudad y, por último, los edificios. Porque son los edificios los que se supeditan al interés de la ciudad de las personas, y no al revés».

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