Medio Ambiente

Basura espacial y cambio climático: ¿dos caras de la misma moneda?

La actividad humana no solo transforma el planeta, también los alrededores de su órbita: se calcula que hay más de 130 millones de objetos de menos de 1 milímetro flotando a nuestro alrededor, una cantidad que podría verse incrementada tras los cambios atmosféricos provocados por las emisiones de dióxido de carbono.

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14
junio
2021

Antes de que comenzara la era espacial en 1957, cuando alguien miraba el cielo nocturno y veía una estrella fugaz, lo más probable es que estuviera siendo testigo de cómo un meteoro se desintegraba al entrar en contacto con la atmósfera terrestre. Ese destello era el espacio exterior acariciando nuestro planeta. En la actualidad, el vasto infinito sigue rozando en numerosas ocasiones a la Tierra, aunque con una lectura mucho menos poética en la que el meteoro ha sido sustituido por uno de los miles de fragmentos de basura espacial que orbitan sobre nuestras cabezas. Si hablamos de 1957 como un antes y un después es porque ese fue el año en el que los humanos comenzaron a colonizar una nueva frontera, la del espacio, gracias al lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik de la URSS, a la órbita de la Tierra.

Mucho de los retos a los que el ser humano se enfrenta como especie surgen del hecho de no ser capaces de gestionar correctamente los residuos que generamos. Esto hace que, allí donde exista actividad humana, exista la basura. Y el espacio y nuestra atmósfera no quedan fuera de esta ecuación. Uno de los primeros indicios de que la actividad antrópica era capaz de modificar nuestro planeta fue la aparición del agujero de la capa de ozono, resultado de las emisiones de gases –especialmente intensas a partir de la revolución industrial– que debilitan esta capa de la atmósfera esencial para la vida en el planeta. Esa acumulación de productos químicos constituye una de las más valiosas lecciones aprendidas en la lucha contra el cambio climático. Sin embargo, a pesar de ser conscientes del daño que nuestro día a día genera al planeta, en su superficie llevamos décadas lidiando con el problema de los vertederos, producto de un sistema de consumo que no ha fomentado –hasta ahora– la vida circular de los objetos y materiales.

Un informe de la Conferencia Europea sobre la Basura Espacial alerta de que estamos ante un problema subestimado

Y hasta en el espacio hemos generado ya nuestros propios cementerios de basura espacial. Conocida como ‘órbita cementerio’, esta franja de la órbita terrestre es donde se envían aquellos satélites en desuso, una acción que resulta mucho más sencilla y barata que traerlos de vuelta a casa. Es así como empieza a acumularse la basura espacial. Pero ¿estamos a tiempo de evitar que se convierta en un problema mayor?

Las relaciones entre cambio climático y residuos en órbita todavía se ven difusas, y los estudios que se centran en estás dinámicas son aún escasos y preliminares. Sin embargo, un informe presentado recientemente en la Conferencia Europea sobre la Basura Espacial alerta de que nos encontramos ante un problema subestimado y que el peor escenario posible podría multiplicarse por 50 en el año 2100. Uno de los expertos en este encuentro, Hugh Lewis (Universidad de Southampton) llegó a reconocer que «las cifras nos han tomado por sorpresa. Hay verdaderos motivos para estar alarmados».

A la hora de hablar de basura espacial estamos haciendo referencia a residuos muy concretos que existen por miles y que, sin embargo, nos parecen un problema menor frente a la subida del nivel de los mares o la desertificación. La basura espacial consiste en todo material fabricado por humanos lanzado al espacio que, una vez finalizada su misión (apoyo a la puesta de satélites en órbita, repostaje de naves tripuladas, etc.), continúa en órbita sin ningún tipo de control. La causa principal de su permanencia en el espacio es la ausencia de mecanismos de retorno. Por ello, la Agencia Europea del Espacio se ha propuesto comenzar a limpiar estos residuos en órbita para conseguir que en 2030 se recuperen más de los que se generan. Pero mientras esto ocurre se hace urgente definir cuáles podrían ser los posibles efectos de este nuevo grupo de residuos sobre la faz de nuestro planeta.

