Opinión

Los Saulos de Tarso de hoy son muy vagos

Hoy en día, los traspiés no dejan huella ni siquiera en sus protagonistas: basta con que uno confiese su culpa y error, y a otra cosa, a seguir con su vida. Resulta suficiente con acusarse de barbaridades sin reparar en el tamaño de las barbaridades que se confiesan.

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09
diciembre
2021

Camino de Damasco, adonde iba en busca de cristianos para llevarlos presos a Jerusalén, Saulo de Tarso fue cegado por un resplandor celestial. «Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». No cayó del caballo porque iba a pie. La imagen de la caída ecuestre es un invento de los pintores renacentistas, que necesitaban darle más empaque a la conversión. El Evangelio de San Lucas, donde se cuenta la historia, refiere un tropezón y una ceguera transitoria mucho menos épicas. Cuando cambiamos súbitamente de opinión y nos entregamos a una verdad a la que hasta ese momento nos oponíamos, no deberíamos citar la caída del caballo, sino un traspié humilde y ridículo.

Sin caballos se entienden mejor las conversiones y revelaciones contemporáneas, porque suenan inanes y sin consecuencias. Lo de Saulo hizo que el cristianismo dejase de ser una secta de cuatro jipis de Judea para devenir una religión poderosísima que dominó el Imperio romano, pero los traspiés de hoy no dejan huella ni siquiera en sus protagonistas. Uno confiesa su culpa y su error, y a otra cosa, a seguir con su vida. Saulo, por lo menos, se pasó el resto de la suya predicando y mandando epístolas por toda Anatolia. Ahora basta con decir, como hizo Juan Carlos de Borbón: «Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir». 

El cineasta Paco León ha escrito un pequeño texto evangélico en Instagram que ha despertado aplausos unánimes y omnipotentes. A mí me ha llamado mucho la atención por lo que revela de las neurosis y frivolidades contemporáneas. Habla León de su película Kiki, el amor se hace, una comedia medio porno que dirigió en 2016 compuesta por varias tramas, una de las cuales narra cómo un hombre droga a su mujer para cepillársela cuando ella no es dueña de sí. «Aunque tratamos de darle motivaciones a los personajes es imperdonable haber romantizado una violación sistemática. Siento mucho no haber tenido en ese momento la sensibilidad para tratar el tema y haber frivolizado con él», dice.

«Basta con acusarse de barbaridades para entrar en el reino de los justos, sin reparar en el tamaño de las barbaridades que se confiesan»

Se acusa Paco León de Tarso de haber contribuido a «la cultura de la violación», no sin antes dejar claro que la película donde perpetró el crimen «es muy divertida e interesante» y que, «en general», se siente «muy orgulloso de ella».

Qué caída de conversión tan rara. Es como si Saulo, tras recibir la revelación divina, lamentase haber contribuido a la cultura de la crucifixión de cristianos, pero alegando que, en general, salvo aquellas ejecuciones, su vida anterior de verdugo fue muy divertida e interesante y se sentía orgulloso de ella. Sabemos, en cambio, que Saulo renegó por completo de su ser anterior y se empeñó en ser digno de su nuevo dios.

Si yo me acusara de algo tan terrible como fomentar la cultura de la violación, no me contentaría con colgar un párrafo en Instagram lamentando algunas escenas de una peli de la que salvo casi todo el metraje. Me fustigaría con mucha más dureza, haría un examen de conciencia severísimo, no conciliaría el sueño, no podría mirar a la cara a mi hijo y trataría por todos los medios de mitigar el daño que he hecho. Porque es ciertamente grave lo que Paco León dice de sí mismo. Según sus palabras, cree que ha dado alas y cobertura moral a violadores.

O Paco León no cree que sus pecados sean tan capitales como confiesa o se ha dejado contagiar por la frivolidad ambiental que celebra cualquier declaración solemne y vacua como un gesto de valentía. Basta con acusarse de barbaridades para entrar en el reino de los justos, sin reparar en el tamaño de las barbaridades que se confiesan. Si al menos retirase la película de circulación o renegase abiertamente de ella, como han hecho tantos y tantos creadores con obras que firmaron y de cuya firma se arrepintieron, el gesto tendría un pase. 

Que quede claro: no creo que Paco León haya cometido ningún crimen ni sea responsable vicario de ninguno, por la sencilla razón de que ha dirigido una ficción, y la policía y los jueces deben atenerse a los delitos ocurridos en la realidad. Pero si él cree que lo ha cometido, unas disculpas escritas en el móvil no alcanzan para hacerse perdonar.

«Como hijo de ‘boomers’, celebro no haber pasado el trago de quitarme de encima toda la represión sexual anterior»

De fondo suena el cambio en la moral sexual que estamos viviendo y que cuestiona algunas verdades asentadas durante la revolución de los años 60. En épocas de mudanza, se entiende que muchos se hagan la picha un lío, aunque drogar a una mujer para violarla está tan mal en 2021 como lo estaba en 2016, e incluso en 1967, en pleno verano del amor. El #MeToo ha sido revelador y liberador en la medida en que ha señalado como abusos machistas lo que durante la revolución sexual se normalizó como conductas naturales, pero esa reflexión (crucial, sin duda un punto de no retorno en la sensibilidad social) no debería perder de vista la diferencia entre lo real y la ficción ni debería enmendar totalmente el cambio moral que se produjo en la posguerra en Europa y Estados Unidos, del que el feminismo fue impulsor y protagonista.

Leo estos días el último libro de Martin Amis, el autobiográfico Desde dentro, que habla muchísimo de sexo desde la perspectiva de un boomer, es decir, alguien que vivió la revolución sexual. Compara a menudo sus relaciones con las de su padre, hijo victoriano (o eduardiano), y celebra no haber sufrido la represión y la hipocresía que condicionó a las generaciones anteriores, a las que dedica un epitafio: «Adiós a los patriarcas, a los jefecillos supremos, a los sobones y tocones, a los diseminadores de zozobra, a los opresores de esposas y a los torturadores de hijas, a los padres a quienes todo el mundo teme, a los enemigos de la calma, a los totalitarios domésticos de mediados del siglo XX».

Adiós, adiós, y que no vuelvan. Como hijo de boomers, celebro no haber pasado el trago de quitarme de encima toda la represión sexual anterior. Nací en un mundo ya liberado, no tuve que cuestionar ni denunciar la moral de mis padres, que se identifican mucho con el espíritu de Amis. Perder de vista esto nos aboca a un nuevo oscurantismo, a nuevas culpas y a trascendencias de sacristía. Tal vez Paco León no tenga la energía suficiente para lanzarse a los caminos de Anatolia a predicar, pero no faltan clérigos dispuestos a esa misión, y sería una pena que sus epístolas furibundas, incapaces de distinguir la violación en una película de ficción de una sucedida en la realidad, nos devolviesen al tiempo de los totalitarios domésticos. Con lo que costó acabar con ellos.

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