Opinión

La romantización del juego

El juego puede ofrecer, desde fuera, las posibilidades de vivir una vida de riesgo sin las consecuencias asociadas al mismo. La atracción catártica para el espectador y el masoquismo implícito en la propia actividad convierten el juego en una venenosa seducción.

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18
noviembre
2021

Llegué a Madrid desde un país extranjero a la temprana edad de 10 años. En una ocasión, recuerdo haber visto a varios condiscípulos jugando a las cartas. De pronto llegó un profesor que pareció escandalizarse, afirmando rotundamente que estaba prohibido jugar a las cartas en las instalaciones del colegio. Yo me sentí sorprendido. ¿Por qué iba a estar prohibido algo tan inofensivo como jugar a las cartas? Con los años llegué a comprender –parcialmente– lo ocurrido. Era el año 1991, pero dicha prohibición probablemente sobrevivía renqueante desde los años del franquismo, cuando el juego no estaba permitido; este, al fin y al cabo, fue legalizado en España a partir de 1977. Pero ¿por qué está asociado al peligro, los vicios y la ‘mala vida’?

Ya en la segunda mitad del siglo XIX, Dostoyevski, el gran literato ruso, trató de pagar sus deudas jugando a la ruleta. El novelista jugó por primera vez en Wiesbaden, hoy en la zona central de Alemania, en 1863. Como tantos otros jugadores, Dostoyevski creyó haber inventado un sistema seguro para ganar, pero terminó viéndose obligado a pedir dinero prestado a amigos y familiares para poder afrontar sus pérdidas. Jugar es una herramienta más para generar dopamina, fomentando la creencia en la aparición de una gran recompensa que casi nunca llega. Es precisamente esta falsa esperanza la que conduce inexorablemente a la caída: la victoria puede ser adictiva y uno juega, inevitablemente, hasta que pierde. Es por ello que este tipo de actividades resulten muy atractivas para algunos, teniendo unas consecuencias verdaderamente catastróficas en muchos casos; el juego alcanza, así, ese aura clandestina vinculada a los bajos fondos y el peligro.

«Dostoyevski creyó haber inventado un sistema para ganar, pero terminó viéndose obligado a pedir dinero prestado»

El fin último de este tipo de actividades, al igual que todo vicio patológico, es probablemente el auto-castigo: el objetivo perseguido es dañarse a uno mismo bajo el velo del lucro potencial; es decir, cumplir con ciertas inclinaciones masoquistas. A pesar del dolor y la degradación que las acompañan, este tipo de conductas autolesivas han sido romantizadas por gran parte del público occidental desde el comienzo de la modernidad.

Siglos atrás, Aristóteles entendió ya la tragedia griega como una forma de catarsis en la que el espectador participa del dolor del protagonista, si bien desde la distancia: ante la contemplación del padecimiento ajeno, el espectador purga sus propias emociones negativas. Pero una cosa es vivir el sufrimiento y otro observarlo: en la distancia el sufrimiento cuenta con cualidades atractivas; la figura que sufre resulta bella, y es dotada de grandeza por su padecimiento, siendo la aflicción un rasgo muy humano. Todos los grandes héroes policíacos de la década de 1980 –desde Riggs en Arma letal, hasta John McClane en Jungla de cristal– han sido seres sufrientes y desestabilizados: son individuos locos, divorciados, viudos, alcohólicos. Incluso Gilgamesh, héroe de una de las más antiguas epopeyas –escrita aproximadamente entre los años 2500 y 2000 antes de Cristo– humanas, fue un ser sufriente.

Este gusto por el dolor ha cobrado especial relevancia en los tiempos modernos. En el París del joven Alejandro Dumas, por ejemplo, la tuberculosis era la enfermedad de moda, un padecimiento lleno de glamour: el que no era tuberculoso, trataba de simular ser víctima de dicha maladie. Hoy, muchos artistas de música urbana, junto con innumerables estilistas, fingen los síntomas de la locura para resaltar su atractivo personal, una tradición que surge con la Factoría de Andy Warhol en la década de 1960, donde la locura era considerada como una fuente de creatividad; ello, al menos, hasta que Warhol fue tiroteado por Valerie Solanas: la locura, entonces, dejó de ser tan encantadora.

«En el París del joven Alejandro Dumas, la tuberculosis era la enfermedad de moda, un padecimiento lleno de ‘glamour’»

En La montaña mágica, cuyo argumento discurre en un sanatorio, Thomas Mann da a entender que las personas enfermas cuentan con alguna suerte de acceso a valiosos secretos; si se tira del hilo, se podría decir que las personas valiosas son, consecuentemente, parcialmente enfermas. El juego, como ejercicio compulsivo de auto-castigo, es una patología, y es como patología que la mayor parte de los seres humanos juegan; es en base a dicho acto masoquista que la industria del juego florece en todo el mundo. Al fin y al cabo, no solo las clases menos pudientes sufren bajo el yugo del juego: se sabe que jugadores de baloncesto como Michael Jordan, Charles Barkley o Dennis Rodman han perdido ingentes cantidades de dinero jugando en Las Vegas, la ‘ciudad del pecado’ cuyos casinos han sido tradicionalmente gobernados por la mafia.

La visión contemporánea del jugador como ganador es encarnada a las mil maravillas por James Bond, un agente implacable que siempre vence en el juego, incluso a villanos tramposos, como ocurre en Octopussy. Bond es un galán, una suerte de moderno don Juan o Casanova. Es lo que en inglés se define como un player, un jugador: aquel que arriesga y gana. A los tipos como James Bond les gusta conquistar no tanto por los frutos o bienes obtenidos como por el mero hecho de hacerlo.

«La romantización del juego nos ofrece una muestra de una vida llena de riesgo, pero exenta de los sinsabores asociados al mismo»

Pero el galán, como el juego mismo, es ‘glamuroso’ tan solo parcialmente. Lo que el observador externo desconoce es que el galán padece un intenso estrés como jugador. El juego como ideal, al fin y al cabo, es valorado en cuanto promesa de una vida de riesgo y aventura en la que el jugador, finalmente, saldrá airoso; una vida vivida por aquel que se salta las reglas sin pagar las consecuencias. Bond es el arquetipo del hombre con suerte, tanto en el juego como en el amor. Así, la romantización del juego nos ofrece una muestra de una vida llena de riesgo, pero exenta de los sinsabores asociados al mismo. Hay que decir que la suerte no existe, sino que uno, habitualmente, y en caso de ser apto, la gana a través del trabajo y el esfuerzo.

La vida consiste siempre en tratar de obtener un equilibrio entre nuestra tendencia a la aventura y nuestra necesidad de estabilidad; algo así como lograr una cuadratura del círculo, una quimera que bien merece la pena perseguir. Pero nuestra felicidad no depende del azar representado por una tirada de dados. No nos engañemos: en el juego, se pierde más de lo que se gana.

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