Opinión
Educar para la aventura
Enseñamos a nuestros hijos a dar a los demás lo que haga falta para que les pongan buena nota. Sin embargo, alguien tendrá que enseñarles a creer en sí mismos: ya pueden saber tocar el piano, hablar cuatro idiomas, matemáticas y física nuclear que, sin pasión, todo eso no servirá para nada.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2019
Artículo
Sin darnos cuenta ya estamos en septiembre. Lejos queda el delicioso caos de los interminables días de julio y agosto en los que todo parecía posible. Ahora toca la vuelta al cole. Hay que encontrar la polvorienta maleta y después llenarla de equipajes: cuadernos, bolígrafos, rotuladores, tableta… para un viaje que las mamás y los papás empezamos sin duda con mucha más ilusión, no solo porque estamos deseando que la rutina ordene los hábitos de nuestras asalvajadas fieras, sino también por todas las esperanzas que tenemos depositadas en la escuela.
Unas expectativas de las que seguramente fuimos conscientes por primera vez cuando se «graduaron» en la guardería y de la noche a la mañana nos encontrábamos en jornadas de puertas abiertas, escuchando proyectos pedagógicos y filosofías educativas con gran atención y algo de estrés… pues qué sabemos nosotras de educación. Queremos que sean felices, que tengan éxito, que se sientan realizadas, que sean personas justas, con valores, útiles para los demás. Todo demasiado abstracto y difícil de medir.
Los centros educativos tienen que ofrecer algo más concreto para llamar nuestra atención. Algunos usan reclamos cualitativos: métodos innovadores, implementación de nuevas tecnologías, respeto a la persona e incluso valores humanos. Pero la mayoría siguen enrocados en lo cuantitativo: aprenden a leer y sumar con 4 años, con 11 hablan fluidamente varios idiomas, una nota alta de selectividad, etcétera.
«Se pueden objetivar las cosas, los hechos y las situaciones, pero nunca una persona, porque eso supone eliminarla»
La educación parece estar imbuida del espíritu de nuestro tiempo: las escuelas tienen que captar clientes, les ofrecen preparación para el mercado de las universidades y luego estas para el laboral. Pero las calificaciones no son más que pruebas que objetivan el proceso de enseñanza en un momento dado, igual que un médico nos hará una radiografía del brazo para saber qué pasa. No me imagino a un paciente enorgulleciéndose de un TAC o por las cifras de una analítica de sangre, porque no lo representan a él, sino su salud puntual. Se pueden objetivar las cosas, los hechos y las situaciones, pero nunca una persona, porque eso supone eliminarla.
Cuando damos importancia exclusivamente a las calificaciones les estamos enseñando a buscar la fuerza y la seguridad fuera de sí mismas. Les estamos enseñando a dar a los demás lo que piden para obtener su reconocimiento -o lo que haga falta para que les pongan buena nota-. Sin embargo, alguien tendrá que enseñarles a creer en sí mismas, a valorarse por la intensidad de su compromiso. Porque ya pueden saber tocar el piano, el violín, hablar cuatro idiomas, matemáticas y física nuclear, que, sin pasión, todo eso no servirá para nada. Solo hay que pararse delante de ellas y reconocerlas: reconocer sus intereses, sus sueños, su pasiones, y alimentarlos para que crezcan, y con ellas su autoestima y fuerza personal. Algo que difícilmente podremos hacer si nos estamos fijando en lo que hacen otros niños. Pero conseguir anular nuestro ego de padres sí que es lo verdaderamente difícil (y el uso del plural aquí es dolorosamente sincero).
Toda fuerza personal que consigamos emerger en ellas será poca. La vida está llena de escollos, llena de peligros, de emociones dolorosas, llena de retos, de fracasos y de éxitos. La vida es una gran aventura en la que a veces -pocas- estarán completamente solas, sin nadie que les diga lo que pueden hacer, nadie que les ponga calificaciones para saber si lo están haciendo bien o mal. Entonces es cuando demostrarán verdaderamente su valor.
«Tenemos que afanarnos en la tarea de educar porque, antes de lo que imaginamos, nuestros hijos estarán llevando hacia adelante el proyecto de la humanidad»
Sin embargo, necesitan mapas para su aventura, y estos se encuentran en la escuela. Cada uno de ellos interpreta el mundo de una forma distinta. Con números las Matemáticas, con datos las Ciencias, con palabras la Lenguas, con sonidos la Música, con formas y colores la Educación Plástica… Después, todos esos planos dibujados sobre papel transparente se superponen para formar un único mapa. Es importante que este sea lo más definido y completo posible, porque eso les ayudará a enfrentar la aventura en condiciones más ventajosas. Pero por muchas capas que le hayamos sumado a su mapa, sin curiosidad, sin pasión y sobre todo sin el valor y la voluntad necesaria no se moverán de casa. Nunca irán a puerto ni descubrirán nada. Y no hay mayor desperdicio que un mapa sin usar.
Más que nada porque todos los mapas esconden un tesoro que, si no hay nadie que lo busque, permanecerá irremediablemente oculto. Es importante darles buenos planos, sí, pero también el coraje necesario para usarlos. Recuerdo el consejo de un amigo sabio cuando nació mi primer hijo. Nos dijo que debemos ayudarles a emerger de dentro el pirata que se lanza al mar para encontrar tesoros, pero también al poeta que se deleita mirando las estrellas por la noche y se embriaga con el aroma de los puertos. A mí me parece que el ideal del aventurero aúna ambas figuras, pues se adentra en el mundo persiguiendo un sueño poético, un rayo de luna, pero en su día a día está continuamente tomando decisiones realistas, que son el auténtico material dorado de su aventura.
Para mí ese sería el mejor reclamo que puede hacer una escuela: educar para la aventura y no para el mercado, ni para la excelencia, ni siquiera para la sociedad. Educar para que nuestras hijas e hijos sean esos corazones locos que avanzan por la vida con los pies en la tierra y la cabeza en la nubes. Esos idealistas pragmáticos que no sólo son capaces de soñar otros mundos posibles, sino que además se atreven a realizarlos. Y tenemos que afanarnos en la tarea, porque antes de lo que imaginamos estarán llevando hacia adelante el proyecto de la humanidad. Sea este la igualdad jurídica de todos los seres humanos, la universalidad de los derechos o el equilibrio ecológico, o todos a la vez, el mundo necesitará muchos de estos locos con cordura, muchos rebeldes adaptados, muchos aventureros apasionados que transmitan su energía a los demás y los arrastren más allá de lo posible.
(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.
COMENTARIOS