El universalismo radical como camino de la democracia
El filósofo israelí Omri Boehm propone retomar un universalismo radical que supere los discursos de la identidad. Sus ideas desatascan el bucle infinito en que la discusión política lleva atascada desde hace por lo menos veinte años.
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COLABORA2025

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Amigos, amigas: la polarización ha muerto. La vamos a echar muchísimo de menos. Pronto recordaremos los tiempos en que nos tirábamos los ladrillos a la cabeza. Pensaremos en palabras como woke, pijoprogre, zurdo, cipotudo o rojipardo (algunas ya tan viejunas como el adjetivo viejuno) y una sonrisa de nostalgia nos embellecerá el gesto. Ay, qué tiempos aquellos, sobre todo para los moderaditos y equidistantes que veíamos llover los tiestos desde las dos aceras de la calle. Qué años tan bonitos, los felices veinte y los no menos dichosos diez, cuando cualquier chorrada podía ser un escándalo, quemar las redes, ofender a los ofendiditos y encender las pantallas de los iPhone como si fueran teas y antorchas prestas para quemar herejes. Recordaremos aquellos polvos inofensivos y los echaremos de menos cuando vivamos enterrados hasta las cejas en el lodo. Qué hermoso era discutir por memeces. Los más cursis recitarán aquello de Gil de Biedma de que la vida iba en serio. Éramos felices y no lo sabíamos, como antes de la pandemia.
Las amenazas que han emergido en este 2025 son tan siniestras que ya no importan las guerrillas culturales de ayer. Nos jugamos la democracia misma, el terreno de juego donde discutíamos. Todo lo que los unos y los otros se echaban en cara ha sido superado por una barbarie poderosa y siniestra: para quienes, como Pablo Iglesias el Chico, vimos muchas series en el siglo XXI, lo que ha sucedido este año se parece a cuando en Perdidos conocen a los otros o el ejército de los muertos cruza el muro de hielo en Juego de tronos. Estamos en otra cosa, necesitamos otras palabras, otras formas de discutir, otras reglas. Las que teníamos dejaron de valer hace un tiempo.
Si de verdad queremos salir del bucle de la polarización, si de verdad creemos que los demócratas tienen que encontrar un territorio común, necesitamos superar la dialéctica de partido de tenis que ha marcado el pseudodebate político de los últimos años. Yo he encontrado una ranura de luz en la obra de un filósofo israelí llamado Omri Boehm, que propone retomar un universalismo radical que supere los discursos de la identidad. Así se llama su único libro traducido al español, Universalismo radical: más allá de la identidad, recién publicado y que recomiendo con la mano en el corazón.
Dice Boehm que tanto la nueva izquierda (que, en su libro, se llama liberal, en traducción un tanto confusa de la nomenclatura ideológica norteamericana) como la nueva derecha se basan en la defensa de la identidad. De las minorías o de valores tradicionales. Del feminismo o de la patria. En el fondo, viene a decir, son esquemas mentales idénticos que, al enfrentarse, se excluyen mutuamente. No es posible llegar a una síntesis ni a un acuerdo: la victoria de uno implica la aniquilación del otro. Toda identidad niega por definición las identidades antagónicas. La aspiración de un mundo fraterno, igual y libre reclama pensar de otra forma, abandonar el marco de las identidades y abrazar el universalismo, lo cual exige una evaluación de la propia generosidad: ¿hasta dónde estamos dispuestos a ceder y a perder en beneficio de todos? ¿A qué parte de nosotros vamos a renunciar?
Dice Boehm que tanto la nueva izquierda como la nueva derecha se basan en la defensa de la identidad
No es una lectura fácil. Absténganse los que necesitan recetas y consignas para gritar en la calle. Aquí no hay soluciones ni ideologías cómodas que expliquen el mundo en dos líneas y señalen a los malos. Esto va de atreverse a pensar. Sapere aude, que decía Kant.
A Kant remite Boehm, precisamente. Y a la Biblia y a la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Son las tres fuentes sagradas que inspiran este libro. Y el adjetivo sagrado no está usado a la ligera.
Situémonos en el ring progresista de Estados Unidos, fácilmente extrapolable al de cualquier país europeo. Como Boehm es profesor universitario, el contexto del que habla tiene más que ver con las peleas de los campus que con las que suceden en la prensa o en los parlamentos. En una esquina, lo que se llama genéricamente lo woke. En la otra, los progresistas clásicos, que se consideran hijos de la Ilustración y del movimiento obrero. El Mayo del 68 contra la izquierda tradicional, de una manera muy amplia: los que creen en minorías y los que creen que la ciudadanía es una condición universal que no admite particularismos. Antiilustrados contra ilustrados.