Se estima que hay más de 130 millones de objetos de menos de 1 milímetro flotando a nuestro alrededor, y más de 5.000 mayores que superan 1 metro. En las dimensiones intermedias encontramos más de un millón de objetos, de los cuales sólo unos 2.000 se corresponden con satélites activos. Pero, por pequeños que puedan parecer, cualquier mínimo trozo que viaje a una velocidad de 56.000 km/h es peligroso si choca con un satélite o –aunque altamente improbable– una nave tripulada. Además, como describe el síndrome Kessler, cabe la posibilidad de que este choque desencadene una reacción en cadena en la que todos estos fragmentos comiencen a golpearse unos contra otros, generando a su vez más materiales de pequeño tamaño.

Cualquier mínimo trozo de basura espacial que viaje a una velocidad de 56.000 km/h es peligroso si alcanza un satélite o una nave tripulada

De todos los residuos en órbita, la comunidad científica estima que hasta 80 toneladas vuelven de nuevo a la Tierra anualmente, desintegrándose en la atmósfera por las altas temperaturas alcanzadas. Sin embargo, la desintegración de un objeto no implica que la materia que lo compone desaparezca. Así, el calor ocasionado por la fricción entre objeto y atmósfera libera los elementos químicos que componen esta basura y que entran en contacto con la atmósfera. Por ejemplo, metales y polímeros que consumen ozono y que, mediante una reacción química, generan óxido nítrico.

La atmósfera es un aliado útil para limpiar la basura espacial que producimos, pero no podemos depender de ella como planta de reciclaje. Una de las relaciones más estrechas entre cambio climático y basura espacial, precisamente, viene ocasionada por la disminución de espesor que la atmósfera está sufriendo debido al aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, que a su vez modifican el ciclo de vida de los objetos en órbita. De esta forma, los gases de efecto invernadero (GEI) llevan a reducir la fricción entre los objetos y esta capa, provocando que se desintegre menos basura espacial y aumentando su riesgo de colapso con nuestro planeta.

Si algo hemos aprendido del cambio climático es que todas nuestras acciones afectan al planeta, y que pequeños eventos que empiezan siendo despreciables pueden desembocar en graves consecuencias a escala planetaria. Otra de las lecciones que hemos aprendido a base de prueba y error recae en la necesidad de gestionar nuestros residuos de cara a futuro, y en el caso del espacio, todo apunta a que la mayor parte de nuestras posibilidades de supervivencia están ahí fuera. No hablamos únicamente de la –aún imposible– aventura de irnos a vivir a Marte, sino de la realidad de que cada vez más tecnologías y desarrollos científicos dependen de satélites y otros objetos puestos en órbita, esenciales para la resolución de problemas a los que nos enfrentamos como especie.

De seguir produciendo basura espacial al nivel que lo hacemos, el lanzamiento de objetos al espacio, incluso en misiones tripuladas, será cada vez más costoso y complicado dada la posibilidad de que se ocasionen colisiones con los fragmentos de basura espacial –el cálculo de trayectorias ya es, de hecho, una de las partes más caras–. Como apunta la Agencia Europea del Espacio, el tráfico lanzado a la región protegida de la órbita terrestre (de hasta 2.000 km de altitud) es cada vez mayor, con una proliferación de pequeños satélites y constelaciones. Por ello, otra investigación de la Universidad de Colorado Boulder habla de la necesidad de comenzar a cobrar a los operadores unas ‘tarifas de uso orbital’ para aplacar la cantidad de residuos presentes en la órbita. Esto último entra en consonancia con los enfoques más actuales en materia de gestión de residuos que buscan minimizar la producción de basura espacial frente a su eliminación una vez ya creada.

Sin embargo, esto requiere de un cambio de mentalidad: al igual que hemos dejado de preocuparnos únicamente por nuestro entorno geográfico más cercano para pasar a entender la necesidad de una responsabilidad común a escala global, debemos expandir nuestros límites y comenzar a responsabilizarnos de las vecindades de nuestro planeta.

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