Cambio Climático
El calentamiento global inflama la geopolítica
El cambio climático es una cuestión geopolítica. No hay que olvidar que más de la mitad de las emisiones mundiales provienen de cinco actores: China, Estados Unidos, la Unión Europea, India y Rusia.
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COLABORA2017
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El Acuerdo de París, firmado por 195 países en el seno de Naciones Unidas tras años de procelosas negociaciones (y con el fracaso del Protocolo de Kioto bien reciente) ha sido sin duda el mayor hito, hasta el momento, en la lucha contra el cambio climático. Las decisiones geopolíticas se asemejan a un juego de damas enrevesado hasta el infinito y, sin duda, tuvieron mucho que ver en ese consenso ciclópeo. Pero también son armas de destrucción masiva: ha bastado la decisión unilateral de una sola persona —el presidente de la nación más poderosa de la Tierra— para poner en riesgo, solo dos años después, una obra faraónica que ha devenido en castillo de naipes: aunque esté compuesto por millones de cartas, basta con retirar una de su base para que se desplome sin solución.
Es tal la perplejidad mundial, social y política tras la decisión de Donald Trump de salirse del acuerdo, que reina en el ambiente una mezcla de incredulidad e, incluso, de excesivo optimismo ante un escenario que nadie quiere asumir por inaceptable, pero no por ello menos posible. El cambio climático es una cuestión geopolítica. Aunque afecte a todo el planeta y sea por ello un problema universal, no hay que olvidar que más de la mitad de las emisiones mundiales provienen de cinco actores: China, Estados Unidos, la Unión Europea, India y Rusia. Hasta hace bien poco, sus políticas han ido en pos de un desarrollo industrial incontrolado. Ahora, sus medidas energéticas, su capacidad diplomática y, en definitiva, sus decisiones sobre el clima definirán el tablero de referencia en el que se jugará la partida contra el calentamiento global. Depende de cada uno de los movimientos de esta partida que el Acuerdo de París sea un éxito o un fracaso. Son, en definitiva, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, junto con la India —el país que contará con la mayor población del mundo en 2030—, los responsables del planeta que les quedará a las próximas generaciones.
La decisión de los Gobiernos de dar concesiones a empresas de monocultivo contribuye a muchas sequías
Si los planes presentados por los Gobiernos firmantes en Naciones Unidas se llevan a cabo con éxito, la curva ascendente de las emisiones conocerá un importante cambio de trayectoria respecto a la seguida entre 1990 y 2015. El objetivo no es la solución a un calentamiento global provocado por la acción humana que ya hoy casi nadie niega, sino el mal menor: que el incremento de la temperatura media de la atmósfera, a finales de siglo, no pase de los dos grados. Esto supone que en muchas regiones del hemisferio sur se da por sentado un incremento significativamente mayor. Y en países como España, el éxito del Acuerdo de París supondría, en cualquier caso, un aumento en torno a los cuatro grados, con terribles consecuencias, ya anticipadas científicamente, para el sector agrícola y las poblaciones costeras, por la subida del nivel del mar.
La salida de Estados Unidos del acuerdo es, por ello, una decisión geopolítica que puede tener terribles consecuencias, porque desanda de un plumazo lo recorrido en décadas, devolviendo a ese país a un estado de cerrazón que lo sitúa incluso antes de las negociaciones de Kioto. Solo hace tres años, la cumbre bilateral en Pekín entre los presidentes de China y Estados Unidos (en aquel entonces Barak Obama) había desbloqueado la diplomacia climática internacional de los eternos desencuentros de las dos mayores potencias económicas del mundo. Un bloqueo que se había iniciado en 1994 (cuando se creó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) y que requiere un análisis distante y amplio del contexto geopolítico. La estrategia global de China estaba claramente enfocada al desarrollo económico, la eliminación de la pobreza, la estabilidad social, la consolidación de su posición internacional y, por ende, la legitimidad del partido único de fronteras para dentro, pero, sobre todo, de cara al exterior. Por eso, la posición de China en cuanto al uso de energías fósiles era inflexible y su prioridad que las consideraciones respecto al cambio climático no se interpusieran en su despegue económico, a lomos de una industria claramente carbónica.
Este despegue hace tiempo que se dio y China es la firme candidata a arrebatarle la hegemonía económica a Estados Unidos. Por eso, en 2014 hizo la primera concesión pública al clima, sumándose a la lucha contra el calentamiento global y apostando fuertemente por las energías renovables hasta el punto de que, hoy en día, también podría arrebatarle a Estados Unidos el papel de referente en esta carrera de transición energética, lo cual sería otra ventaja competitiva para el país asiático, más asentado en la cúspide del panorama geopolítico internacional, frente al aislacionismo contumaz de Donald Trump.
