Acostumbrarse al escándalo
La hipocresía y el escándalo van íntimamente unidos, especialmente en una sociedad que, como la actual, parece particularmente sensible a la herida que viene de la transgresión.
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Dijo Simone de Beauvoir que «lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra». No obstante, hay épocas, como la nuestra, que parecen nutrirse de escándalos, épocas donde el escándalo no deja de hacer efecto. Vivimos en tiempos quizá particularmente sensibles al escándalo, en los que casi todo resulta escandaloso, valga la redundancia. No cabe duda de que las culturas protestantes y puritanas tienden a ser más proclives a este fenómeno. Si pensamos, por ejemplo, en escándalos sexuales (particularmente cuando estos afectan a políticos), vemos que han sido numerosos en Estados Unidos, al menos en los últimos treinta años, y prácticamente inexistentes en el caso de España. Cuanto más puritana es una sociedad, más alboroto e indignación genera la supuesta impureza.
En este sentido, el escándalo o la sociedad escandalizada suele ser más proclive a actitudes hipócritas. El término «hipócrita» proviene del griego hypokrites, que hace referencia al actor. Se trata de una denominación despectiva ya empleada en los Evangelios. El hipócrita es aquel que finge ser lo que no es para obtener réditos sociales, pues quiere ser estimado por la comunidad y «sacar tajada», como suele decirse informalmente.
¿Por qué es más proclive a escandalizarse una sociedad hipócrita? A mayor hipocresía, la comunidad se muestra menos tolerante ante la diversidad de acciones humanas. Una sociedad que finge estar por encima del bien y del mal se ofende con mayor intensidad por conductas naturales o no convencionales. De hecho, a menudo, el hipócrita proyecta en otros comportamientos o faltas de las que él mismo participa, puesto que elude reconocer en sí mismo lo que de hecho es. Esta actitud proyectiva del pecado es lo que el psicoanalista Carl G. Jung denomina «la sombra», un arquetipo humano: aquellas actitudes y acciones inmorales o negativas que nos negamos a reconocer en nosotros mismos. La sombra sería, de algún modo, aquella parte de nosotros que nuestra conciencia reprime, aquello que somos incapaces de aceptar en relación con nuestra identidad verdadera. Quien se escandaliza fácilmente es, frecuentemente, aquel que se aferra a sus propias cadenas, quien proyecta en otros sus propias miserias.
Una sociedad que finge estar por encima del bien y del mal se ofende con mayor intensidad por conductas naturales o no convencionales
Por otro lado, la palabra griega skandalon hace referencia a un obstáculo, a una piedra con la que alguien se tropieza en su camino. El skandalon es hoy la fuente de la llamada cultura de la cancelación. Y el problema es que a día de hoy casi todo resulta escandaloso, sobre todo, en relación con tiempos no tan lejanos. Cosas antaño estimadas como inofensivas hoy son consideradas escandalosas o contrarias a los valores aceptables: da la impresión de que hoy nos escandalizamos con facilidad. En la tradición cristiana, escandalizar implicaría incitar a la caída, al pecado, poner trampas… Este fenómeno de indignación social está, generalmente, vinculado al pecado. Cuando uno participa de o genera un escándalo puede caer en desgracia. De ahí que la moderna cultura de la cancelación sea fruto del escándalo: alguien que peca o transgrede ciertas normas ha de caer o ser castigado públicamente por ello.
Deberíamos ir integrando el escándalo en nuestra cultura de modo gradual, hasta que dicho fenómeno se autodestruya
Si, como dijo Simone de Beauvoir, «lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra», deberíamos ir integrando el escándalo en nuestra cultura de modo gradual, hasta que dicho fenómeno se autodestruya. De hecho, en las épocas de transición, entre una era puritana y otra más abierta, el escándalo puede ser empleado para la autopromoción, generando interés en el público. David Bowie, por ejemplo, afirmó públicamente ser gay en 1972, sin serlo, solo para crear expectación y darse a conocer. De hecho, esa exitosa estrategia publicitaria fue ideada por su esposa, la estadounidense Angela Bowie. Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que si el cantante hubiese dicho eso mismo en 1962 el efecto de sus palabras habría sido diametralmente opuesto. Pero no solo David Bowie ha utilizado la referida estrategia promocional: otros artistas han empleado el escándalo para difundir su nombre o marca, y así ganar dinero. Madonna fue, en su momento, un claro exponente de esta actitud. Aun así, al referirnos a este tipo de escándalos prefabricados, podríamos hablar más bien de simulacros de escándalo o pseudoescándalos, pues en ellos no habría caída o tropiezo, sino más bien todo lo contrario: una potenciación voluntaria de la identidad.
Lo cierto es que, si damos la razón a Simone de Beauvoir, toda sociedad ha de agotar su capacidad para escandalizarse. Se trataría de un fenómeno análogo al de la sobreexposición publicitaria, que acaba por crear el efecto inverso al esperado. Los medios y la opinión pública no pueden sustentarse eternamente en el escándalo, porque finalmente este acabará no solo por tornarse impotente, sino que podrá, incluso, generar animadversión hacia aquellos que tratan de propiciarlo y fomentarlo.
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