En principio, Boehm parece un militante de estos últimos, pero nos cuenta que ambos están equivocados y que los universalistas no lo son en realidad. Los llama falsos. Creen que defienden una razón universal, pero son parte del problema, porque desde su posición central en la sociedad, ignoran a los que viven excluidos de ella. Es decir: sus críticos identitarios tienen parte de razón. Cuando desde el feminismo o desde los movimientos afroamericanos o etnicistas, los académicos culpan a la filosofía ilustrada de haber engendrado un sistema que propicia la explotación y la violencia, aciertan. Y cuando los falsos universalistas dicen que los identitarios rompen la democracia al sectorializar las luchas, aciertan también. Pero no importa, porque, en el fondo, ambos yerran.
La causa de ese error está en que ambos, identitarios y falsos universalistas, coinciden en que la política está por encima de la filosofía. Es decir, que las normas de la sociedad son convenciones adoptadas por consenso o mayoría. No hay verdades absolutas o evidentes en sí mismas, tan solo leyes tan provisionales como cualquier otra obra humana. Las constituciones, los ordenamientos legales, las instituciones y la justicia misma son acuerdos cuya legitimidad reside en que la mayoría los impone o los acepta. Por tanto, otra mayoría puede rescindirlos.
Lo que propone Boehm es someter a la humanidad a un tipo de justicia externa, independiente de los acuerdos humanos. Aceptar que hay una verdad, algo que está por encima de los contratos sociales. Si la dignidad humana depende de las leyes humanas, nunca estará garantizada. Siempre habrá quien pueda quebrarla, siempre habrá quien pueda reinstaurar la esclavitud. La democracia no garantiza la libertad: basta que una mayoría prefiera la tiranía para que esta se imponga. Necesitamos aceptar que hay cosas que están mal y que nadie tiene derecho a hacerlas, aunque pueda y la mayoría esté dispuesta a permitírselo.
Es necesario recuperar el concepto de humanidad que formuló Kant
Para conseguir eso, dice Boehm (siempre sigo su pensamiento, que resumo mucho), es necesario recuperar el concepto de humanidad que formuló Kant. La humanidad no es el conjunto de seres humanos que habitan el planeta. La humanidad no es algo concreto y contable, sino un concepto abstracto. Si consideramos que la humanidad es un ente ideal, una constante que no entiende de razas, pueblos, idiomas, clases ni divisiones de ningún tipo, se convierte en un concepto sagrado, y solo así, desde esa consideración absoluta, puede hablarse de dignidad y de derechos inviolables.
Los lectores más despiertos ya habrán adivinado que Omri Boehm propone algo que la filosofía racional considera escandaloso e inaceptable: utilizar el pensamiento religioso, recuperar categorías teológicas de la tradición bíblica. Es algo que ya propuso Jürgen Habermas, el padre del patriotismo constitucional, en unas conferencias en 2008. Esta es la parte más compleja y más difícil de resumir del pensamiento de Boehm, y también la más estimulante. No se trata de volver a la religión, sino de comprender que hay aspectos del monoteísmo bíblico que pueden ayudar a aquilatar ese concepto abstracto de humanidad que impediría a los Trump y a los locos de hoy comportarse como se comportan.
No tengo espacio para explicar esto como debiera, pero invito a quien esté interesado a estudiar el análisis que Boehm hace del episodio bíblico de la atadura de Abraham y su exégesis. En síntesis, habla de desobedecer a Dios. Al sacrificar un carnero en vez de a su hijo Isaac, Abraham le dice a Dios que hay una justicia que está por encima de él, que no hay juez o gobernante tan poderoso como para imponer un mandato radicalmente injusto, como pedirle a un padre que mate a su hijo. Esta enseñanza, ampliamente discutida en la tradición exégeta, estaría en el corazón del universalismo radical que esboza Boehm.
Las ideas de Boehm son estimulantes, polémicas, ricas y audaces, pero lo importante es que plantean el principio de una discusión. No ofrecen un sistema cerrado ni una solución a nada. Hacen algo mucho mejor: desatascan el bucle infinito en que la discusión política lleva atascada desde hace por lo menos veinte años. Iluminan con otra luz y otras fuentes problemas viejos e indigestos, y permiten avanzar hacia un horizonte discursivo donde podemos encontrarnos quienes creemos en los valores de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Es un buen punto de partida. Si están tan hartos como yo de las peleítas de cada día y creen que la situación desesperada en la que nos estamos metiendo requiere pensamientos atrevidos, Omri Boehm es su filósofo.
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