Siglo XXI

Treinta años después de Berlín: los otros muros de Europa

Desde los años noventa, en el Viejo Continente se han construido más de mil kilómetros de fronteras físicas, el equivalente a seis muros de Berlín. El aumento del racismo y de la xenofobia ponen en peligro el sentimiento europeísta construido tras el fin de la Guerra Fría.

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07
noviembre
2019

La de aquel 9 de noviembre de 1989 iba a ser una noche como otra cualquiera en las frías calles de Berlín. O eso parecía. Tras varios meses de protestas, unos días antes se había hecho público el proyecto de una nueva legislación que sería más permisiva y que pondría menos restricciones para viajar a los alemanes de la RDA. En una conferencia de prensa retransmitida a toda la Alemania Oriental, Günter Schabowski (funcionario del Partido Socialista Unificado de Alemania, que gobernaba la RDA) declaró que las restricciones de circulación habían terminado y, al ser preguntado cuándo entraría en vigor la medida, anunció que de inmediato. No leyó la segunda parte del mensaje, que especificaba que sería al día siguiente. La noticia de la caída del muro de Berlín corrió como la pólvora y el resto es historia. Miles de personas acudieron a los puestos fronterizos para cruzar sin visado, solo con su carnet de identidad, como habían oído en la radio y la televisión. Muchos otros habían querido hacerlo antes que ellos –se calcula que unos cinco mil lo consiguieron y 192 perdieron la vida en el intento– pero, esta vez, los guardias fronterizos y las autoridades desconocían cómo proceder ante la avalancha de gente que quería pasar y decidieron no emplear la violencia. A las once de la noche abrió el primer control y, durante esa noche y la mañana siguiente, los berlineses comenzaron a derribar el muro con todo lo que tenían a su alcance. Veintiocho años después, podían pisar el oeste de su ciudad y pasear libremente por sus calles.

El Berlín de hoy tiene poco que ver con el de esa noche, aunque los alemanes tengan muy presente lo que pasó entonces. La mayor parte de los más de 120 kilómetros que componían el muro se han convertido en una línea de doble adoquín en el suelo y, los que quedan en pie, están poblados de murales que han vestido de arte lo que otrora fue símbolo de una férrea separación de bloques que parecía que siempre serían irreconciliables. Muchos de ellos son cantos a la libertad y la tolerancia de una ciudad que no olvida lo que pasó pero que necesitó tirar el muro para empezar de cero y comenzar a reconstruirse.

Al igual que sucede con la capital alemana, la Europa de 2019 tampoco se parece demasiado a la de hace treinta años. Hace apenas unos días, el expresidente soviético Mijaíl Gorbachov ­–uno de los mayores artífices de la apertura política de la URSS y del fin de la Guerra Fría– advertía en una entrevista para la BBC del «peligro colosal» que supone la existencia de países con armas de destrucción masiva que pueden destruirnos a nosotros y al planeta. A sus 88 años, el político cree que, tres décadas después de la caída del muro, las relaciones entre Occidente y Rusia siguen frías. «Hay que fijarse en lo que está pasando. En diferentes partes del mundo hay escaramuzas, enfrentamientos. Se envían aviones y buques de combate aquí y allá. Esta no es la situación que queremos», respondía Gorbachov.

Gorbachov advierte del «peligro colosal» que supone la existencia de países con armas de destrucción masiva

Durante estas tres décadas, se han sucedido los tratados internacionales que han ido ampliando los límites de Europa. La incorporación de nuevos países hasta los 27 que conforman la UE ­–uno menos cuando se formalice el pospuesto brexit–, la entrada en vigor de la moneda única o los acuerdos para la libre circulación de ciudadanos fueron ladrillos básicos en la reconstrucción del viejo continente, donde la reunificada Alemania es hoy uno de los países más poderosos. Sin embargo, ¿esa aparente apertura es real? Según los cálculos recogidos en el informe Levantando Muros. Políticas del miedo y securitización en la Unión Europea –elaborado por el Centro Delàs de Estudios por la Paz, el Transnational Institute (TNI) y Stop Wapenhandel–, desde los años noventa, los estados miembros de la Unión Europea y el Espacio Schengen han construido cerca de mil kilómetros de muros para frenar la llegada de personas desplazadas por la fuerza en Europa. O, lo que es lo mismo, seis muros de Berlín.

Paradójicamente, mientras las facilidades para viajar de la población europea entre los países miembros han aumentado, la altura de las fronteras exteriores de Europa también lo han hecho, especialmente tras el pánico terrorista desatado a raíz de los ataques del 11-S. En 2005, comenzó a funcionar la Agencia de la Guardia Europea de Fronteras y Costas (Frontex), dedicada a gestionar y controlar las fronteras de la UE y evitar la entrada de personas migradas en situación irregular. Desde entonces, se ha incrementado paulatinamente tanto su presupuesto como el número de agentes propios en las fronteras, y también la presencia de efectivos militares de los países en los que estas se levantan.

