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¿Qué futuro nos espera?

El horizonte que asoma no es orwelliano, con un Gran Hermano que todo lo vigila, sino huxleyano: una tiranía del placer y la distracción. El resultado lógico de nuestra creciente pobreza de trascendencia.

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13
noviembre
2025

Nunca la humanidad ha disfrutado de tanto bienestar material ni de tanta desesperanza moral. Es la diabólica paradoja en la que vivimos. Nuestras economías crecen, la pobreza se reduce a pasos agigantados en todo el planeta y la tecnología multiplica nuestras posibilidades de creación, comunicación y comercio, pero, cuanto más llenos de cosas estamos, más sensación de vacío tenemos. En las democracias avanzadas, sobre todo pero no solamente, nos sentimos más solos, más desconfiados y más descreídos que nunca. Hay un misterioso desacople entre las condiciones materiales y la salud espiritual.

Los datos de las encuestas, a ambos lados del Atlántico, son abrumadores. La soledad, tanto la objetiva de vivir solos como la subjetiva de sentirse solos, se dispara; la confianza, en las instituciones pero también en las personas que nos rodean, se derrumba; el malestar psicológico se cronifica. En España, como en otros países de la OCDE, se ha multiplicado por diez el consumo de ansiolíticos en tres décadas. Las iglesias se vacían, los gobiernos inspiran sospecha y la política se convierte en un espectáculo corrosivo, que esparce su veneno a la sociedad, de forma que familias y grupos de amigos que antes acogían distintos puntos de vista, ahora se rompen. Lo vimos en Cataluña durante el procés. Lo vemos ahora en el resto de España: ya no toleramos al cuñado que vota rarito.

El vacío espiritual que antes llenaban Dios, la comunidad o la patria, lo ocupan ahora los horóscopos, los coaches motivacionales y las redes sociales. Como advirtió el filósofo John Gray, el ser humano no se distingue de los animales por pensar o sentir, sino por buscar sentido a la existencia. Y, cuando deja de creer en Dios, como advirtió Nietzsche, se aferra a otras creencias, como la magia, la política o la nueva religión de nuestro tiempo: el culto al yo.

El vacío espiritual que antes llenaban Dios, la comunidad o la patria, lo ocupan ahora los horóscopos, los ‘coaches’ y las redes sociales

Desde niños nos repiten que somos especiales, que todo es posible si creemos en nosotros. Esa exaltación del yo, que prometía libertad, ha producido una generación ansiosa, narcisista y frágil. Cuando la realidad no confirma nuestras expectativas, preferimos sentirnos víctimas antes que asumir responsabilidad. La cultura del victimismo nos consuela de nuestras frustraciones personales y convierte la vida pública en un concurso de agravios. La política actual parece más una movilización de colectivos victimizados que de grupos que reclaman políticas pragmáticas.

Tenemos el ego inflado. «Tú eres especial», nos dicen desde la más tierna infancia; y nos lo creemos. Pero al no hallar sentido más allá de nosotros mismos, en lugar de respirar el aire de la libertad, sentimos que nos asfixiamos. Emile Durkheim lo llamó anomia y Hannah Arendt, vacío espiritual. Pero la idea de fondo es la misma: si las sociedades pierden vínculos y propósito, se abren las puertas del totalitarismo. Lo que unió a muchos jóvenes en los fascismos del siglo XX fue precisamente eso: soledad y desesperación.

La característica fundamental de nuestro tiempo es la inmanencia, que, en términos teológicos y filosóficos, es lo opuesto a la trascendencia, del ir más allá de nosotros mismos. Ahora vivimos en una época decididamente inmanente, donde se persigue la satisfacción inmediata e inminente de nuestros deseos. Como dice Paul Kingsnorth en su reciente y provocador Against the Machine, cuando vas a un evento, todo está preparado para el disfrute de nuestros sentidos: música, bebida, comida, atracciones de todo tipo. Pero, esa búsqueda inmediata, inminente e inmanente de satisfacciones, en lugar de colmarnos, nos genera más necesidades, ya sea en el trabajo, en la vida social o en la afectivo-sexual. Nunca estamos satisfechos. Siempre queremos más. De lo que sea.

Si las sociedades pierden vínculos y propósito, se abren las puertas del totalitarismo

Nos ocurre a nivel individual, pero también colectivo. Y, en cierta medida, la hipertrofia de los placeres sensoriales es el resultado de las acciones y programas de los partidos políticos –amén obviamente de los mensajes de las empresas tecnológicas y otras vendedoras de satisfacciones–. Desde hace unos lustros, los partidos de izquierdas se concentran en vendernos más y más derechos y exigirnos cada vez menos deberes. El lema tradicional de la socialdemocracia europea era el austero, pero justo «trabaja duro y exige tus derechos». Ahora, los partidos de izquierdas se han desprendido completamente de la primera parte. Cuesta encontrar políticos progresistas que exijan a los ciudadanos que arrimen el hombro. Ahora, su objetivo parece ser solo que el Estado nos dé derechos.

Algo paralelo, y posiblemente anterior, ha ocurrido en la derecha. Como la izquierda, la derecha también ha roto su parte de demanda de sacrificio a sus votantes –que en el caso de la derecha tenía tintes más religiosos, pero la idea de fondo era la misma: pedir a la gente que contribuyera a la comunidad–. La derecha también se ha desembarazado de su tradicional freno moral, el programa social de la democracia cristiana, y se ha quedado solo con (lo más radical de) las ideas neoliberales. Ahora se defiende el enriquecimiento sin límites. Si alguien nos hubiera dicho hace unas décadas que los líderes de la derecha global serían personas con tan pocas restricciones morales como Musk, Milei, Trump o, el primero de todos, Berlusconi, no nos lo hubiéramos creído. Así, desde los políticos más de izquierdas a los más de derechas, están todos fomentando un individualismo extremo. Su lema parece ser: disfruta al máximo de todo y nosotros te ayudaremos a que lo consigas.

Desde los políticos más de izquierdas a los más de derechas, están todos fomentando un individualismo extremo

Entonces, ¿hacia dónde vamos? No lo sé a ciencia cierta (ni semi-cierta), por eso he escrito una novela (Inmanencia, AdN) donde, a partir de estos mimbres, especulo sobre el mundo que creo que nos espera: el paraíso (o la pesadilla) de la inmanencia.

El horizonte que asoma no es orwelliano, con un Gran Hermano que todo lo vigila, sino huxleyano: una tiranía del placer y la distracción. El resultado lógico de nuestra creciente pobreza de trascendencia. Queremos una gratificación sensorial instantánea, no el lento trabajo en buscar un sentido, un propósito. Y eso nos vuelve vulnerables a uno de las grandes tentaciones de la humanidad en tiempos convulsos (como la Rusia de fines del XIX o la Alemania de principios del XX): el nihilismo. El FBI tiene ya de hecho una nueva categoría de terrorismo: el «extremismo violento nihilista», para calificar las acciones de las personas que no creen en nada y solo desean ver arder el mundo. No son monstruos aislados. Son el producto lógico de una cultura que ha perdido su brújula moral.

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