Cultura

La distopía se lleva mejor con palomitas

La secuela de Blade Runner, 35 años después, no es casual. El cine y las series se apuntan a los relatos distópicos. Y triunfan porque todos nos reflejamos en el mismo temor.

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18
octubre
2017

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«¿Cuál es el único motivo que puede provocar el uso de armas nucleares? Las armas nucleares. ¿Cuál es el principal objetivo al que apuntan las armas nucleares? Las armas nucleares. ¿Cuál es la única defensa posible frente a las armas nucleares? Las armas nucleares. ¿Cómo podemos prevenir el uso de armas nucleares? Con la amenaza del uso de armas nucleares. Y el motivo por el que no podemos deshacernos de nuestras armas nucleares, es la existencia de armas nucleares».

Estas son algunas de las preguntas que se hace y responde el escritor Martin Amis en su recopilación de relatos Einstein´s monsters, a las que añade una reflexión: «Las armas nucleares pueden acabar con la humanidad docenas de veces en docenas de formas distintas. Y ante la muerte, nos quedaremos paralizados. Reducidos a la insignificancia de las arañas, que harían exactamente lo mismo».

El autor británico, novelista, ensayista y opinante habitual en prensa , tan receloso siempre de las capacidades del ser humano, publicó esta obra en 1987, justo en el ocaso de la Guerra Fría, cuando la amenaza de esa autodestrucción masiva con la que siempre había teorizado (en su tono cáustico habitual) parecía quedar atrás con el fin de la Unión Soviética y, con ella, el enquistamiento frontal de los bloques oriental y occidental.

Aquellos relatos fueron algo tardíos, pero también la conclusión de un género artístico: el de la amenaza nuclear, que en décadas anteriores había pegado con fuerza al compás de un temor generalizado en todo el mundo. Ya en 1960, con la novela Cántico por Leibowitz, Walter Miller se asomaba a una sociedad postapocalíptica fruto de sus propios miedos. Los libros surgidos de esta temática, anteriores y posteriores, se cuentan por centenas, igual que obras de otras disciplinas artísticas, como el cine o incluso la pintura: aún hoy impactan en la retina los paisajes arrasados por una bomba atómica de Eugene Von Bruenchenhein o la icónica serigrafía de un hongo nuclear de Andy Warhol. Incluso muchos de los superhéroes de la todopoderosa editorial de comics Marvel partían de esa premisa.

‘Black Mirror’ plantea una realidad muy cercana, en la que hemos sucumbido a la tecnología

Pero el vehículo artístico capaz de reflejar masivamente nuestros temores frente al futuro es el cine. Fue especialmente fértil entre las décadas de los 60 y los 80 a la hora de retratar una amenaza nuclear: Teléfono rojo, volamos a Moscú (Stanley Kubrick 1964), El síndrome de China (James Bridges 1979) o El día después (Nicholas Meyer, 1983) son solo algunos ejemplos de la ingente cantidad de películas que durante esos años poblaron las salas de todo el mundo apelando a un miedo habitual. Incluso en nuestro país, tan ajeno a los vaivenes geopolíticos en aquella época, tuvo algún reflejo, como en La hora incógnita (1963), en la que Mariano Ozores se atrevía con una inquietante premisa: la vida cotidiana de una serie de personas advertidas de que una bomba atómica caerá en su ciudad por un error de cálculo, pero prefieren quedarse hasta el final.

A finales de los años noventa y principios de este siglo, con la amenaza real de la desaparición de la capa de ozono y los primeros indicios del cambio climático, los temores se trasladaron a otro escenario, uno en el que el ser humano se carga su propio planeta no por causa de una guerra, sino por algo mucho peor: la desidia. El género cinematográfico encontró una fuente fértil para sus guiones en los desastres naturales, con enormes tsunamis y terremotos provocados por la contaminación y el calentamiento global. El día de mañana, del aparatoso y palomitero Roland Emmerich, podría ser el epítome de esta corriente creativa.

Todas estas obras se engloban en el género apocalíptico, que no es más que una distopía llevada a sus últimas consecuencias. Sin embargo, la distopía más sutil ha sido una constante en la historia del cine, y ahora cobra especial fuerza. Un mundo que explota casi de un día para otro ya no es verosímil, pero un futuro cercano en el que las cosas serán mucho peores sin que casi nos demos cuenta, resulta más creíble y aterrador. Posiblemente, la película que dio el pistoletazo de salida a esta tendencia fue Matrix, de los hermanos (hoy hermanas) Wachowski, que planteaban a principios de la década pasada una cuestión que dio que pensar: nuestra vida está compuesta de ceros y unos, es un mero software, y nuestros cuerpos yacen en realidad en un mundo muchos más siniestro, el auténtico, dominado por máquinas de inteligencia artificial.