Sobre todo desde los años 2012 y 2015, el número de muros ha aumentado de manera exponencial. A las vallas levantadas en Ceuta y Melilla –reforzadas a partir de 1999, cuando se sustituyó la valla de 2,5 metros de altura por otra de más de tres metros reforzada con alambre de espino, que actualmente está elevándose hasta los seis metros en una obra auspiciada por Frontex–, se unieron otras semejantes repartidas por todo el continente. Según los datos recogidos en el informe, existen catorce muros en Europa –incluyendo el que se levanta en Noruega, que no forma parte de la UE pero sí del espacio Schengen y el construido por Macedonia­–, quince si se tiene en cuenta los muros internos construidos en Eslovaquia para segregar a la población romaní. «Los movimientos migratorios son las principales razones dadas por los Estados para su construcción, consolidando así una apuesta política por amurallarse. Se da una dinámica particular en el caso de las repúblicas bálticas, las cuales construyen muros tanto por cuestiones migratorias como por las tensiones generadas con la gran potencia vecina que es Rusia, situación que recuerda a los tiempos de la Guerra Fría. En 2015 se cierra, mediante muros y el despliegue masivo de controles y de agentes de fronteras, la ruta de los Balcanes (Grecia, Bulgaria, Hungría, Macedonia, Austria, Eslovaquia, Eslovenia y Serbia) razón por la que se abre la ruta del Ártico (AsktheEU, 2015) hacia Noruega, que construye una nueva valla en 2016», explican.

A estos muros físicos terrestres también se suman los controles marítimos en el Mediterráneo –lugar de las principales operaciones contra la inmigración ilegal en Europa, con misiones no de rescate de personas sino fundamentalmente de crímenes relacionados con el espacio fronterizo y persecución de las mafias– y los virtuales, basados en los sistemas de control, vigilancia, análisis y recogida de datos, que refuerzan las barreras físicas. «Se trata de la llamada tecnologización de la inmigración, que es parte esencial también de las políticas de securitización. También podemos hablar de una tecnologización de la seguridad, es decir, subordinar nuestra seguridad a la tecnología. La detección de datos biómetricos será una de las caracterísiticas de algunos de estos sistemas», concluyen los autores.

Xenofobia: el muro invisible

Sin embargo, los principales muros de Europa no están construidos de ladrillo ni de alambre. La salida del Reino Unido de la Unión Europea y el aumento de los kilómetros de vallas son unas grietas importantes en el sentimiento europeísta, pero no son ni mucho menos las únicas. El preocupante aumento del racismo y de la xenofobia ha provocado el renacer de movimientos populistas de ultraderecha a lo largo de todo el continente, incluso en países donde ese fantasma había permanecido ausente durante décadas.

Líderes como Le Pen, Salvini, Orbán o Abascal se han mostrado contrarios a las actuales políticas de la UE en materia migratoria

Desde Francia hasta Hungría, pasando por Italia y España, líderes como Le Pen, Salvini, Orbán o Abascal se han mostrado partidarios de férreas políticas antiinmigración y han cargado contra las actuales políticas de la Unión Europea. «No queremos esa UE crecientemente islamizada por la debilidad y traición de los políticos europeos, queremos una Europa fundada en los valores judeocristianos y el pensamiento grecolatino», afirmaba este último. Su partido –además de pedir la sustitución de las vallas de Ceuta y Melilla por un muro de hormigón similar al que Trump pretende levantar en la frontera estadounidense con México– ha exigido en repetidas ocasiones reformas profundas para «democratizar la Unión Europea y hacer que vuelva a ser un instrumento útil para los europeos, y no, como es ahora, un nido de privilegiados burócratas que no hacen otra cosa que tratar de destruir las naciones europeas». En Italia, Salvini, por su parte, les dijo directamente a los inmigrantes ilegales «que fuesen haciendo las maletas».

Uno de los graffittis de la East Side Gallery en los restos del muro de Berlín.

El simple hecho de que hayan logrado poner sobre la mesa sus propuestas xenófobas y que hayan encontrado un altavoz para llegar a millones de potenciales votantes es un problema grave, pero también es peligroso que parte de ese ideario haya calado –o que, en cierta forma, se haya asumido– en otras formaciones que no lo tenían en un principio. «Determinados partidos no xenófobos que actúan en base a razonamientos electoralistas, viendo el ascenso en número de votos de sus competidores racistas, recogen parte del discurso xenófobo de estos últimos para captar un sector de sus votantes, en vez de atreverse a consolidar un discurso propio. De este modo, los partidos más radicales y racistas consiguen ver amplificadas sus propuestas sin apenas esfuerzo propio», advierten. Y solo hay que echar la vista atrás para conocer las consecuencias.

«Sin consideración, sin piedad, sin vergüenza / han construido grandes y altos muros en torno a mí. / Ahora estoy aquí sentado y me desespero/ no pienso en nada más: este destino roe mi mente; / pues tenía mucho que hacer afuera./ ¿Y por qué no los vi cuando levantaban los muros? / Pero nunca escuché el ruido o sonido de los constructores. / Imperceptiblemente me encerraron, fuera del mundo». Cuando el poeta griego Konstantin Kavafis escribió estos versos, faltaban varias décadas para que se levantase el muro de Berlín. Aún más para que cayese. Camino de la segunda década del siglo XXI, parafraseando a Twain, en Europa la historia no se repite… pero quizá rima. Aunque en silencio.

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