Cultura

Internet, refugio de nuestro peor «yo»

Las redes sociales desatan instintos y personalidades que se nos escapan. Muchas veces, como demuestran estudios científicos, nuestros recovecos más oscuros y beligerantes.

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23
octubre
2017

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Hace una semana, Carlos (prefiere no dar su nombre real), apolítico confeso y bastante pasota respecto a los acaecimientos colectivos (a sus 44 años, reconoce que solo ha votado tres veces en toda su vida), osó proyectar en su muro de Facebook su inquietud sobre el conflicto con Cataluña. «Más bien eran dudas», cuenta, y sigue: «Nunca me ha interesado mucho la actualidad más allá de mi entorno más próximo. Pero me parece que esto nos está llevando a algo realmente grave que, aunque yo vivo en Madrid, puede llegar a afectar a mi entorno más próximo». De modo que Carlos expuso en su muro, con una parrafada mucho más larga de lo que acostumbra, su preocupación por «los desmanes del Govern», así como «la reacción implacable del Gobierno de España, que prefiere valerse de policías y sentencias judiciales antes que sentarse a hacer política».

La respuesta fue fulminante: en menos de dos horas, su muro ya contabilizaba más de una centena de comentarios. Al final del día, eran casi 300. Prácticamente la mitad arremetían contra su exposición, muchos, contra su propia persona. Una decena lo borró como amigo de Facebook. «Tengo muchos amigos catalanes. Lo curioso es que los insultos me vinieron por los dos lados. De mis amigos independentistas, y de quienes no quieren que Cataluña se separe de España. Recibí de lo lindo», cuenta Carlos, e ironiza: «En eso, sí que logré ponerles de acuerdo a unos y otros».

A Mario (es su nombre real, pero prefiere no dar su apellido) le sucedió algo más chocante, si cabe. Es un usuario compulsivo de Instagram (una red social que consiste, principalmente, en compartir fotos), y hace dos semanas subió la instantánea de unos manifestantes en Madrid, a favor del diálogo entre España y Cataluña. En el espacio destinado a comentarios, residual en una red social de estas características, se generó un debate subido de tono. «Cada vez que entraba en mi perfil alucinaba más: independentistas y unionistas se enzarzaron en una discusión que se puso bastante desagradable», cuenta Mario. Tiene cientos de seguidores de sus fotografías, pero ese día se dieron de baja 72.

«Encontré en mi muro de Facebook respuestas más dolientes de lo que hubiera esperado»

Estos dos ejemplos se refieren al caso catalán porque es el que inunda la actualidad estos días y, probablemente, el que más confronta a la sociedad española hoy. Pero no hace falta buscar un tema de calado ideológico para llegar a situaciones parecidas. El periodista que escribe estas líneas, publicó en otro medio un artículo sobre libros malditos y, entre los 165 comentarios, aunque la mayoría formaban ilustrados debates literarios, asomó algún encontronazo, incluso algún insulto.

Internet es, hoy, lo más parecido a la realidad virtual (que está por venir, pero llegará y a lo bestia, como vaticinan los abrumadores avances al respecto). La red de redes es un mundo de ceros y unos paralelo al orgánico, que libera del encuentro cara a cara y, muchas veces, cobija en el anonimato. Y hace tiempo que dejó de ser asunto de una porción minoritaria de la sociedad. Ahora, el sector marginal y exótico es el que no se conecta: según los datos del último Estudio General de Medios (EGM) más de un 70% de la población española mayor de 14 años se engancha a la red a diario. Casi la mitad pasó más de cuatro horas diarias navegando por Internet en 2016, como revela el estudio de la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC). Y un 80% de los encuestados se había conectado a una red social el día anterior. Facebook es la plataforma más utilizada (87%). Le siguen Twitter (48,9%) e Instagram (40,4%).

Internet empapa a la sociedad hasta el último resquicio. Es, probablemente, el fenómeno más universal e igualitario. Hoy en día es verosímil llegar a un poblado keniata y ver a sus habitantes con un móvil conectado a la red, al tiempo que sufren escasez de agua y alimentos. La primavera árabe existió gracias a Internet. Internet es un lenguaje universal. Es lo que pretendía el esperanto, llevado al paroxismo.

Más de un 70% de la población española mayor de 14 años se engancha a la red a diario

El mundo se ha abrazado en masa a una nueva forma de comunicarse, que desata una violencia sin precedentes. No cualitativa, pero sí cuantitativa. El que nace agresor es agresor, pero ahora puede serlo ad infinitum. La plataforma Abogacía Española alertaba recientemente de la incidencia de la violencia de género en Internet. «La realidad judicial evidencia el aumento de las denuncias interpuestas por mujeres, en las que junto a los actos de violencia física y psíquica, se advierten conductas tendentes a controlar sus relaciones personales a través de las tecnologías de la información, que utilizan para llevar adelante actos de violencia de género tanto en línea como fuera de línea. Y para amenazar, hostigar, acosar a las mujeres que usan tecnologías, robando sus datos privados, creándoles falsas identidades, hackeando sus claves, cuentas o sitios web, vigilando sus actividades en línea, etcétera».

El ejemplo de Carlos es significativo: «Encontré en mi muro de Facebook respuestas mucho más directas y dolientes de lo que nunca hubiera esperado de amigos que, en las cortas distancias, siempre son amables y dialogantes», cuenta de su «temeridad», como él describe, de opinar sobre el tema catalán en la red.

El psicólogo estadounidense John Suler ya vaticinaba este escenario hace una década. Cuando los ‘chats’ distaban mucho de la sofisticación actual (¿alguien se acuerda de Messenger?) advertía en un artículo de que, conectadas a la red, «hay personas que se autodivulgan o actúan con más frecuencia o intensidad de lo que lo harían en un encuentro real». Y exploraba algunos factores que interactúan entre sí: el anonimato y por tanto la invisibilidad, la asincronía entre su comportamiento diario y el virtual, la irrupción del solipsismo, la imaginación disociativa y la minimización de la autoridad. Suler afirmaba que la personalidad de cada uno influye en la extensión de esta desinhibición a la hora de verter su opiniones en la red, pero que en lugar de argüirla como argumento válido, por visceral, muchos la utilizan «como un cambio a otra constelación irreal, la del ‘me gustaría ser’ predominante sobre el ‘así soy en mi día a día’». Lo que conocemos como vía de escape, pero que debería llamarse más bien: «vía para desplegar mi peor persona de una forma justificada y con cierta impunidad», como se resume en el análisis de Suler. El psicólogo concluía: «Las personas dicen y hacen cosas en el ciberespacio que no dirían ni harían en el mundo cara a cara. Se aflojan, se sienten menos contenidos y se exprimen más abiertamente». Y remataba: «Tan omnipresente es el fenómeno, que ha surgido un término para definirlo, que se nos podría aplicar a casi todos: el efecto de ‘desinhibición online’».

¿Somos conscientes de ello? No, e incluso frivolizamos sobre el tema. El troll es el epítome del desahogo ominoso y las asechanzas en Internet. Ayer lo definía, certeramente, un artículo del diario El Mundo: «Se esconden detrás de un usuario a menudo anónimo y anidan en foros, espacios virtuales y redes sociales. Publican mensajes provocadores, muchas veces irrelevantes y fuera de tema en un espacio de conversación con la intención de molestar».

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