«La salida de Estados Unidos de los Acuerdos de París es una malísima noticia», opina Gonzalo Escribano, doctor en Economía y director del Programa Energía y Cambio Climático del Real Instituto Elcano: «Es el segundo mayor emisor, una gran potencia energética en alza con muchos recursos de hidrocarburos. La mala noticia no es solo París, porque hay otros elementos. Hablo de una metapolítica que va más allá de la energética, y es el unilateralismo, el no contar con nadie ni negociar nada», explica Escribano, y advierte: «Ya ha anunciado que va a vender sus reservas estratégicas de petróleo, independientemente de lo que diga la Agencia Internacional de la Energía. No respeta el cambio climático ni la seguridad energética más tradicional».
Aunque en la última reunión del G20 quedó patente la soledad de Trump ante su decisión de abandonar el acuerdo (todos los países confirmaron que seguirían adelante), Escribano no descarta el temido efecto arrastre. «Yo lo llamo supremacismo carbónico. Trump manda con su decisión un mensaje para otros grandes productores, que ahora podrían relajar su calendario de transición energética, porque Estados Unidos ya no va a estar detrás azuzando. Hablo de Rusia, los países del Golfo, Venezuela… Ya estamos viendo algunas consecuencias de esto. Polonia se sintió más fuerte el pasado junio en el seno de la Unión Europea a la hora de negociar a la baja la descarbonización. Y no olvidemos que China, aun con su impulso a las renovables, todavía construye hoy más centrales de carbón que el resto del mundo, y sigue siendo el principal emisor. Tiene una oportunidad de apuntalar su liderazgo económico y cambiar el orden mundial».
El país asiático está en una posición privilegiada, pero su supremacía a corto plazo resulta poco probable, porque su economía y su sociedad avanzan a dos velocidades muy diferenciadas. «Es una potencia cuya economía a nivel global puede llegar a superar a la de Estados Unidos, pero, si la miramos de forma desagregada, con respecto a la población y la calidad de vida, sigue siendo un país en vías de desarrollo», opina Joaquín Estefanía, periodista, economista, escritor y exdirector del diario El País: «Por eso puede ser mucho más laxo que las otras grandes potencias en cuanto al cumplimiento de los criterios contra el cambio climático. Aunque, sin duda, es un aporte muy importante que en los últimos tiempos se haya agregado a esta lucha».
Algunos expertos tienen una visión aún más catastrófica de la salida de Estados Unidos del acuerdo, al considerarlo un escenario previsible aun antes de que sucediese: «Es lo que yo llamo el problema de tragedia de los comunes», opina el economista y columnista Juan Carlos Barba, «no hay un acuerdo internacional de cómo gestionar la capacidad de carga de la biosfera, de absorber los residuos de nuestra actividad industrial y, ante la imposibilidad de ese acuerdo, se van saliendo actores y nadie permanece ni respeta las normas. Lo de París fue un acuerdo de mínimos y, desgraciadamente, creo que no va a tener la trascendencia que esperamos en el control de las emisiones». Barba descarta, en cualquier caso, el temido efecto arrastre de la decisión de Trump. «Hasta que pueda hacer efectiva la salida del acuerdo, según el procedimiento regulado, van a pasar más de dos años. Ya estaremos en 2020, será un momento diferente al de ahora, tal vez incluso los demócratas vuelvan al poder y paralicen la salida». Respecto a la pérdida de liderazgo de Estados Unidos por su aislamiento de la comunidad internacional, el economista opina que es algo que viene de mucho antes de que Trump accediera a la Casa Blanca: «Desde hace años, hay una evolución de un mundo unipolar, el de justo después de la caída del muro, hacia un mundo multipolar, con muchos actores influyentes en las cuestiones geopolíticas. Independientemente de su salida del acuerdo, Estados Unidos ya estaba perdiendo influencia a nivel mundial».
La directora general de la Oficina Española de Cambio Climático, Valvanera Ulargui, participó en las negociaciones previas al Acuerdo de París y su visión es mucho más alentadora: «Es una hoja de ruta a largo plazo sin límite temporal, que marca un objetivo claro en cuanto al aumento de la temperatura global. Pone encima de la mesa un mecanismo de revisión quinquenal, y los países han vinculado este objetivo con la Agenda de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible). No hay que olvidar que, en 2015, aún estábamos saliendo de una crisis financiera y fuimos capaces de marcar nuestros patrones de desarrollo futuros. Hay una meta común, en un acuerdo ambicioso, con compromisos adicionales en el caso de Europa, que ya se ha fijado un primer hito en el calendario: el marco 2030, que va a ir determinando cómo contribuir al límite de dos grados. La Unión Europea redujo sus emisiones en 2015 un 22% respecto a 1990 y el PIB creció un 50%. Ese es el caso práctico que llevamos en su día a la mesa de negociaciones y la fórmula que nos hace confiar en nuestras posibilidades, más allá de que Estados Unidos se salga o no del acuerdo».
