Opinión

Jugar puede salvarnos de la extinción

La expansión de los juegos cooperativos, que además recuperan el concepto de mundo finito implícito en los clásicos como el ajedrez, podría ayudarnos a probar nuevos modelos económicos en los que exista una verdadera retroalimentación del impacto ecológico de nuestras acciones económicas.

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23
enero
2020

El juego es una representación simplificada del mundo, como tantas otras cosas que creamos los humanos para ayudarnos a sintetizar, comprender y, en algunos casos, modelizar y simular antes de transformar nuestro entorno.

El ajedrez, el primero entre los juegos clásicos, es a la vez una simulación belicista y un claro paradigma de la concepción clásica del mundo como un sistema finito: es un juego competitivo de suma cero. Este concepto perduró en la Humanidad durante muchos siglos. Todos los imperios de la antigüedad fundamentaron su expansión en la inversión del excedente de su producción agrícola en su desarrollo comercial y militar. Como decía el personaje de Jorge de Burgos en El nombre de la rosa de Umberto Eco, «no existe el progreso, sino una sublime recapitulación».

La Edad Moderna trajo el mercantilismo primero y el libre mercado después. Concebido inicialmente en los Países Bajos, ha llegado hasta nuestros días de la mano de la expansión del dominio anglosajón del mundo, cuyo arranque podemos situar en la victoria inglesa en la batalla de Trafalgar. A partir de ese momento, los ingleses dominan el comercio marítimo e imponen su idioma y su modelo económico.

El fracaso del sistema de planificación comunista no ha hecho más que reforzar la posición de prevalencia del modelo económico liberal. No cabe prever cambios en esta situación a medio plazo, ya que China –que previsiblemente reemplazará al bloque anglosajón en el liderazgo del mundo durante la primera mitad de este siglo–, puede ser en lo social una dictadura comunista, pero en lo económico, al margen de sus planes quinquenales, es una economía de libre mercado, de hecho en su versión más extrema.

«Irónicamente, el Monopoly nació en tiempos de la Gran Depresión, cuando el modelo económico de libre mercado era más cuestionado»

El estado del bienestar –promovido por la socialdemocracia europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial– no es más que un parche al modelo liberal, que tan solo ha permitido mantener la paz social, en particular durante el periodo de competencia con el modelo de planificación comunista, mediante una expansión del sector público financiada con el incremento de la carga fiscal a las clases medias y a las pequeñas y medianas empresas (nunca a las rentas altas ni a las grandes empresas, quienes disponen de mecanismos para evadir ese sistema), pero sin transformar ni plantear una alternativa real.

Curiosamente, el mundo del juego ha seguido con mucho retraso al modelo económico liberal. Prueba de ello es que el Monopoly –paradigma de juego basado en el sistema de libre mercado, aunque inspirado por un juego de principios del siglo XX–, no aparece hasta la década de 1930. Irónicamente, nació en tiempos de la Gran Depresión, cuando el modelo económico de libre mercado era más cuestionado, hasta el punto de que las dudas sobre su capacidad para generar bienestar impulsaron al comunismo. El Monopoly está basado fundamentalmente en el concepto de libre comercio de bienes –raíces en su caso– y solo parcialmente en el de crecimiento mediante la reinversión en bienes productivos del capital acumulado y, al igual que el ajedrez, representa un entorno finito. No plantea, por tanto, un modelo de crecimiento ilimitado, que es el concepto fundamental del modelo económico liberal.

Hubo que esperar hasta finales de la década de 1990 para conocer juegos de ordenador como Age of Empires que verdaderamente integrasen los conceptos liberales de crecimiento más o menos ilimitado, soportados además por un desarrollo tecnológico constante. Curiosamente, están basados en los modelos de expansión imperial desarrollados desde la revolución agrícola a los que me refería al hablar del ajedrez.

Sin embargo, este paradigma podría estar cambiando, en el sentido en el que el mundo del juego dejaría de replicar con mucho retraso determinados modelos económicos –o, en sentido amplio, determinadas concepciones de nuestros ecosistemas económico y ecológico– para anticiparse a estos, y así servir como prueba de concepto, e incluso como herramienta de formación y adoctrinamiento sobre nuevos patrones de comportamiento. Un buen ejemplo de esto es el premiado juego de mesa Pandemic, lanzado en 2007. Lo relevante es que se basa en un modelo completamente cooperativo, en contraposición al enfoque habitual de competición de la mayoría de los juegos de mesa y de ordenador.

«La forma competitiva de interactuar entre nosotros nos ha conducido a la implementación de un modelo de crecimiento insostenible»

Este enfoque principalmente competitivo, mayoritario en el mundo del juego –y digo principalmente porque siempre integra la componente cooperativa de unos jugadores asociándose temporalmente contra otros–, permitía reproducir perfectamente no solo la realidad de las sociedades humanas hasta la fecha, sino el paradigma de lucha por la supervivencia y la reproducción en un entorno siempre cambiante que ha definido la evolución de las especies, incluida la nuestra, desde que existe vida en la Tierra.

El problema es que esta forma de interactuar entre nosotros y con nuestro entorno nos ha conducido a la implementación de un modelo de crecimiento ilimitado insostenible ecológicamente. La buena noticia es que al menos ya somos mayoritariamente conscientes de ello y, como muestra la aparición de juegos cooperativos como Pandemic, que empezamos a creer en la posibilidad de hacer algo al respecto jugando según nuevos patrones de comportamiento.

La expansión de este tipo de juegos, más cooperativos que competitivos y que además recuperen el concepto de mundo finito implícito en los juegos clásicos como el ajedrez, bien podría ayudarnos a probar nuevos modelos económicos en los que exista una verdadera retroalimentación del impacto ecológico de nuestras acciones económicas, algo que debería garantizar la sostenibilidad de nuestro ecosistema y, por lo tanto, la supervivencia de nuestra especie.

Alguien dijo alguna vez que la educación es el único motor del cambio. Si nuestros modelos educativos empezasen a incluir este tipo de juegos en sus planes de estudio, podríamos no solo concienciar aún más a las nuevas generaciones sobre la actual situación de insostenibilidad ecológica, sino además acostumbrarlas a considerar y a ensayar nuevos modelos económicos que poco a poco transformen para bien la forma en la que interactuamos entre nosotros y con nuestro entorno.

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