Opinión

Verano del 91

Estábamos entre dos mundos y en el fondo solo queríamos tener nuestro espacio, que nos dejaran tranquilos, una de las cosas más difíciles de conseguir en esta vida en la que casi siempre arrastramos esa tensión: necesitamos a los demás desesperadamente, pero a veces los demás nos acaban ahogando.

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20
junio
2023
‘La playa y la Falaise d’Amont’ (1885), Claude Monet.

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Teníamos 12 años y era verano. Las mañanas las pasábamos en la playa: castillos en el aire y entierros de arena; ahogadillas a traición y palas que volaban como si allí estuviera jugando McEnroe; avionetas de Nivea que lanzaban pelotas de plástico; barcas piratas y olimpiadas del nado. Después, los pucheros de la abuela Pepa –matriarca absoluta de la familia–, los boquerones fritos, los jureles (que alguna generación anterior había considerado comida de pobres, según le oí decir un día a una tía abuela), los filetes con papas fritas, los nísperos del cortijo y, por supuesto, el corte de helado de chocolate y nata con galletas María Fontaneda. Por las tardes, los tres zagales nos íbamos a la antigua granja. De la secura del campo brotaba el sonido distorsionado de las chicharras. Mi primo Álvaro, nuestro amigo Sergio –un chico del pueblo– y yo habíamos montado, quizá sin saberlo, una sociedad secreta. No dejábamos venir a mi prima Olga, o acaso no quería venir ella. Fumábamos los cigarros que les habíamos sisado a nuestros padres durante el sopor de sus siestas, disparábamos con nuestros tirachinas a las latas de Coca-Cola oxidadas que encontrábamos por el camino, construíamos ciudades prohibidas con botellas y piedras, sacrificábamos escarabajos.

«A diferencia de otras vivencias, esas tardes perduran en mi memoria moldeadas por el paso del tiempo, por lo que tiendo a pensar que en verdad significaron algo»

En nuestros dominios, el tiempo se nos escurría entre las manos gracias al resplandor de esos atardeceres que habíamos conquistado. Todavía no éramos los terribles adolescentes que después fuimos. Vivíamos, y eso era lo complicado, en un lugar invisible entre la feliz inocencia del niño y las noches etílicas de juventud que vendrían luego, bendecidas de cuando en cuando por la dulzura de una chica desprevenida o el desparpajo de otra más experimentada. Estábamos entre dos mundos y en el fondo solo queríamos tener nuestro espacio, que nos dejaran tranquilos, una de las cosas más difíciles de conseguir en esta vida en la que casi siempre arrastramos esa tensión: necesitamos a los demás desesperadamente, pero a veces los demás nos acaban ahogando. A diferencia de otras vivencias, esas tardes perduran en mi memoria moldeadas por el paso del tiempo, por lo que tiendo a pensar que en verdad significaron algo. Nos habíamos despedido de la ternura de la infancia a través de la bocanada de humo de un cigarrillo Marlboro, pero aún nos quedaba demasiado para ser hombres. Era el verano del 91. Teníamos las rodillas llenas de heridas y estábamos bronceados. Solo éramos unos chiquillos perdidos en los atardeceres cómplices de la granja abandonada. Descorchemos hoy un buen vino y brindemos por ellos. Puede que, en lo esencial, no hayamos cambiado tanto.

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