La política, ¿culpable del cambio climático?
El calentamiento global se achaca a la actividad industrial. Los negacionistas a un ciclo natural. Pero, detrás de la degradación del medio ambiente, están las decisiones políticas, opina el politólogo y filósofo Sami Naïr, que acaba de publicar Refugiados. Frente a la catástrofe humanitaria, una solución real: «Está todo interrelacionado. El caso de Siria es un buen ejemplo: antes del estallido de la guerra civil en 2011, durante cuatro años, el país había sufrido una sequía dramática, que produjo cuatro millones de desplazados. No es casualidad que las ciudades del norte donde estalló la revolución fueran las receptoras de esta llegada masiva de campesinos, emigrados por la sequía y por las políticas de desarrollo industrial y de infraestructuras que había puesto en marcha el régimen en aquella época, que también decidía las vías hidráulicas, y que fue un desastre ecológico. Las reivindicaciones democráticas fueron un elemento importante en el levantamiento, pero estaba favorecido por esta situación, que venía de una sequía devastadora en este país, acentuada a su vez por las políticas del régimen».
Cinco firmantes del Acuerdo de París son responsables de más de la mitad de los gases de efecto invernadero
Hoy, existen más refugiados por causas climáticas que por guerras: según los últimos datos de Naciones Unidas, hay más de 20 millones de personas desplazadas por desastres ecológicos. «Muchos tienden a pensar, todavía, que son fenómenos naturales», matiza Naïr, «pero no debemos olvidar que en muchos de esos focos de emigración, por ejemplo en África, sus habitantes llevaban siglos viviendo en durísimas condiciones climatológicas y sabían afrontarlo. Los desplazamientos son algo nuevo y, en muchos casos, tienen que ver con las políticas de los Gobiernos, favorecedoras de las grandes multinacionales de monocultivo. Acaparan tierras, pero, más dramático aún: acaparan agua, en muchos sitios en los que ya de por sí escasea, y obligan a que sus moradores tengan que desplazarse».
El politólogo advierte de que millones de campesinos se moverán en masa a las ciudades en las próximas décadas. «Igual que sucedió en Argelia en los años setenta», recuerda, «cuando se puso en marcha una política de industrialización que destruyó el tejido agrícola del país. Esto produjo una inmensa inmigración en las ciudades del país, pero también en Francia. Otra muestra más de la mano de la política detrás de los desastres ecológicos».
En España, tenemos un ejemplo cercano de políticas erráticas que repercuten en el medio ambiente: «La gestión de las renovables, dando subvenciones y retirándolas, ha creado una inseguridad jurídica que solo ha retrasado nuestra transición energética», opina Joaquín Estefanía, y reclama: «España no destina aún los fondos necesarios para proteger a las empresas y los trabajadores afectados por esta transición. Ha de apoyar a los mineros, pero no al carbón ni las centrales térmicas. Y los presupuestos generales de 2018 aún no contemplan eso. Si no cambia en este aspecto, España tendrá un papel secundario en la lucha contra el cambio climático. La Administración no está dando el impulso necesario». Un buen paso, opina Estefanía, es regular la fiscalidad de una forma acorde con la nueva situación. Y no solo en España: «A nivel mundial, tiene que existir una compatibilidad climática en todos los planes financieros y económicos y, al mismo tiempo, criterios verdes obligatorios en lo que se refiere a la contratación pública. También se debe incorporar la fiscalidad ambiental para discriminar unas economías respecto de otras».
El eurodiputado por el grupo Los Verdes/Alianza Libre Europea, Josep-María Terricabras, advierte de otro punto caliente en el que la política puede ser devastadora en la lucha contra el calentamiento global: el Ártico. «En vez de afrontar su derretimiento como una terrible consecuencia del cambio climático, ha provocado una dura batalla entre los países del norte —de momento diplomática— por el control de los recursos marinos. Puede ser el foco de futuros conflictos internacionales, incluso bélicos, y añade: «La única manera de evitarlo es con grandes acuerdos internacionales, y no parece que vayan a darse en el medio plazo».
«Escenarios como el del Ártico o el de Estados Unidos saliendo de París dan la coartada a muchas empresas y a otros países emergentes para darse más tiempo en su transición energética», interviene Estefanía, y remata: «Pero no olvidemos que quien ya no tiene más tiempo es el propio planeta y, por ende, la raza humana».
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