La experta en lenguaje cinematográfico Lucía Salvador publicó recientemente La pantalla distópica: «Es un género que se ha consolidado especialmente después de los atentados del 11-S», explicaba durante la presentación. En su libro analiza los antecedentes cinematográficos en el siglo XX: «La distopía siempre se ha utilizado para canalizar los grandes miedos de una sociedad. Por ejemplo, en la Guerra Fría se produjeron muchas películas en torno a esto, así que he estudiado cómo la ciencia ficción se entrelaza con la historia de la sociedad que la produce», explica la autora, y se refiere a la actualidad: «Hay tres tipos de películas que reflejan este cambio de mentalidad. El primero: las que hablan de mundos apocalípticos, como La carretera o Soy Leyenda. El segundo: en torno a ciudades o mundos que están al borde de la destrucción pero aún mantienen su estructura: El caballero oscuro, Looper… Y el tercero: el heredero de una corriente literaria representada por Huxley en Un mundo feliz u Orwell en 1984, obras en las que, en medio de sociedades aparentemente felices el espectador descubre la distopía en el sometimiento a regímenes totalitarios de sociedades alienadas».

Los dos últimos tipos son los que recogen la mayoría de nuestros miedos, de los que productoras de cine y plataformas digitales como Netflix o HBO están sacando especial partido con películas y series que, en muchos casos, son impecables por el nivel de realismo y profundidad que mantienen, lo que las vuelve aún más verosímiles y terroríficas. En un mundo tecnologizado y cambiante, que empieza a cuestionar las estructuras sociales asentadas durante décadas en el confort (por ejemplo, algo tan asimilado como la democracia), el miedo instalado en gran parte de la sociedad ya no es que caiga un meteorito o una bomba nuclear sino, sencillamente, que las cosas cambien.

Las series actuales de relatos distópicos se ven, cada vez menos, como ficción o meras hipótesis

No parece casual, por tanto, que se acabe de estrenar la secuela de Blade runner, continuación de ese futuro distópico en el que, mediante la ingeniería genética, se fabrican humanos artificiales a los que se denomina replicantes y se les emplea en trabajos peligrosos en las colonias exteriores de la Tierra. El temor a que el esclavismo vuelva a ser aceptado por la sociedad es uno de los motores argumentales de la genial película de Ridley Scott.

Black Mirror, la serie británica de capítulos autoconclusivos con formato de mediometroajes, plantea una realidad muy cercana a la nuestra, en la que hemos sucumbido definitivamente a la tecnología y nos hemos alejado demasiado de la realidad en favor de las redes sociales, con resultados siniestros en la mayoría de los casos. The handmaid´s tale, de la plataforma HBO, está basada en la premiada novela de Margaret Atwood, y narra la distopía de Gilead, una sociedad totalitaria que antiguamente pertenecía a Estados Unidos. Los desastres medioambientales y una baja tasa de natalidad provocan que allí gobierne un régimen fundamentalista perverso que considera a las mujeres propiedad del Estado. El machismo, la desigualdad de género y el maltrato, lacras históricas que ahora cobran (por suerte) más visibilidad que nunca, revolotean por cada capítulo de esta tétrica alegoría.

También en HBO, Westworld, una de las series con más presupuesto (y seguimiento) de la historia, relata un sofisticado parque de atracciones que recrea con realismo extremo el salvaje oeste, poblado por androides que interpretan su papel de vaqueros con rigor humano. El atractivo de quienes pueden pagarse un billete es la posibilidad de sacar su lado más sanguinario con los androides, a los que pueden matar, violar o torturar a placer si lo desean. Las reglas que rigen una sociedad desarrollada se quedan fuera.

«El subgénero distópico se cultivó de forma aislada en los noventa, pero en la década siguiente ha estado muy en boga. Hay muchas películas en las que se imaginaba una hipótesis, el ‘qué hubiera sido en caso de…’», apuntaba Salvador en la presentación de su libro. Hoy, ha ido un paso más allá. Series como las mencionadas se ven, cada vez menos, como ficción o meras hipótesis, y más como realidades que ya están entre nosotros, aunque adopten otras formas.

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