Opinión

En el DeLorean hacia la nueva década

Estas dos primeras décadas del siglo XXI han revelado el conflicto entre lo que queremos y lo que podemos hacer: surfeamos una ola del tiempo que nos lleva hacia delante y en la que no podemos decidir dónde llegaremos, pero sí podemos establecer la dirección que queremos tomar.

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17
diciembre
2019

Siento un pequeño escalofrío cada vez que escribo la fecha estos días. Diciembre del 2019. En realidad solo van a cambiar dos cifras en el calendario, pero hay algo en las medidas de tiempo que remueve nuestros miedos y anhelos. Pienso, por ejemplo, en el terror que produjo en Europa el primer cambio de milenio. O en el insistente deseo de viajar más allá del segundo en el cine y la literatura del siglo XX.

John Berger distinguía dos formas de mirar al futuro, la campesina y la industrial, por así decirlo. Decía que las personas de campo no lo esperan con ilusión, ya que para ellas toda prosperidad está en el pasado: la cosecha del año anterior es su única certeza tangible, así como la carne que cuelga en la despensa y el grano almacenado. Ese es su progreso. Por eso, quizá, miden el tiempo observando la naturaleza, los cambios en la luna, en las plantas o en los bosques. Para ellas no es primavera cuando lo dice el calendario, sino cuando lo digan los campos. No miran al tiempo con la soberbia del individuo industrial, quien impone sus medidas a la naturaleza y vive mirando al mañana seguro de que cada año la producción será mejor que el anterior. Para él, el progreso se encuentra siempre en el futuro y el pasado es tan solo un mal necesario, algo a superar continuamente.

«Aunque nuestras instituciones no lo sean, nuestros problemas son globales»

La nostalgia y la esperanza, en cambio, son dos formas complementarias de situarse en el presente. Son el mismo sentimiento, pero en polos opuestos: cuando nuestros miedos se proyectan hacia el pasado y los anhelos hacia el futuro, surge la esperanza; cuando es al contrario, asoma la nostalgia. Los seres humanos pasamos constantemente de una a otra sin ningún tipo de escrúpulo. Hace poco leí un tuit que reunía ambas en una sola frase. Decía su autora que estaba deseando que las fiestas temáticas de los dos mil sustituyeran a las de los ochenta. Y es que la nostalgia es inexorable, antes o después tendremos que recordar nuestros Aquellos maravillosos años, aunque serán décadas distintas para cada generación. En diez años pasan suficientes cosas como para evocar un conjunto de emociones, imágenes e ideas pero, mientras un siglo resulta demasiado impreciso, un año nos parece demasiado concreto. Una década es la extensión idónea. De hecho, en la literatura del siglo XIX las distinguen con asombrosa claridad. Aunque desde nuestra perspectiva sus diferencias resulten imperceptibles, hablaban de ellas como nosotros hablamos de los ochenta y los dos mil.

Cuando pensamos en los ochenta, puede que vengan a nuestra mente las zapatillas, los chándales y los radiocasetes enormes, el rap y el heavy metal, el Delorean y sus viajes en el tiempo, Los Goonies, y La guerra de las galaxias. Sin embargo, me atrevería a decir que aquella década sentó las bases de lo que vivimos hoy. El mismo año que Reagan ganaba las elecciones, IBM y Microsoft presentaron el primer ordenador personal que llegó a casi todas las oficinas y hogares. A principios de los 90 se desarrolló el lenguaje HTML y la World Wide Web, una tecnología que cambiaría para siempre nuestra percepción del mundo. Un año más tarde cayó el muro de Berlín, dando por finalizada la Guerra Fría y también la posibilidad de establecer una alternativa a la economía de libre mercado, que se desató. Todo iba demasiado rápido. Entramos en el nuevo milenio a más de 140 km/h, pero el muro de hormigón no se desvaneció.

Así llegamos a esta década que estamos a punto de abandonar. ¿Cómo la recordaremos? Al principio pusimos nuestros anhelos en el futuro y dejamos nuestros miedos en el pasado: el 15M, la Primavera Árabe, el movimiento Occupy… Continuamente parecía que iba a pasar algo grande, pero siempre terminaba en nada. Al final, más allá de las caras y los maquillajes, no parece que haya habido grandes cambios. Incluso puede que haya habido algunos retrocesos. Esta nos deja una extraña combinación de ilusión y de desengaño, de miedos y de anhelos, de esperanza y de nostalgia.

«El progreso no se encuentra en futuro ni tampoco en el pasado: se encuentra en nosotros mismos»

Parecería que estamos condenados a la frustración. O puede que no. Puede que en realidad nos haya mostrado el camino. Estas dos primeras décadas han revelado el conflicto entre lo que queremos y lo que podemos hacer. Aunque nuestras instituciones no lo sean, nuestros problemas son globales. La población mundial sigue creciendo. La producción es insostenible. La crisis ecológica está en un punto de no retorno. Los conflictos ideológicos y sociales se agudizan. Los flujos migratorios son irrefrenables. Por mucho que nos comprometamos políticamente, al final, ese poder político que podemos ostentar y al que podemos apelar está limitado. No tenemos herramientas para actuar sobre todas estas inercias. Cambiemos pues los miedos y los anhelos de sitio, que surja la esperanza: unas instituciones comunes, una Constitución Universal, un gran acuerdo para que todos los seres humanos sobre la tierra tengamos los mismos derechos y las mismas libertades.

Surfeamos una ola del tiempo que nos lleva hacia delante y en la que no podemos decidir a dónde llegaremos, pero sí podemos establecer la dirección que queremos tomar. Esos pequeños cambios en el rumbo, imperceptibles hoy, se manifestarán según vayamos arañando las paredes de nuestro abismo con esas marcas diagonales que llamamos décadas. El progreso no se encuentra en el futuro –como desea el industrial– ni tampoco en el pasado –como añora el campesino–, el progreso se encuentra en nosotros mismos. A pesar de los grandes altibajos en nuestra historia compartida, parecería que hay una línea ascendente que es tangente a todos esos picos de luz que ha producido el talento acumulado de la humanidad, nuestro talento.

Cuando miro al futuro siento que estamos en uno de esos valles antes de una gran cumbre en la que todos los seres de la tierra se dotarán del poder político y las instituciones que les permitan convivir en  igualdad, libertad, hermandad y respeto. Quizá sea una visión cargada de vanidad y soberbia, tan ilusa como la quien  piensa que cada año tiene que ser mejor que el anterior, pero es que al mirar los campos secos que nos ha dejado esta década pienso que –y Pablo Guerrero o Bob Dylan estarían de acuerdo conmigo– eso solo puede significar una cosa: la década que viene tiene que llover, tiene que llover a cántaros.


(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.

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